La culpa de los lunes ojerosos en las orillas del Mekong la tiene la mujer barbuda enjaulada en una de las palafitas. La que cada domingo es transportada en su jaula de hierro a la carpa del circo y se dirige al publico con ojos enrojecidos diciendo la horrible verdad. Inquieta a la audiencia mientras su barba se enrosca como una culebra húmeda entre los barrotes. Y es que el pueblo de O’Chan no está acostumbrado a la horrible verdad. Al fin y al cabo no es un pueblo sino un teatro. De hecho las casas no son casas sino escenarios. Están elevadas sobre columnas de madera y tienen pesados telones que se abren enseñando los rincones mezquinos de las casas. Las parejas se golpean por respeto. Los niños simulan que aún quieren a sus abuelos. Los abuelos fingen que no se están muriendo de cáncer. Lo hacen frente a la parsimonia del Mekong que se desliza silenciosamente hacia el mar. O frente al mercado, donde el público sorbe té ruidosamente bajo las acacias. Es experto en el arte del disimulo y aplaude aunque no le guste la obra.
En las esquinas, llenas de flores de plástico y crespones dorados, el alcalde recita intrincados discursos tras su bigote postizo. Algún alma oscura se los escribe y ciertos extranjeros le pagan por pronunciarlos. Incluso algún mafioso chino con zapatos de serpiente le ronda y le hace de apuntador cuando olvida parte del texto.
El alcalde fue el que trajo el circo a O’Chan como parte de su programa electoral, tan carente de utilidad como el tiovivo de dragones que gira en la plaza, lleno de luces y vacío de niños. El circo, como todos en el pueblo, es también farsante. Los luchadores sangran de mentira y el único animal amaestrado es un cocodrilo que llora cuando hace daño.
Por eso la mujer barbuda desvela las noches de domingo, porque sale al escenario y cuenta la horrible verdad de O´Chan. En aquel lugar en que las personas caminan por caminos ajenos, con una danza de movimientos calculados que no les pertenecen a ellos, sino al curandero que les lee el futuro en un huevo.
El descrédito de este pueblo farsante es tan grande que los recogedores de basura ni siquiera se creen que sea basura lo que recogen y la revenden en el mercado. Por eso las amas de casa, víctimas de la ausencia de realidad, van en pijama de flores a comprar basura al mercado.
La peor parte se la llevan los actores del método Stanislavski, que son una gran parte del pueblo. Están tan acostumbrados a fingir emociones que ya no saben si lo que sienten es real o falso. Se ríen sin saber porqué y lloran sin explicación alguna. Están desquiciados y no tienen cura, porque las farmacias son expertas en medicamentos placebo y los médicos son pacientes que visten con bata blanca.
La mayor inconveniencia del teatro de O’ Chan es que no se puede hacer mutis por el foro, ni siquiera cuando la mujer barbuda dice la horrible verdad. A muchos se les escapa la risa nerviosa al escucharla. Algunos niños lloran. Y hay quien piensa que es pura comedia. Pero esa noche nadie duerme, desvelados por la horrible verdad. Y es por eso que enjaulados en su insomnio, despiertan los lunes ojerosos en las orillas del Mekong.
En las esquinas, llenas de flores de plástico y crespones dorados, el alcalde recita intrincados discursos tras su bigote postizo. Algún alma oscura se los escribe y ciertos extranjeros le pagan por pronunciarlos. Incluso algún mafioso chino con zapatos de serpiente le ronda y le hace de apuntador cuando olvida parte del texto.
El alcalde fue el que trajo el circo a O’Chan como parte de su programa electoral, tan carente de utilidad como el tiovivo de dragones que gira en la plaza, lleno de luces y vacío de niños. El circo, como todos en el pueblo, es también farsante. Los luchadores sangran de mentira y el único animal amaestrado es un cocodrilo que llora cuando hace daño.
Por eso la mujer barbuda desvela las noches de domingo, porque sale al escenario y cuenta la horrible verdad de O´Chan. En aquel lugar en que las personas caminan por caminos ajenos, con una danza de movimientos calculados que no les pertenecen a ellos, sino al curandero que les lee el futuro en un huevo.
El descrédito de este pueblo farsante es tan grande que los recogedores de basura ni siquiera se creen que sea basura lo que recogen y la revenden en el mercado. Por eso las amas de casa, víctimas de la ausencia de realidad, van en pijama de flores a comprar basura al mercado.
La peor parte se la llevan los actores del método Stanislavski, que son una gran parte del pueblo. Están tan acostumbrados a fingir emociones que ya no saben si lo que sienten es real o falso. Se ríen sin saber porqué y lloran sin explicación alguna. Están desquiciados y no tienen cura, porque las farmacias son expertas en medicamentos placebo y los médicos son pacientes que visten con bata blanca.
La mayor inconveniencia del teatro de O’ Chan es que no se puede hacer mutis por el foro, ni siquiera cuando la mujer barbuda dice la horrible verdad. A muchos se les escapa la risa nerviosa al escucharla. Algunos niños lloran. Y hay quien piensa que es pura comedia. Pero esa noche nadie duerme, desvelados por la horrible verdad. Y es por eso que enjaulados en su insomnio, despiertan los lunes ojerosos en las orillas del Mekong.
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