sábado, 1 de octubre de 2011

La Señora (Basado en hechos reales)

Me llaman Rochom P’ngieng y soy la mujer más famosa de Camboya. Una auténtica celebridad. Soy la que siempre intenta escaparse y la que siempre está encerrada.

En dos mil siete recuerdo haber visto por primera vez a mi padre. Fue en el bosque de los árboles que respiran cielo, cuyas descomunales raíces desplazan, difuminan y digieren toda marca de frontera, las que se empeñan en trazar entre Vietman y Camboya como si la jungla pudiera tener dueño. Llegó borracho y vestido de policía. Hablaba un lenguaje que no entendí y me llevó a un hogar ajeno, que es un barracón anegado por un patio de basuras húmedas y selva ensuciada.

Aquellas primeras semanas llegaron a visitarme más de veinte periodistas. Llevaban pequeños cuadernos y cámaras de fotos inmensas. Me denominaban la última niña salvaje y escribieron sobre mí en la Wikipedia y en la Lonely Planet. Porque caminaba a gatas, murmuraba un idioma misterioso y miraba el bosque con ojos nostálgicos. Dicen que mis ojos siempre fueron de desolación, que es una tristeza que se sabe a si misma sin cura.

En aquel momento me convertí en una celebridad, porque mi mudez fue su oportunidad para construir la historia que les hubiera gustado. Dijeron que había pasado veinte años en la selva, sobreviviendo por pelearme dando zarpazos (a pesar de que mis uñas estaban muy cortas), sobreviviendo a base de animales muertos (a pesar de que nunca me gustó la carne cruda), sobreviviendo por el hábito de la independencia (a pesar de que sigo esperando un abrazo). Me incluyeron en todas las enciclopedias. Y eso que todos los periodistas, los aventureros, los fotógrafos y los escritores, vieron las llagas de mi muñeca, las de las cadenas que aún me sujetan.

Como la historia oficial decía que era una niña salvaje, medio humana medio animal; mi padre policía superó su trauma bebiendo el dinero que le dieron para ayudarme y yo me acostumbré a dormir en el tendejón del gallinero, que es como la caseta de un viejo perro.

Como mi idioma era demasiado idiosincrático para entenderlo, todo el mundo se acostumbró a llamarme por nombres que no eran el mío. De entre todos sus nombres, el que más me gustaba era el del educador voluntario. Me llamaba la Señora. Me desataba las cadenas de la muñeca, me sacaba del tendejón del gallinero, me duchaba, me vestía y me sentaba a la mesa. Ese mismo educador que llevaba años intentando convencer a mis padres policías de que me liberaran. A mis desesperados padres policías que se declaraban angustiados por lo difícil que era civilizarme. Ese mismo educador que un día pareció dar un respingo, cuando me vio dibujar bellas figuras humanas. Las bellas figuras humanas que siempre sonríen y bailan. Incluso mi familia policía, tan iletrada, pareció dar un respingo al ver esos hermosos dibujos. Como si la belleza pudiera delatarles. Mi pobre familia policía que nunca fue a la escuela. Desconocía que era posible dibujar belleza. Dio un respingo mi hermana policía, cuyo mayor desarrollo artístico son las tres horas que pasa al día arreglándose las larguísimas uñas de sus pies, que desdicen con sus chanclas de goma, con sus talones tan sucios.

Yo, la mujer más célebre de Camboya, dibujaba infinidad de bellas figuras humanas. Lo hacía insistentemente como si eso algún día pudiera delatarles tanto que alguien se atreviera a liberarme. Hasta que cuando casi me matan de nuevo, perdí toda capacidad para el dibujo. Porque soy la que siempre intenta escaparse y la que siempre está encerrada.

La crueldad humana, que según dice el educador voluntario, tiene una creatividad depravada cuando se sabe impune, me sumergió durante once días en el fondo de una letrina. Yo no recuerdo que hacía en el fondo de esa letrina. Sólo recuerdo que esperaba. Esperaba que viniera a rescatarme quien me enseño a dibujar bellas figuras humanas, las que siempre sonríen y bailan. Esperaba a alguien que yo ya no recordaba quién era. Sólo recordaba que era el mismo al que esperaba en dos mil siete, en el bosque de árboles que respiran cielo, cuando abandoné algunas otras cadenas.

Es el mismo al que espero ahora aunque ya no pueda dibujar de nuevo. Porque el que llegó a la letrina fue mi padre policía diciendo que había sido un accidente, diciéndole a los periodistas de pequeños cuadernos y cámaras de fotos inmensas que me había caído cuando corría para volver a la selva. Porque yo era una niña salvaje que siempre estaba intentando huir a la selva.

Y es verdad que a veces aun me queda algo de rabia para intentar escapar de nuevo. Nadie sabe cuantas veces ya lo he intentado. En todas ellas me han vuelto a cazar de nuevo. Porque mi familia es policía y los buenos policías a quien no quieren, lo retienen.

Ahora mis cadenas son mucho más cortas, aunque como soy una celebridad llega a visitarme mucha gente. Quizás por eso mi hermana policía se pinta tanto las uñas, porque casi cada semana llega a visitarme alguien, algún ingeniero de una organización de caza y pesca, los del banco celebrando la inauguración de una nueva sucursal, los miembros de una orquesta para hacerse una foto conmigo: turistas de pequeños cuadernos y cámaras de fotos inmensas. Y aquella mujer. Una física nuclear que investigaba fuerzas. Lloró cuando tuvo que pagarle a mis padres para poder desatarme, para poder darme de comer, para poder pasearme un rato. Lloró porque sabía que por la fuerza de la inercia yo volvería al gallinero cuando ella se fuera. Volvería sola y me ataría a mí misma de nuevo. Esa turista física nuclear que se preguntaba cuál es la naturaleza de la fuerza que mantiene el mundo como un lugar tan injusto, si es la violencia o la desidia.

sábado, 24 de septiembre de 2011

HO CHI MINH 14 (Basado en hechos reales)

Aquel Agosto lluvioso, cuando comenzamos a adentrarnos en la selva, difícilmente podríamos imaginarnos que nuestra expedición acabaría con un suicidio. Ahora me cuesta recordar porqué me apunté a aquella aventura descabellada; por qué me animé a una expedición de diez días en pleno monzón precisamente por la ruta Ho Chi Minh 14 de la que no había reporte de haber sido transitada desde la guerra del Vietnam, hacía más de veinticinco años.

Llegamos desde Phnom Penh a Ratanakiri en una avioneta dudosa, con un piloto de ropas polvorientas y pasos nada firmes. Taburetes de plástico colocados en el pasillo permitían acomodar al pasaje de overbooking. Tras lidiar con severas turbulencias en un cielo encapotado aterrizamos esforzadamente en la pista de Banlung. Allí nos recibió Sopheap con su inglés entrecortado. Era nuestro guía jemer, un hombre bajo y atlético que siempre vestía de negro. Nos adelantó algunos detalles sobre la logística en nuestra ruta. A pesar de la sonrisa que nunca se ensombrecía, sus ojos parecían intranquilos. En un todoterreno, tardamos casi un día entero en llegar al distrito de Andoung Meas. El monzón había horadado tanto el camino que Sopheap y el chófer se tenían que apear de vez en cuando y atravesar el camino con tablones improvisando pequeños puentes para salvar los orificios.

Andoung Meas era apenas un pueblo, solo una fila de casas o tendejones de madera alrededor del barro del camino en la última frontera de Camboya, cerca de los ríos de oro del Vietnam. Había una tienda en la que no parecían vender nada y un puesto de comidas donde una mujer vestida con harapos revolvía somnolienta una sopa negra de bambú. Allí se nos unirían los tres guías indígenas, de los que nunca llegué a saber a qué tribu en concreto pertenecían, si hablaban el mismo idioma o apenas se entendían entre ellos. Hablaron poco durante toda la expedición. Solo respondían a órdenes muy concisas de Sopheap en jemer. Quizás fuera ese ostracismo el que les permitió fumar tabaco verde empedernidamente mientras caminaban ágilmente grandes distancias.

Tras descolgarnos por el precipicio en el que abandonamos el Land Rover y cruzar las motocicletas sobre canoas por el río Se San, comenzamos el primer día de expedición en la jungla. Ese día, cuando los guías comenzaron a ofrecer sacrificios para conjurar los espíritus del tigre a nuestro paso, ya empecé a cuestionarme a dónde nos conducíamos y porqué me había unido a aquel viaje con gente tan extraña.

Yo había llegado a Camboya pocos meses atrás para investigar en la universidad nacional sobre la psicología budista. Era un propósito completamente ateo el de rescatar las partes de una religión que le podrían servir a la ciencia. Y sin embargo estaba en aquel camino en el que me untaban la hamaca con especias para que los fantasmas de alguna religión tribal me dejaran dormir de noche.

No entiendo porqué me adentré a la selva con Antonio, que era un compañero de trabajo pusilánime y carente de espontaneidad. Siempre asistía a los eventos culturales y amonestaba a quien levantaba la voz entre el público. Era una persona que jamás parecía haberse apasionado por nada. Cuando los guías desbrozaban la maleza a nuestro paso con largos machetes, Antonio se esforzaba escrupulosamente en cubrirse la cara temeroso de que las sanguijuelas desangraran sus mejillas. Y eso que probablemente serían los primeros besos que recibía en bastante tiempo.

No entiendo porque me sumergí en ese mundo de humedad asfixiante donde es tan difícil atisbar el cielo con mi compañera de piso, Adela, que al contrario que Antonio, era espontánea, muy atractiva y divertida. Y sin embargo tenía tanto carisma que a veces se volvía caprichosa, abusiva. Quería mudarme hacía meses pero su arrolladora simpatía me impedía reconocérmelo.

El japonés que dirigía la expedición estaba enamorado de ella. Quizás por eso nos invitó a todos a acompañarle. Tras haber presentado en la facultad de antropología de Camboya una colección de fotografías de las historias gráficas talladas en calabazas por las mujeres Tompoun, la cooperación alemana le financió esta nueva expedición. Aunque nunca fue claro con nosotros sobre el motivo del viaje nos adentramos convencidos de que haría algún estudio sobre el arte indígena. Y eso que la cartografía sólo mostraba una infinidad de árboles que exudaban pesadamente su savia entre telas de araña. Los mapas no mostraban poblado alguno en nuestra ruta, sólo un lugar tan ignoto que únicamente había sido transitado para huir de la guerra.

No entiendo porque inicie una expedición con Angreac, que no dejaba que los guías llenaran de ungüentos su hamaca convencido de que eran prácticas demoníacas. Antes del amanecer, cada mañana, ante el jolgorio de los insectos gigantes que alborotan la selva, Angreac se levantaba para rezar maitines. Era un hombre salido de otra época, que no sabía muy bien como había llegado a nuestro grupo de amigos, como soportaba cuando bebíamos ginebra en el River Side de Phnom Penh donde prostitutas adolescentes se paseaban provocativamente. Quizás estaba imbuido por un espíritu religioso tan profundo que era capaz de transigir con cualquier escándalo. En cualquier caso pasaba más tiempo con su otro grupo de amigos, el de los misioneros ultraortodoxos que aún intentaban convencer al pueblo camboyano de ingresar al catolicismo.

Nunca entendí qué hacía en aquel viaje Sam, el estadounidense, quién lo había invitado. Hasta entonces ninguno parecía conocerle. Era sin duda un hombre de naturaleza intrépida y mostraba profundo interés en los viejos mapas de batalla que nos guiaban. Por su manera de caminar, autosuficiente, y sus aires de seductor, supuse que era una persona con cierto descaro. Por la cantidad de preguntas que hacía a Sopheap y al japonés, imaginé que había en el propósito de su viaje algo más que la mera aventura. El primer día de ruta ya mi intuición disparó una casi imperceptible señal de alerta.


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El segundo día de viaje descubrí a Sam mirando los árboles y haciendo pequeñas anotaciones en un cuaderno. También recogió algunas muestras de tierra durante el camino. Hizo algún vago comentario sobre un amigo geólogo. Pero me parecía alguien demasiado vividor para tener contactos en el mundo académico. Esa tierra roja que recogía le teñía las uñas, las yemas de los dedos. Era la misma tierra roja que se impregnaba indeleble en nuestro cuerpo, en nuestra ropa, en las mochilas; el barro rojo que ensuciaba la selva, que teñía los arroyos de naranja, oscurecía el color clorofila de la yerba y hacía las colinas vertiginosamente resbaladizas.

Ese día, a media tarde una tormenta nos cercó entre la maleza. Fue tras varias horas de lento viaje en moto, al ritmo del machete que nos abría el paso. Nuestros cuerpos y nuestras ropas estaban empapados por el sudor. El camino Ho Chi Minh 14, marcado por las rodadas de viejos camiones de guerra, había quedado escondido entre matojos, lianas y troncos. Era difícil redescubrirlo. Buscando ese trayecto de guerra en la más profunda soledad de la selva nos estremecieron los rayos que iluminaban el cielo como en las antiguas escenas bíblicas, los truenos que retumbaban como temblores de tierra. Los guías comenzaron a murmurar melodías mientras la electricidad se descargaba a pocos metros de distancia. Con nuestra cabeza al raso entonaban canciones que sonaban como mantras, lamentos viscerales que me hicieron temblar de miedo. Solo Angreac se mantenía sereno y se acercó a mí para confortarme. Una vez me había dicho que para él cada minuto de vida era una prueba de fe. La existencia a su juicio era algo de tremenda importancia. Sentí esa solemnidad de nuevo aquel día cuando trataba de apaciguar mi pánico contándome parábolas cristianas. Su seguridad en que alguna suerte de dios todopoderoso estaba protegiéndonos, a mí, una agnóstica en la jungla, consiguió tranquilizarme.

Mientras tanto Adela y Sam hacían bromas y se reían nerviosamente bajo el chubasco. Antonio se ajustaba el alerón de un diminuto sombrero y amonestaba a Sopheap por no haber previsto esta tormenta, y al menos montar las tiendas. El japonés llevaba un rato rebuscando en su mochila cuando sacó un ingenio que se extendió sobre nuestras cabezas y nos mantuvo a cubierto. Era como una especie de paraguas gigante, que doblado apenas ocupaba el espacio de un chubasquero. Mas tarde descubriríamos que llevaba multitud de artilugios como este, ingeniados para cada posible imprevisto: en cada uno de sus bolsillos, de sus mochilas, de los alerones de su sombrero. Era aficionado a toda tecnología. Cualquiera diría que consumía tanta creatividad por no confiar en la suya. Porque su manera de vestir era muy convencional, y su manera de comportarse, a veces, demasiado correcta. Adela me había contado que cuando había expuesto sus historias de vida en calabaza le habían acusado de taxonomista, no de antropólogo. Porque nunca llegó a teorizar, hipotetizar o concluir sobre nada en concreto. Incluso su padre, un industrial que hacía negocios de caucho con Camboya, había asimilado la carrera de su hijo a la de un coleccionista. Pero Adela se había quedado prendada de las historias de las calabazas. Ella era artista plástica, sólo buscaba belleza, no significados.


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Hasta el tercer día Adela parecía aún querer disfrutar del viaje, de la naturaleza y de la compañía masculina. Pero es difícil disfrutar una vegetación tan amenazante como la de una selva cerrada, en la que apenas se ven pájaros o estrellas. En aquel paisaje sin armonía los árboles lloraban pestes y las hojas estaban manchadas de barros y venenos. Cuando Sam y el japonés se enfrascaban con sus mapas, a Adela le faltaba la atención a la que estaba acostumbrada, por eso al final del tercer día comenzaba a aburrirse, a incomodarse, a enojarse. Aunque durante cinco minutos al día intentaba practicar algunos ejercicios de yoga que le había enseñado un gurú indio recién llegado a la capital, Adela tenía poca capacidad para la soledad, poca paciencia para la reflexión o valentía para enfrentarse a sí misma en la introspección. Por eso comenzó a molestar a Antonio. Al principio con sutiles comentarios. Luego con ataques más abiertos. Hacía sorna de sus camisetas con cuello, demasiado elegantes para la selva, o de sus escrúpulos al beber la bebida colectiva. Hizo el comentario de que quizás no debería beberla si respingaba la nariz tan asqueado.

Mientras, yo me obsesionaba. Quería saber hacia donde nos adentrábamos. En aquel lugar no había rastro de poblado alguno. Ni en los mapas que revisaba el japonés ni en los que se esforzaba en dibujar Sam. No aparecía un poblado indígena en kilómetros a la redonda. No entendía qué hallazgo antropológico buscábamos en un desierto de selva. Solo encontrábamos rastros de guerra, un camino desdibujado, algún agujero con piezas oxidadas de algunas armas. Cada vez que posaba el pie temía por los escorpiones negros, por las cien clases de serpientes sin antídoto. Cada vez que posaba el pie temía por las minas antipersona.

Aquel lugar no me gustaba, no me evocaba ninguna imagen buena, solo las de aquellas sórdidas películas de la guerra de Vietnam en que las personas se desangraban solitaria e irremediablemente. Me arrepentí de no haberme traído suficientes medicinas para la malaria, sobre todo cuando uno de los guías enfermó de fiebre y le tuvimos que dejar una moto y toda nuestra provisión de malarone. Quedó temblando en su hamaca, colgada entre dos árboles cualquiera del bosque. En cuanto se recuperara tendría que volver solo a Andoung Meas.

Me arrepentí de no haberme atrevido a preguntarle claramente al japonés a dónde nos llevaba.

Esa noche, mientras Antonio se mostraba aún más molesto de lo habitual, y esperábamos de nuevo arroz con bambú para cenar, Sopheap trataba de colgar mi hamaca demasiado cerca de la suya. Por eso me acerqué a Angreac. Él me hablaba de invenciones mitológicas, de futuros predestinados como el reino de dios en la tierra, un lugar de justicia social y ausencia de miedos. Estaba tan convencido de la existencia de sus propios fantasmas que no transigía con los fantasmas de los demás. Se reía de los malos augurios que insinuaban los guías por la noche, se ofendía con las oscuras premoniciones de Sopheap, con los temores del japonés, con las inquietudes de todos nosotros.

A veces no sabía si estaba ante un hombre de espíritu elevado o un obsesivo lunático. Era extraño un hombre que necesitaba creer de manera tan vehemente en un dios tan poderoso. No sabía si era un valiente o un completo cobarde. Y sin embargo en aquel viaje era la única persona que me transmitía entereza. El resto dudábamos demasiado y nos desvelábamos de noche cavilando miedos. Angreac tenía un aplomo atrayente y unos ojos especialmente seguros e intensos. Ese día me miró con especial ternura y por la noche se durmió acariciándome el pelo.


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El cuarto día la vegetación se hizo tan densa y el camino tan irregular que tuvimos que abandonar las motos y seguir andando. Adela estaba realmente enfadada. También Sam, al que ya no le cuadraban los mapas. Vengaban su malestar con Antonio, que aunque al principio se había molestado enormemente con sus zarpazos, finalmente parecían no importarle. Incluso dejó de quejarse tanto y pareció adaptarse. Caminaba tras Sopheap, concentrado en el camino. Ahora, mientras Adela y Sam estaban exhaustos, Antonio apenas sudaba. Su expresión, que antes era irritada, ahora mostraba suficiencia. Se diría que conocía algo que el resto desconocía.

El japonés no hablaba y mantenía la mirada fija en el camino. Esta vez Sopheap si estaba realmente preocupado. Nos enfrentábamos a la soledad más rotunda, que es probablemente la que se evidencia cuando se teme a la muerte, la que te hace inequívoco el hecho de que la vida es algo prestado. Hasta nuestra mente nos empezaba a resultar un ente ajeno. Porque sentíamos cosas que nunca habíamos sentido y pensábamos de ciertas maneras que nos asustaban. Comenzábamos a estar perdidos.

Caminamos con pesada dificultad por la ardiente humedad que pegaba las ropas a nuestro cuerpo. Y por las ramas y hojas hirientes que se tendían hacia el camino. Estaban plagadas de espinos y nos desgarraban el cuello, los brazos, a cada paso. Sam tenía tantas yagas en los pies que le hacían cojear, y el japonés, aunque cargaba un botiquín con remedios para cualquier tipo de peligro, tenía una herida en un brazo que no conseguía cerrarse. Yo estaba tan cansada que a veces sentía que mi corazón se iba a parar, detenerse en el camino mientras los demás continuaban andando.

Esa noche Sopheap volvió a colocar mi hamaca muy cerca de la suya y a tratarme con cierto favoritismo, porque me deslizó en el plato el último pedazo de carne que teníamos en despensa. Pensé que quizás yo había sido demasiado amable con él y no estaba acostumbrado a la atención de una extranjera. Creí que me había malentendido. Descolgué mi hamaca y la coloqué en un árbol junto a la de Angreac. Esa noche me aferré a él con tanta fuerza como él se aferraba a su fe. Fue lo más cerca que estuve de ser creyente.

El japonés se había metido en sí mismo hacia días, quizás cuando se dio cuenta de que estábamos casi totalmente perdidos y toda la expedición le culpaba. Sin embargo, a la mañana siguiente nos juntó a todos alrededor de un mapa. Parecía no haber dormido en toda la noche, con un foco encendido bajo su mosquitera. Nos enseñó otro viejo mapa, otro mapa de la guerra, y nos señaló un punto. Uno de los guías lo miró con atención y asintió con la cabeza. - Quizás sea un pueblo indígena,- tradujo Sopheap - quién sabe de qué tribu.-


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El quinto día Antonio parecía un asceta. Caminaba ágil, al contrario que Adela que arrastraba los pies y seguía enojada. Sam también. Se volvieron contra el japonés por conducirnos a aquella encerrona. No se creían que hubiera pueblo alguno a varias horas de camino. Dijeron que si no encontraban huella humana en el camino, se darían media vuelta por la tarde. Era un plan descabellado. A pesar de que nuestros guías habían desbrozado el camino serían al menos tres días de viaje de vuelta a Andoung Meas. Y con el desayuno se nos había acabado toda nuestra provisión de comida.

Sam y Adela también la emprendieron con Angreac, sugirieron que no estaba demasiado cuerdo. Y es verdad que la religiosidad de Angreac había llegado casi al delirio, no hacía más que hablar de Jesucristo o citar la Biblia. Yo sin embargo le seguía de cerca y le consideraba la única persona fiable, la que en caso de necesidad no me escatimaría el agua, me mentiría en la ruta o atacaría mis debilidades. Deseaba que me hablara con la dulzura con la que se dirigía al mundo. Aunque a él le costaba tocarme, y su represión religiosa a veces atenazaba sus abrazos, yo esperaba siempre que se acercara, especialmente cuando después de aquel ruido seco entre los árboles, los guías se inquietaron. - ¿Es algún felino? - le pregunté a Sopheap. Él me dijo muy serio - Algo nos sigue desde hace días. Por eso quiero que duermas junto a mí, porque los indígenas me han dicho que te sigue a ti.-

No quise asegurarme si era una suerte de broma de humor negro camboyano. Aceleré mi paso y no volví a dirigirle la palabra. Al atardecer di gracias a no se qué dios cuando atisbamos las primeras casas de madera y palma de alguna tribu.

Al llegar al centro del pueblo, construido en redondo alrededor de la casa comunal, del pozo del agua, dejamos nuestras mochilas y nos tumbamos sobre la yerba. Era la primera vez en días que podíamos sentarnos sin temer a las alimañas. Las personas del pueblo tardaron varios minutos en salir de las casas, y cuando lo hicieron caminaron despacio hacia nosotros. Algún guía murmuró algo, Sopheap se dirigió a ellos en jemer y Sam nos sorprendió farfullando vietnamita. Sin embargo nadie parecería entendernos. Nos rodearon con miradas curiosas. Vestían con tiras de telas de colores, como tradicionalmente había vestido el pueblo Jerai, antes de que el libre mercado llenara sus poblados de ropa china. Sin embargo no parecían responder a lenguaje tribal alguno. Casi todas eran mujeres, con algunos niños colgados de sus pechos, de sus brazos. Supuse que los hombres estarían trabajando en las granjas. El japonés señaló el pozo de agua y un cesto de arroz recién lavabo que estaba junto a las altas vigas de una de las chozas. Hizo el gesto de intercambiarlo por parte de su botiquín, pero los indígenas lo rechazaron. Nos dieron de comer y de beber gratis. Nos albergaron en la casa comunal, donde los niños se arremolinaban, nos tocaban, nos acariciaban, nos examinaban.

Bebí al menos un litro de té. Habíamos pasado los últimos días bebiendo fango hervido, que era como Adela llamaba a aquel café con agua tan turbia que elicitaba las nauseas.

Al final de la comida nos ofrecieron vino de arroz en una gigantesca tina. Mientras sorbíamos el vino reconfortados, vi al japonés revolver en sus mochilas. Supuse que querría sorprender a los indígenas con un nuevo artilugio. Y sin embargo solo extrajo viejos dibujos. Algunos estaban codificados por detrás con nombres de batallón. Pensé que serían croquis militares. Y de hecho en uno de ellos aparecía el retrato de un soldado americano. En todos, sin embargo, estaba dibujado un curioso animal peludo que caminaba erguido. Era algo mayor que el tamaño medio del ser humano.

