Se necesita tener aun cierta inocencia indígena para poder entender el conocimiento que emana de la selva: la orientación de los gusanos ciegos que horadan la tierra roja, la paciencia de los senderos meditabundos que dibuja la savia sobre la piel de los árboles, o la inteligencia del ADN de las espirales frenéticas que esculpen sobre sí mismas las lianas. No es fácil descubrir la intención de los insectos cuando gimen estrepitosamente entre la yerba húmeda, o la de los desesperados besos de los peces carnívoros en los arroyos. No es ingenuo percibir la ternura de las caricias del viento entre el bambú.
Muchos viajeros se han ido a vivir con el pueblo Tun a los empinados campos de casaba, han intentado entender los complejos significados del lenguaje Kachork, o descodificar como se tejen las pasiones en los ritos de amor y de sexo de la tribu Kreung. Muchos viajeros se sumergen en los lagos sagrados Tompoun, donde se reúnen los espíritus para idear el destino.
La mayoría de los viajeros salen de estas experiencias aún más confusos. Pareciera que las culturas que abandonaron la selva ya no pueden volver a ella. Ya no pueden entender ciertos porqués que en un tiempo les resultaron sencillos. Quizás porque su búsqueda de conocimiento ahora es maliciosa, pretenciosa: ya no es genuina. O porque saben tantas cosas que ya no entienden nada.
Ni siquiera en esta ciudad, que está a dos millas de la más profunda selva pueden comprender ya los misterios. Por eso todos en este pueblo sueñan con talar el bosque, con cercarlo, con atravesarlo con carreteras. Quieren hacer cognoscible (destructible) lo que ya no entienden.
Poco saben de la verdad en esta ciudad simulacro. La poca sabiduría que quedaba está enterrada en una fosa común desde hace más de treinta años. Ahora es una ciudad de uniformes y de silencio en la que molesta la intuición de que la única verdad está en la selva adentro.
Para disfrazar tanta ignorancia, las personas aprenden cada día una verdad simulada. Trabajan todos los días en trabajos prestados. Y duermen cada noche en palafitas levantadas frágilmente sobre la ciénaga.
Los fines de semana los hombres de palafita se aglomeran en los prostíbulos. Pretenden que son aún valientes y poderosos con las desconocidas. Necesitan ese simulacro para poder amar de nuevo.
Los fines de semana las mujeres de palafita se juntan en la peluquería. Se escuchan, se murmuran, se tocan y se acarician rodeadas de espejos que les devuelven una identidad maquillada.
Los hijos de palafita, los que aprenden a obedecer durante la semana, los fines de semana se arremolinan como mendigos en las pagodas, que ya son sólo carcasas doradas. Ahora los templos los construyen solo como simulacros de templos. Porque Buda hace tiempo que ha huido. Como tantas flores de loto desciende a la deriva por algún río inmundo.
En esta ciudad que se toma como medicina una verdad mentirosa diaria, exilian a los árboles. Sacan la jungla despedazada en los dobles fondos de las furgonetas, en los maleteros de los autobuses que se llevan a los viajeros de vuelta. Destierran el bosque. No quieren que les impida contemplar cualquier nuevo horizonte. No quieren tener que contemplar cada día todo lo que han perdido.
Muchos viajeros se han ido a vivir con el pueblo Tun a los empinados campos de casaba, han intentado entender los complejos significados del lenguaje Kachork, o descodificar como se tejen las pasiones en los ritos de amor y de sexo de la tribu Kreung. Muchos viajeros se sumergen en los lagos sagrados Tompoun, donde se reúnen los espíritus para idear el destino.
La mayoría de los viajeros salen de estas experiencias aún más confusos. Pareciera que las culturas que abandonaron la selva ya no pueden volver a ella. Ya no pueden entender ciertos porqués que en un tiempo les resultaron sencillos. Quizás porque su búsqueda de conocimiento ahora es maliciosa, pretenciosa: ya no es genuina. O porque saben tantas cosas que ya no entienden nada.
Ni siquiera en esta ciudad, que está a dos millas de la más profunda selva pueden comprender ya los misterios. Por eso todos en este pueblo sueñan con talar el bosque, con cercarlo, con atravesarlo con carreteras. Quieren hacer cognoscible (destructible) lo que ya no entienden.
Poco saben de la verdad en esta ciudad simulacro. La poca sabiduría que quedaba está enterrada en una fosa común desde hace más de treinta años. Ahora es una ciudad de uniformes y de silencio en la que molesta la intuición de que la única verdad está en la selva adentro.
Para disfrazar tanta ignorancia, las personas aprenden cada día una verdad simulada. Trabajan todos los días en trabajos prestados. Y duermen cada noche en palafitas levantadas frágilmente sobre la ciénaga.
Los fines de semana los hombres de palafita se aglomeran en los prostíbulos. Pretenden que son aún valientes y poderosos con las desconocidas. Necesitan ese simulacro para poder amar de nuevo.
Los fines de semana las mujeres de palafita se juntan en la peluquería. Se escuchan, se murmuran, se tocan y se acarician rodeadas de espejos que les devuelven una identidad maquillada.
Los hijos de palafita, los que aprenden a obedecer durante la semana, los fines de semana se arremolinan como mendigos en las pagodas, que ya son sólo carcasas doradas. Ahora los templos los construyen solo como simulacros de templos. Porque Buda hace tiempo que ha huido. Como tantas flores de loto desciende a la deriva por algún río inmundo.
En esta ciudad que se toma como medicina una verdad mentirosa diaria, exilian a los árboles. Sacan la jungla despedazada en los dobles fondos de las furgonetas, en los maleteros de los autobuses que se llevan a los viajeros de vuelta. Destierran el bosque. No quieren que les impida contemplar cualquier nuevo horizonte. No quieren tener que contemplar cada día todo lo que han perdido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario