miércoles, 13 de octubre de 2010

CUENTO HONDUREÑO 4.- LA RESISTENCIA

1.-
Aunque Inés Esquivel fue educada desde pequeña con cuidado, con esperanzas y con comida de colores; no dejó de llegar a la adolescencia confundida. Y es que aunque su abuela se empeñara en la alegría durante el día; por las noches, Inés acumulaba en su cuerpo emociones que a veces le impedían respirar y no sabía dónde ponerlas. No sabía donde poner una tristeza profunda que no entendía de donde salía. No era como las gafas que se podían apoyar tranquilamente sobre la mesita de noche. Permanecía palpitando en su pecho toda la noche, como un animal en agonía. La impedía dormir todo lo necesario para que no le cruzaran el rostro aquellas profundas ojeras. Y le permitía escuchar los sonidos de su tía que no conseguía conciliar el sueño leyendo libros marxistas que hacía décadas se habían pasado de moda. Inés se asustaba pensando que acabaría siendo como su tía, con esa soledad tan rabiosa, esa inconformidad inadaptada, esa melancolía por su infancia que era enfermiza. Por eso cuando nadie la veía, por las mañanas, rescataba partículas de la antigua caja de los remedios de Jorge, polvos de colores, hojas secas de texturas cortantes, flores empalagosas. Las tragaba esperando que surtieran algún efecto y por las noches aguardaba a que le llegara el sueño. Bajo un halo de luna la altísima palmera imperial despojaba sus hojas violentamente contra el suelo más allá de su ventana.
Inés era altísima, morena y enérgica. Tenía una voz que parecía elicitar cualquier emoción humana. Cualquiera diría que cantando podría manejar los temperamentos ajenos a su antojo. Cantaba en el restaurante, en la escuela, en la Iglesia. A pesar de esa habilidad única, no podía absorber tanta pena. Poco sirvieron los remedios de Jorge para aquella tristeza sin significado. Y parecía que no sintiera lo que sentía por algún dolor propio, sino por padecimientos ajenos. Parecía que no pudiera dormir porque parte de la humanidad no dormía. Estaba vinculada a algo que transcendía su cuerpo y desconocía la naturaleza de esa energía que la desvelaba, de esa conciencia colectiva que la mantenía alterada.
Amanda, que siempre fue experta en disimulos podía intuir que su nieta no había crecido como ella esperaba, a pesar de lo mucho que Inés se embarraba las ojeras con maquillaje. Podía intuir de nuevo aquellas emociones inapropiadas de la familia, aquellas fuerzas incontroladas.
Cuando Inés cantaba en el restaurante con esa voz prodigiosa que había heredado de su abuela Laura, la melodía estaba tan llena de nostalgias que dejaba meditabunda a la audiencia. A veces, algunos niños que la oían se ponían a llorar extrañamente, con una pena que no era propia sino ajena.
Por qué está tu nieta tan triste, le preguntaban algunos clientes del restaurante a Amanda. “No tiene motivo alguno, sospecho que es por tristezas que no son suyas”. Por eso algunos clientes le contaban sus tristezas, esperando que así Inés se quedara con ellas, liberándolos. Y es verdad que entonces las ojeras de la niña aún se hacían más profundas y oscuras.
Ante tanta tristeza, Inés no sabía a quién quejarse. Se enfadó con el mundo, con el orden de las cosas y también con Dios. Se enfadó con ella misma que sólo podía sentirla sin poder alterarla.

2.-
Juana se obcecó con la belleza de Álvaro haciéndola hacer el ridículo delante de todo un pueblo cuando era una niña. Y muchos años más tarde tuvo que ser sedada, para que el arrebato de su capricho no le llevara a desmayarse de emoción frente a él al volver a verle, y quién sabe si enviarle flores al batallón o dejarle notas perfumadas con el soldado que hacía las guardias.
Es que su mente se había quedado encallada en otra época, la época en que su abuelo Elio aún vivía, llegaba a la casa cargado de periódicos y los leía con avidez esperando que en alguno de ellos hubieran ganado la guerra. Por eso tampoco podía reprimir el contrariar cualquier argumento complaciente con la realidad del momento, la realidad de no estar satisfecha con aquella paz forzada.
Juana era incapaz de entender o controlar esas pasiones desbocadas, que los remedios de la caja de Jorge sólo templaban pero no lograban amainar del todo. Le hacían hacer cosas fuera de lo habitual y sufrir innecesariamente. No hay remedio suficientemente eficaz en estos casos de alma temperamental y el corazón oscila invariablemente entre la desdicha y el entusiasmo.
Sin embargo fue Álvaro y no Juana el que esta vez comenzó a perseguirla. Desde el día que llegó al restaurante, buscando las pizquitas que promueven descuidos, Álvaro volvió a menudo. Volvió secretamente a por Juana. Sin que nadie lo percibiera, él la rondaba. Porque los ojos de Juana eran exactamente los mismos. Porque el cuerpo de Juana, fibra negra temblando, le dejó con una duda. Qué le pasaba a aquella india, que era incapaz de envejecer, incapaz de doblegarse a las más comunes realidades, incapaz acostumbrarse al paso del tiempo. Su belleza y su independencia eran una provocación que dejaban a aquel soldado desconcertado. Los días festivos las huellas de Álvaro se hacían hueco entre las semillas del guanacaste, a los alrededores del sencillo comedor. E incluso a veces, se asomada al alfeizar de su ventana sólo para ver a Juana moverse ágilmente en el comedor más allá del don Juan de noche, de los picudos estambres de hibisco.

Por las noches, inquietantes sueños alteraban el ánimo de Álvaro. A veces soñaba que Juana era una terrorista que se acercaba a su habitación y cambiaba sus trajes de teniente por pulpos y medusas. Otras veces soñaba que ella llegaría para matar a su mujer y a su hijo y saldrían huyendo a la selva. Entonces él descubriría que a ella no era sangre humana sino animal la que le recorría las venas, y que al caminar descalza por el bosque se comunicaba con las raíces de todos los árboles. A veces soñaba que se despertaba sobresaltado al sentir que el vello de su pubis no era más el suyo propio, sino la melena de Juana deslizándose.

3.-
El veintiocho de junio de dos mil nueve Amanda se levantó sintiendo el olor de su desaparecido hermano Isabel por todas partes. Aquel día hubo el golpe de Estado en Honduras que fue como la tabla de salvación en la marea de tristezas en que se ahogaba Inés.
El gobernante derrocado era demasiado complaciente con los movimientos sociales por lo que la vieja oligarquía no dudó en comprar a su séquito, a sus ministros, y envenenar a sus animales de compañía para agarrarle en pleno sueño y expulsarle.
De repente la población cambió, incluso gran parte de la juventud urbana hondureña, que hasta la época parecía tan solo preocupada por seguir las modas gringas. Tras el atentado a la casa presidencial, cientos de miles de personas salieron durante más de cien días ininterrumpidos a protestar a las calles. En cada lugar, posta o camino había movilizaciones. En un país tan pasivo fue un hecho totalmente inesperado. Quizás muchos jóvenes se habían formado dispuestos a hablar aunque lo que tocara fuera cerrar la boca. Quizás muchos aspirantes a guerrilleros como Juana esparcieran por el país de manera semisecreta la subversiva idea de que se podían cambiar las cosas. Quizás se consiguiera transmitir por tradición verbal y en susurros el pasado honorable de Honduras, que ni siquiera estaba registrado en muchos libros de historia. Es posible que toda una generación les contara calladamente a sus hijos que los hondureños también habían acometido grandes hazañas. Como un indio de poco más de metro y medio, el indio Lempira, arrinconó con su ejército de piedras contra balas al ejército español en los tiempos de la conquista. Y que sólo consiguieron matarle con las artes más infames de la traición, porque su alma pura de héroe era incapaz de prever ciertas mezquindades. Quizás algunos maestros inspiraron a hurtadillas a los más pequeños, contándoles como en el siglo diecinueve creció en Tegucigalpa un hombre de gran espíritu humanista y mente excepcional para la estrategia. Uno de esos raros hombres que consiguen ver más allá de sus propios horizontes. Fue Francisco Morazán, el que salió de Honduras para reunir a la patria centroamericana y por un tiempo incluso consiguió borrar todas las fronteras. Es posible que los abuelos les dejaran escritas viejas historias en los manteles de la mesa o en las toallas de los lavabos, historias como aquella de los años cincuenta, en la que miles de jornaleros del plátano que no sabían siquiera escribir hicieron una huelga tan espantosa que, mientras aguantaban un hambre atroz, tomaron ciudades, las gobernaron por meses y arrinconaron a las compañías bananeras, que tuvieron que olvidarse de su imperio.
La memoria colectiva que estaba ausente en las calles parecía haberse revelado en las cocinas de las casas y toda una generación aprendió de los relatos contados en voz baja las razones por las que cientos de miles de hondureños apoyaron en secreto la guerra en los pueblos vecinos cuando en los años ochenta Ronald Reagan dio orden de exterminarlos.
Ese inconsciente complot, esa confabulación involuntaria hizo que el día menos pensado toda una generación comenzara a militar en política.

Juana se desperezó de su insomnio para arengar a las multitudes, para enfrentarse a la policía, e Inés, se echó a las calles. Mientras el gobierno y el ejército decretaba estado de excepción y tiroteaba a las multitudes amotinadas, Inés marchaba.
En el caso de Inés su altura en las manifestaciones fue ventajosa porque conseguía sacar la cabeza entre las multitudes y vislumbrar la estrategia del cerco policial. Alertaba a sus compañeros para que pudieran burlar la represión. Se pasaba el día marchando en las calles, insultando a la policía, corriendo. Y por las noches cantaba canciones acongojando a todos los revolucionarios de las marchas.
Aquel año no habría revolución, ni la habría los siguientes, pero Inés por fin encontró un sitio donde gritar en un país de silencio, le puso rostro a su llano y empezó a dormir con mayor facilidad. En aquellos meses de protestas y represión la cólera le arrancaba la tristeza, le permitía respirar más a fondo, la mantenía viva de verdad. Recordó que en la caja de los remedios de Jorge había escrito la ira era la energía mas liberadora de todas.

4.-
Amanda observaba a Inés con pánico. Inanes habían sido sus esfuerzos de disimular penas y estimular esperanzas. Inés no querría salir de Honduras y el único conjuro para su tristeza era esa rabia política de nuevo. Amanda debió de prever que los fingimientos no sirven a los ojos de una niña. Los ojos inocentes aún saben leer los ceños fruncidos, intuyen la insatisfacción que se cierne en cada insomnio, el significado de cada suspiro. Inés pudo entender toda la amargura que había en la vida de su abuela sólo observando su falta de espontaneidad, la del que se traza su propio camino rígido. Por si la libertad pudiera delatar sus auténticas emociones, una vez liberadas le desbordaran a uno y fuera imposible acallarlas.
Un día le dijo en un susurro – “No quiero que mates” -. Inés se rió. “Que idea más alocada, abuela.”
Pero Amanda sabía lo fácil que era recordar el arte de la guerra en Centroamérica, porque nunca se ha podido olvidar del todo. Cada mañana cuando abría el restaurante su corazón se cerraba como la concha de algún molusco cuando sentía el olor del Tío Isabel inundando la cocina. El olor del Tío Isabel en aquellos tiempos de protestas y resistencia se regaba por cualquier parte. Aquel olor era tan intenso que hacía sentir que aquel era el momento. Por encima de todos.
Por la noche Juana ensayaba las viejas recetas. Las de los explosivos caseros, que usan cualquier ingrediente para fabricar un arma, las cosas más habituales que se podían encontrar en un almacén vulgar, en la farmacia o en una ferretería. Disimulaba los olores a metal y ácido que impregnaban la cocina del restaurante dejando la aromática caja de los remedios del enfermero Jorge abierta.
Juana instigaba a ciertos jóvenes, que se encontraba en las marchas y en las reuniones políticas. Les enseñaba a que pudieran matar. Les azuzaba para que los escrúpulos no vencieran su determinación. Les mostraba las excusas mentales que corroen el remordimiento hasta que apenas subsiste. Les enseñaba a hacer granadas de mano con argollas detonadoras sacadas de las latas de Pepsicola. Mostraba con precisión matemática cada combinación de elementos que podía hacer volar el cuerpo humano en infinitos pedazos.
Por eso un día de agosto varios carros sin placas se agolparon frente a la fachada del restaurante. Eran negros y estaban recién lavados. Parecía que dentro iban a asistir a un sepelio. Las ramas del donjuán de noche habían crecido tanto que ya cubrían el letrero de “comidas”. Siete encapuchados salieron al unísono de los carros. Quizás previamente se hubieran puesto de acuerdo en la hora y en la velocidad de la carrera hacia la puerta. Se encontraron a las tres mujeres en la parte trasera, solas, desayunando. Amanda se sobresaltó, derramando el frijol refrito que estaba sirviendo sobre el piso. Puso a Inés detrás de ella, como si su escueto cuerpo pudiera ocultar la altura desproporcionada de su nieta.
La luz de la mañana entraba oblicua por la puerta del patio y se oía a los perros aullar agudamente al otro lado. Juana agarró unos filetes de carne del día anterior, abrió la puerta trasera inquietando a los policías y los arrojó a los perros hambrientos, que se arremolinaron en una pelea sin tregua por cada pedazo. Juana se limpió las manos con el delantal, manchando de sangre el blanco orlado de puntillas y encaje. Se lo desató dejándolo sobre la mesa y se dirigió a los policías.
- Dejen a mi mamá y mi sobrina tranquilas. Es a mí a quién han venido a buscar.
Al caminar hacia los policías se desmayó y tuvieron que sujetarla en volandas mientras cubrían su cabeza. La llevaron a rastras por el restaurante, estrapallando frijoles contra el frío azulejo, hasta meterla en la parte de atrás de uno de los vehículos.
Amanda clausuró el restaurante y se fue con Inés a casita del guarda. Sintió el olor de su hermano Isabel en todas las estancias. Era más fuerte de lo que había sido hasta entonces.
Amanda instó a Inés a recoger todas sus cosas. En aquel momento saldrían rumbo a los Estados Unidos
- “Aunque tengamos que atravesar cien alambradas.”
Sus ojos negros estaban cercados por tantos surcos y arrugas que parecían querer dibujar algún árbol genealógico antiquísimo, complicado. Comenzaba a recoger y empaquetar las cosas de la casa, como si realmente pudieran irse a alguna otra parte.
Inés sabía que huir no servía de nada. Sus músculos le impedirían dejar de enfrentarse a algo, a alguien o a todo; si es que quería conjurar aquella depresión que la tenía acorralada. Nunca iba a dejar la tumba de Juana sin flores. Mientras fingía que recogía sus cosas en el cuarto, se quedó impávida al escuchar más allá de la puerta de la cocina como su abuela se hincaba de rodillas sobre el suelo. Rezaba angustiada al olor de su hermano Isabel pidiéndole que no buscara venganza.

6.-
Álvaro se conmovió de nuevo ante la belleza de Juana. Incluso entonces con el cabello sudoroso, aplastado contra la cara y las manos atadas a la espalda. La había visto temblar en su presencia desde la adolescencia, como un ser irracional. En aquel momento estaba a su merced, aquella mujer que siempre había deseado conquistarlo, vencerlo o convencerlo de algo, a él, militar de carrera. Aquella mujer a la que secretamente temía y anhelaba. Le dio una patada en el estómago. Venganza por la confusión en la que estaba sumido.
Juana yacía inerte sobre el suelo de la celda cuando los secuaces de Álvaro fueron a la zaga y comenzaron a golpear a la mujer inconsciente.
- “Muerta no nos sirve.”- Dijo el comandante mientras le volcaba un cubo de agua a la cara.
Cuando se despertó el comandante le arrancó la blusa y le quemó con el cigarro el pecho. Al comenzar a arderle el pezón, sus pulmones parecieron paralizarse y volvió a sucumbir. Tuvieron que esperar varios minutos a que se espabilara. Aquella tarde Juana pasó más tiempo derramada en el suelo que cuerda. Como si su conciencia tuviera un interruptor cuando se enfrentaba al dolor y prefiriera pasar la tortura dormida.
Jorge le había advertido contra sus desmayos ya en el florido patio de occidente mientras examinaba al caballo de Isabel, el que se murió a los pocos días de su partida. Al huir su amo aquel equino salvaje había enfermado de melancolía como si fuera un humano, lo que solo vino a confirmar la extendida sospecha de que el corazón más hostil es muchas veces el que más sufre. Aquel día, mientras arrastraban el cadáver del caballo a la quebrada, el enfermero le dijo a Juana que continuos desmayos podrían tener consecuencias fatales para el organismo.
Cuando el sol ya empezaba a caer más allá de las rejas, Juana empezó a delirar y no conseguía coordinar los pasos. Un fallo isquémico estaba marcándole un ritmo maligno a sus arterias. El comandante quiso dejarla dormir toda la noche, temeroso de que entrara en coma. Al día siguiente se dieron cuenta de que se había quedado sin habla.
- “Es una suerte para sus compañeros.”- Comentó el comandante. No estaba dispuesto a permitir la desobediencia, aunque fuera involuntaria, por lo que Álvaro recibió la escueta orden de desaparecerla.
Juana miró con ojos vidriosos a Álvaro. El teniente la tomó del brazo, y la mujer, ya mareada, no opuso resistencia. La arrastró por un pasillo húmedo. Llegaron a un garaje oscuro donde había un doble cabina aparcado. Al tumbarla sobre la paila le tomó la cabeza. Sus manos estaban tan frías. Sintió su tacto húmedo en sus mejillas cuando le colocó la cabeza sobre unas ropas usadas que estaban apiladas en una esquina, cuando recogió con su mano un mechón de su pelo y lo colocó tras la oreja. La cubrió completamente con la lona. Apenas entraba aire y luz por algún orificio que le habían hecho al plástico. A través de él pudo ver a cientos de personas reclamando por los detenidos a las afueras del edificio. Quiso llamar su atención pero no consiguió articular una sola palabra. Pronto comenzó el violento traqueteo. Llegaban a los barrios de las afueras, a los que no llega el asfalto. Las ropas bajo su cabeza la protegían de golpearse contra el acero del carro. El sueño invadía su cuerpo pero esta vez no consiguió dormirse ni desmayarse. No hasta llegar al campo y ver como Álvaro la sacaba del carro y la depositaba lentamente sobre el suelo. No hasta verlo sujetar el arma contra ella. Todo estaba muy borroso pero Juana pudo distinguir detrás de él un árbol de flores rojas. Entre la infinidad de especies de árboles que tienen flores coloradas en Honduras, no consiguió adivinar de qué clase era ése. Quizás Jorge o Amanda lo hubieran adivinado, e incluso hubieran sabido que sus ácidas semillas se utilizaron en alquimias ancestrales para vencer los destinos más aciagos. Pero la mujer difícilmente podía permanecer despierta. El zacate estaba crecido y el zumbido de cientos de insectos la cercaba. La pistola que le apuntaba parecía temblar. De hecho, Álvaro tuvo que cerrar los ojos para conseguir dispararla.

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