Esta vez fui yo la que me empecé a reír, la que hice burlas. Ese japonés estaba enseñando dibujos del yeti a los indígenas. Alborozada, busqué la complicidad de Adela, pero no parecía encontrarlo tan descabellado. Tampoco Sam, que se mostraba incluso entusiasmado por formar parte de una búsqueda tan desafiante. Antonio me amonestó. Me dijo que no debíamos llegar a la selva con nuestros esquemas tradicionales. Solo Angreac pareció darme la razón, entender que si era este el objetivo de nuestra aventura habíamos arriesgado nuestra vida de la manera más ridícula. Mencionó que el viaje era una aventura maldita. Estaba seguro que habíamos seguido la ruta que las ánimas les habían sugerido a nuestros guías, y que esas animas eran malvadas. Porque aunque por el día los guías obedecían sus indicaciones, durante la noche se protegían de ellas con fetiches y amuletos. Su fanatismo esta vez comenzó a asustarme. Y no sé si fue por mi expresión de alerta por lo que me rechazó esa noche. Tan sólo me dijo que estábamos pecando, que debería alejarme. A mí, que el pecado me parecía una palabra sugerente e incitadora.

Tendí mi hamaca en el otro extremo de la casa comunal. Esta vez fui yo la que me acerqué a la hamaca de Sopheap. Sin lugar a dudas no hay más terrible soledad que la compañía forzada. Me sentía rabiosamente sola, porque dependía de toda esta gente rara, del afecto de un hombre que me consideraba demoníaca, de Sopheap, que me amenazaba con sus creencias escalofriantes, de Sam y Adela que exhibían una prepotencia agresiva, de Antonio que se había vuelto soberbio en su recién adquirida fortaleza, del japonés que jefeaba la misión, y sin embargo parecía tan deprimido, tan ensimismado. El nipón solo pareció alumbrar un soplo de ilusión cuando los locales, tras mostrarles más de una centena de imágenes del animal peludo, pintadas por los desquiciados soldados americanos de la guerra del Vietnam, parecieron reconocer una de ellas.


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A la mañana siguiente, antes de que Angreac se revolviera en su hamaca para sus rezos matinales, el japonés y Antonio habían desaparecido. Sopheap estuvo buscándolos en el pueblo pero nadie supo por qué o quién exactamente preguntaba. No llegaron hasta el mediodía cuando ya vaticinábamos que algún fantasma los había secuestrado. Y no nos dijeron qué habían hecho hasta por la noche, cuando ya nos habíamos aprovisionado para volver a Andoung Meas al día siguiente.

Yo me había convencido de que aquel viaje no era antropológico, ni científico, sino una suerte de desvarío de un hombre carente de imaginación que infantilmente pensaba hacer realidad alguna vieja leyenda mediática para sorprender a la mujer que le gustaba. Que por cierto se había enrollado con el otro organizador del viaje, el que venía buscando riquezas escondidas para poder vender su información a alguna multinacional extranjera. Quién sabe si también Andreac vendería los mapas a su orden religiosa y acabarían roturando cien kilómetros la selva hasta llegar a aquel mísero pueblo de apenas sesenta personas, sólo para convencerles de que llevaban una eternidad adorando a un dios falso.

A la hora de la cena, los indígenas, presas de la generosidad de quien no ha visto a un blanco aún y no sabe de su propensión a expoliar riquezas ajenas; nos ofrecieron un banquete. Incluso carne de búfalo. Los blancos lo comimos como un obsequio especial, aunque supiéramos que habitualmente esa carne la reservaban para los entierros. Sopheap y los otros guías se abstuvieron y le aseguraron al japonés que si sacrificaban comida de funeral ahora era como si estuvieran prediciendo alguna muerte. El japonés se rió. Esa noche estaba exultante y brindaba con los indígenas, que no conocían tal costumbre. Entendí el motivo de su alborozo cuando nos enseñó las imágenes que había rodado aquella mañana. Antonio y él habían sido acompañados por dos jóvenes indígenas a las afueras del pueblo y subidos a un pertrecho que había en la cima de un árbol. Tuvieron que esperar varias horas hasta que consiguieron grabar las imágenes que nos enseñaban. Me quedé impávida al ver la figura de lo que parecía un hombre inmenso, con el cuerpo desproporcionado y el ceño fruncido. Estaba desnudo y cubierto de pelo. Un niño pequeño caminaba a su lado. Cuando pasaron por debajo del árbol, el japonés grabó entre las ramas la cola de ambos, enroscada como la de un cerdo.

En aquel momento, tras haberme enamorado de un fundamentalista cristiano, vivir atemorizada por los espíritus de la selva y contemplar la grabación de un yeti y su hijo; desconfiaba completamente de mi juicio. Desconfiaba de lo que siempre había creído como verdad y como mentira, de mi criterio al distinguir los argumentos razonables de los descabellados. Anhelaba tanto volver a la civilización y retomar mi antigua Noelia.


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El octavo día salimos de allí dejando en el poblado a Sopheap con el japonés y su herida ulcerada que ya no parecía importarle. Estaba eufórico con su descubrimiento y apenas ponía atención en ninguna otra cosa. Quería grabar más imágenes del yeti. De regreso, tardamos solo tres días en regresar a Andoung Meas por el mismo camino, porque ahora ya estaba despejado. Apenas hablamos, yo deseaba desarrollar la misma suerte de estado meditativo que había conseguido Antonio para no desesperarme. Pero estaba tan alterada que por la noche, entre los altísimos árboles, sentía cómo la selva respiraba agitadamente, como un animal al acecho. Colgaba mi hamaca cercana a la de los guías, que me contaminaban los sueños con sus amargos tabacos. Sam y Adela estaban más relajados. Incluso tenían fuerzas para la generosidad y agasajaron a los guías con algunos regalos.

Cuando al décimo día llegamos a Andoung Meas no tuvimos que preguntar por el guía que enfermó de malaria. Estaba esperándonos en el comedor devorando una sopa negra atiborrada de chile, completamente recuperado. No había consumido el antimalárico que le procuramos sino sus propios remedios y nos devolvió todo el malarone. Lo empezamos a tomar inmediatamente, esperando que tuviera efectos retroactivos si es que ya estábamos contagiados. En el camino a la pista de Banlung apenas miré a mis compañeros. Tampoco en el avión, que de nuevo oscilaba horizontalmente de una manera poco convencional, decididamente poco aerodinámica. Yo sólo deseaba llegar a la ciudad para volver a estar sola. Poder volver a escoger la compañía que deseara. Poder volver a elegir entre encender la luz o no cuando se hiciera de noche. No entiendo quién afirmó que en la selva se es más libre, porque para mí, estar diez días en la jungla fue una terrible cárcel.

Apenas me despedí de los chicos y a la semana me cambié de casa, dejando a Adela con Sam, que ya hacía llamadas a diestro y siniestro planeando algún negocio. A Antonio apenas lo vi, porque tras regresar de Ratanakiri se tuvo que ir a Bangkok a un congreso. A su vuelta me informó que al japonés le habían tenido que cortar el brazo izquierdo. Al regresar de la selva, la gangrena le había hurgado hasta atravesarle los tendones y el hueso. Fuimos juntos a verlo al hospital. Yo no sabía que Antonio llevaba un libro de zoología, no hasta que lo abrió en la habitación del hospital y se lo enseñó al japonés. Hasta ese momento el japonés estaba contento, había grabado varias películas en el poblado. A pesar del brazo perdido creo que en el fondo se sentía satisfecho, pensaría quizás presentarse en la facultad de antropología convertido en un héroe.

El japonés miró el libro con curiosidad. Antonio lo había comprado en una librería de Bangkok. Era un manual de la fauna del sudeste asiático. En él aparecía una foto de una nueva especie de gibón clasificada cerca de las cuatro mil islas del río Mekong. Al ver su tamaño descomunal, su figura desproporcionada, el japonés se quedó paralizado. La cola de ese animal de los bosques del sur de Laos era enroscada, como la de un cerdo.

Antonio, con cierta soberbia de sabelotodo, me contó a la salida del hospital que los jemeres rojos habían matado a todos los zoólogos, y por eso no era de extrañar que no hubiera referencia alguna sobre los animales que había en Camboya y se confundieran con mitos.


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A las pocas semanas me fui de Camboya, cuando el gobierno de Myanmar abrió sus fronteras para el estudio de las propiedades psicoterapéuticas de la meditación budista. No volví al país hasta diez años más tarde, cuando decidí tomarme un año sabático y recorrer todo Asia con mi mochila. Para pasar a Vietnam, escogí el camino del noroeste, porque desde Pnhom Penh se llegaba en tan sólo un día y medio a Andoung Meas en coche. La antigua compañía aérea, tras estrellar todos los aviones que hacían esa ruta, había desaparecido. Por el contrario, los vietnamitas habían trazado una moderna carretera desde Banlung a la frontera. Por ella exportaban el oro que mancha la tierra más allá del río Se San. Y transportaban la madera de teca, la más cara del mundo, talada gracias a la ingeniería de una maderera de Cleveland.

En Andoung Meas me encontré a la misma mujer con harapos que le daba vueltas a la sopa negra de bambú junto a la carretera. Ahora, entre los mismos tendejones desvencijados de hacía diez años habían construido un iglesia. En frente, en una pequeña plazuela junto a la carretera, había una pequeña placa en memoria del hombre que había conservado el arte Tompoun, la vieja tradición de registrar las historias de vida en las calabazas, que ahora se consideraba perdida. El nombre era japonés por lo que me acerqué a la iglesia para preguntar en inglés por su suerte. Un misionero filipino me contó que aquel hombre se había suicidado hacía diez años, nada más llegar a Japón procedente de Camboya y con un brazo de menos. Un escalofrío me recorrió el cuerpo con tal virulencia que me derrumbé en uno de los bancos de la iglesia. Esa trágica noticia, o la extraña sensación que tenía al llegar a aquel pueblo, esa mala sensación de nuevo de que alguien me seguía; me hicieron juntar las manos y ponerme a rezar por primera vez en la vida.

sábado, 17 de septiembre de 2011

camboya

Tener cabeza es desde luego un incordio. Véanse el dolor de muelas y las enfermedades mentales. No hablemos ya del insomnio. Tener cabeza nos obliga a tomar decisiones, lo que es tremendamente molesto. Acuérdese si puede de alguna decisión que haya tomado que fuera totalmente correcta.

Tener cabeza es incluso peligroso. Piense en la humillación, en la rabia, en las oscuras obsesiones. Piense en la cantidad de muertes en el parto por mala posición de la cabeza del feto. Tener cabeza no es sólo peligroso para uno mismo, sino un riesgo para los demás. Haga cuenta de que cada cabeza tiene al menos treinta dientes, algunos de los cuales están muy afilados.

Por eso, en Camboya, decidieron cortarlas. Hace varios años cercenaron la cabeza de la gente.

Desde entonces se han solucionado tantos problemas. Ya no hay guerras ni revueltas. A pesar de que los cuerpos aún pueden sentir hormigueo, sudor frío o temblores, apenas ya nadie sufre de miedo. Además los que viajan en moto ahorran dinero porque ya no necesitan cascos.

Las personas son felices porque sus cuerpos aman y trabajan carentes de rebeldías. Abolieron las dudas. Se evitan las reflexiones que no llegan a ninguna parte, las eternas discusiones, las quejas inútiles.

En la selva, la llanura y la costa, este es el mapa de un país decapitado. Una geografía que duerme tranquila. Un lugar de personas sensatas. Cuando amaina el monzón los cuerpos se tienden a secar como trajes de buzo en el tendedero. En verano, el agua se riega a las gargantas por embudo.

Rara vez echan de menos los tiempos en que aún se peinaban. Aunque a veces, por la costumbre, regalan a los niños rompecabezas, libros o chicles; y cierta nostalgia les lleva a adorar dioses de cuatro caras, serpientes de siete cabezas. Incluso algunas señoras aún sienten debilidad por los sombreros.

Resultado de esa difusa nostalgia es el escaparate de cabezas que se exhibe en la capital - aunque por supuesto no están a la venta -. Desde la vitrina cientos de cuencas oculares contemplan los inútiles cuellos de los viandantes con una extraña mirada vacía.

domingo, 11 de septiembre de 2011

misterios

Se necesita tener aun cierta inocencia indígena para poder entender el conocimiento que emana de la selva: la orientación de los gusanos ciegos que horadan la tierra roja, la paciencia de los senderos meditabundos que dibuja la savia sobre la piel de los árboles, o la inteligencia del ADN de las espirales frenéticas que esculpen sobre sí mismas las lianas. No es fácil descubrir la intención de los insectos cuando gimen estrepitosamente entre la yerba húmeda, o la de los desesperados besos de los peces carnívoros en los arroyos. No es ingenuo percibir la ternura de las caricias del viento entre el bambú.

Muchos viajeros se han ido a vivir con el pueblo Tun a los empinados campos de casaba, han intentado entender los complejos significados del lenguaje Kachork, o descodificar como se tejen las pasiones en los ritos de amor y de sexo de la tribu Kreung. Muchos viajeros se sumergen en los lagos sagrados Tompoun, donde se reúnen los espíritus para idear el destino.

La mayoría de los viajeros salen de estas experiencias aún más confusos. Pareciera que las culturas que abandonaron la selva ya no pueden volver a ella. Ya no pueden entender ciertos porqués que en un tiempo les resultaron sencillos. Quizás porque su búsqueda de conocimiento ahora es maliciosa, pretenciosa: ya no es genuina. O porque saben tantas cosas que ya no entienden nada.

Ni siquiera en esta ciudad, que está a dos millas de la más profunda selva pueden comprender ya los misterios. Por eso todos en este pueblo sueñan con talar el bosque, con cercarlo, con atravesarlo con carreteras. Quieren hacer cognoscible (destructible) lo que ya no entienden.

Poco saben de la verdad en esta ciudad simulacro. La poca sabiduría que quedaba está enterrada en una fosa común desde hace más de treinta años. Ahora es una ciudad de uniformes y de silencio en la que molesta la intuición de que la única verdad está en la selva adentro.

Para disfrazar tanta ignorancia, las personas aprenden cada día una verdad simulada. Trabajan todos los días en trabajos prestados. Y duermen cada noche en palafitas levantadas frágilmente sobre la ciénaga.

Los fines de semana los hombres de palafita se aglomeran en los prostíbulos. Pretenden que son aún valientes y poderosos con las desconocidas. Necesitan ese simulacro para poder amar de nuevo.

Los fines de semana las mujeres de palafita se juntan en la peluquería. Se escuchan, se murmuran, se tocan y se acarician rodeadas de espejos que les devuelven una identidad maquillada.

Los hijos de palafita, los que aprenden a obedecer durante la semana, los fines de semana se arremolinan como mendigos en las pagodas, que ya son sólo carcasas doradas. Ahora los templos los construyen solo como simulacros de templos. Porque Buda hace tiempo que ha huido. Como tantas flores de loto desciende a la deriva por algún río inmundo.

En esta ciudad que se toma como medicina una verdad mentirosa diaria, exilian a los árboles. Sacan la jungla despedazada en los dobles fondos de las furgonetas, en los maleteros de los autobuses que se llevan a los viajeros de vuelta. Destierran el bosque. No quieren que les impida contemplar cualquier nuevo horizonte. No quieren tener que contemplar cada día todo lo que han perdido.

sábado, 10 de septiembre de 2011

mujeres

Me pregunto qué hacen en Ratanakiri tantos expatriados, si este es el último confín del mundo y los ríos llegan vacíos de peces, cargados de barro. Los negocios son turbios, se exportan piedras y madera preciosa. Sólo se importa mercancía rota. Las arañas son del tamaño de los escorpiones y los escorpiones son del tamaño de las serpientes. Los rumores se esparcen ideando vidas paralelas a las vidas y la mala suerte se conjura con difíciles ritos que los extranjeros no entienden. El bosque se quema por capricho chino. El río se llena de mercurio porque los vietnamitas sucumbieron a la fiebre del oro. La ciudad se queda sin luz días enteros y la lluvia a veces no cesa durante semanas. En la profundidad de la selva el ambiente es tan húmedo que las sanguijuelas desangran.

Me gustaría saber de qué huyen todos estos expatriados para acabar en el único sitio del planeta en que ni siquiera el enemigo más obsesivo los vendría a buscar. Cómo sobreviven aquí con la humedad que ahoga, el lodo que lo cubre todo y las mareas del monzón que propagan pasiones dañinas. Aquí, donde es inútil intentar entender los lenguajes, las señales. Vivir en Ratanakiri que es como nadar en alta mar a oscuras.

Me pregunto qué hará en realidad ese intrigante par de veinteañeros norteamericanos que están siempre borrachos. Usan camisetas de tirantes para enseñar los cien tatuajes que se grabaron en la cárcel. Se pasan el día con los mafiosos locales, pasean maletines y alguna noche acaban malheridos. En este lugar donde no hay asistencia médica y en las farmacias venden tabaco.

Me pregunto sobre esos humanitarios europeos que llegaron con eslóganes solidarios y ahora entrelazan relaciones con provincianas de diecinueve. Ellas cantan en el karaoke canciones de amor y suicidio. Ellos se niegan a admitir que tienen más de cincuenta. Siempre tienen la mirada perdida, como de abandono. Parece que se han quedado atascados en este rincón del mundo y no encuentran el camino de vuelta. Igual que ese italiano solitario que busca desesperadamente una esposa italiana pero hace más de diez años que huyó de Italia.

Aunque Ratanakiri es un lugar demasiado inhóspito para perderse, hay alguna inglesa que intenta dejar el alcohol escondida en una vieja casa. Y una pareja australiana que llegó para evitar la ruptura, buscando un lugar tan desesperado que les obligara a aferrarse. También hay una alemana que no soporta a la gente y solo ama a los árboles. Cada día nada durante horas en el seno del lago esperando que por fin la naturaleza la trague.

Hay un francés enamorado que apareció siguiendo el rastro de una víbora. Y eso que aquí las serpientes son siempre mortales. El antídoto más cercano está a diez horas de viaje por un camino inundado, atravesado por puentes quebradizos y desprendimientos temerarios. Es sin duda un romántico.

Incluso hay un polaco, fundamentalista católico, que intenta convencer a los indígenas para que dejen de beber la sangre de los búfalos y beban la de Jesucristo en los entierros. Pero temo que en el caso de que algún dios existiera no se acercaría al diluvio que castiga esta selva; a este caos de ruido de motor, bosque robado y malaria.

En Ratanakiri también estoy yo, y a veces me desvelo toda la noche dudando si alguna vez tendré la oportunidad de marcharme.

jueves, 8 de septiembre de 2011

barro

Me pregunto qué hacen en Ratanakiri tantos expatriados, si este es el último confín del mundo y los ríos llegan vacíos de peces, cargados de barro. Los negocios son turbios, se exportan piedras y madera preciosa. Sólo se importa mercancía rota. Las arañas son del tamaño de los escorpiones y los escorpiones son del tamaño de las serpientes. Los rumores se esparcen ideando vidas paralelas a las vidas y la mala suerte se conjura con difíciles ritos que los extranjeros no entienden. El bosque se quema por capricho chino. El río se llena de mercurio porque los vietnamitas sucumbieron a la fiebre del oro. La ciudad se queda sin luz días enteros y la lluvia a veces no cesa durante semanas. En la profundidad de la selva el ambiente es tan húmedo que las sanguijuelas desangran.

Me gustaría saber de qué huyen todos estos expatriados para acabar en el único sitio del planeta en que ni siquiera el enemigo más obsesivo los vendría a buscar. Cómo sobreviven aquí con la humedad que ahoga, el lodo que lo cubre todo y las mareas del monzón que propagan pasiones dañinas. Aquí, donde es inútil intentar entender los lenguajes, las señales. Vivir en Ratanakiri que es como nadar en alta mar a oscuras.

Me pregunto qué hará en realidad ese intrigante par de veinteañeros norteamericanos que están siempre borrachos. Usan camisetas de tirantes para enseñar los cien tatuajes que se grabaron en la cárcel. Se pasan el día con los mafiosos locales, pasean maletines y alguna noche acaban malheridos. En este lugar donde no hay asistencia médica y en las farmacias venden tabaco.

Me pregunto sobre esos humanitarios europeos que llegaron con eslóganes solidarios y ahora entrelazan relaciones con provincianas de diecinueve. Ellas cantan en el karaoke canciones de amor y suicidio. Ellos se niegan a admitir que tienen más de cincuenta. Siempre tienen la mirada perdida, como de abandono. Parece que se han quedado atascados en este rincón del mundo y no encuentran el camino de vuelta. Igual que ese italiano solitario que busca desesperadamente una esposa italiana pero hace más de diez años que huyó de Italia.

Aunque Ratanakiri es un lugar demasiado inhóspito para perderse, hay alguna inglesa que intenta dejar el alcohol escondida en una vieja casa. Y una pareja australiana que llegó para evitar la ruptura, buscando un lugar tan desesperado que les obligara a aferrarse. También hay una alemana que no soporta a la gente y solo ama a los árboles. Cada día nada durante horas en el seno del lago esperando que por fin la naturaleza la trague.

Hay un francés enamorado que apareció siguiendo el rastro de una víbora. Y eso que aquí las serpientes son siempre mortales. El antídoto más cercano está a diez horas de viaje por un camino inundado, atravesado por puentes quebradizos y desprendimientos temerarios. Es sin duda un romántico.

Incluso hay un polaco, fundamentalista católico, que intenta convencer a los indígenas para que dejen de beber la sangre de los búfalos y beban la de Jesucristo en los entierros. Pero temo que en el caso de que algún dios existiera no se acercaría al diluvio que castiga esta selva; a este caos de ruido de motor, bosque robado y malaria.

En Ratanakiri también estoy yo, y a veces me desvelo toda la noche dudando si alguna vez tendré la oportunidad de marcharme.

martes, 6 de septiembre de 2011

los lunes ojerosos

La culpa de los lunes ojerosos en las orillas del Mekong la tiene la mujer barbuda enjaulada en una de las palafitas. La que cada domingo es transportada en su jaula de hierro a la carpa del circo y se dirige al publico con ojos enrojecidos diciendo la horrible verdad. Inquieta a la audiencia mientras su barba se enrosca como una culebra húmeda entre los barrotes. Y es que el pueblo de O’Chan no está acostumbrado a la horrible verdad. Al fin y al cabo no es un pueblo sino un teatro. De hecho las casas no son casas sino escenarios. Están elevadas sobre columnas de madera y tienen pesados telones que se abren enseñando los rincones mezquinos de las casas. Las parejas se golpean por respeto. Los niños simulan que aún quieren a sus abuelos. Los abuelos fingen que no se están muriendo de cáncer. Lo hacen frente a la parsimonia del Mekong que se desliza silenciosamente hacia el mar. O frente al mercado, donde el público sorbe té ruidosamente bajo las acacias. Es experto en el arte del disimulo y aplaude aunque no le guste la obra.

En las esquinas, llenas de flores de plástico y crespones dorados, el alcalde recita intrincados discursos tras su bigote postizo. Algún alma oscura se los escribe y ciertos extranjeros le pagan por pronunciarlos. Incluso algún mafioso chino con zapatos de serpiente le ronda y le hace de apuntador cuando olvida parte del texto.

El alcalde fue el que trajo el circo a O’Chan como parte de su programa electoral, tan carente de utilidad como el tiovivo de dragones que gira en la plaza, lleno de luces y vacío de niños. El circo, como todos en el pueblo, es también farsante. Los luchadores sangran de mentira y el único animal amaestrado es un cocodrilo que llora cuando hace daño.

Por eso la mujer barbuda desvela las noches de domingo, porque sale al escenario y cuenta la horrible verdad de O´Chan. En aquel lugar en que las personas caminan por caminos ajenos, con una danza de movimientos calculados que no les pertenecen a ellos, sino al curandero que les lee el futuro en un huevo.

El descrédito de este pueblo farsante es tan grande que los recogedores de basura ni siquiera se creen que sea basura lo que recogen y la revenden en el mercado. Por eso las amas de casa, víctimas de la ausencia de realidad, van en pijama de flores a comprar basura al mercado.

La peor parte se la llevan los actores del método Stanislavski, que son una gran parte del pueblo. Están tan acostumbrados a fingir emociones que ya no saben si lo que sienten es real o falso. Se ríen sin saber porqué y lloran sin explicación alguna. Están desquiciados y no tienen cura, porque las farmacias son expertas en medicamentos placebo y los médicos son pacientes que visten con bata blanca.

La mayor inconveniencia del teatro de O’ Chan es que no se puede hacer mutis por el foro, ni siquiera cuando la mujer barbuda dice la horrible verdad. A muchos se les escapa la risa nerviosa al escucharla. Algunos niños lloran. Y hay quien piensa que es pura comedia. Pero esa noche nadie duerme, desvelados por la horrible verdad. Y es por eso que enjaulados en su insomnio, despiertan los lunes ojerosos en las orillas del Mekong.