1.
Cuando Juana conoció a Álvaro tuvo el presentimiento de que aquel hombre en algún momento del futuro irrumpiría en su casa y en su vida para leer su sentencia de muerte. Era tan solo una niña de doce años.
El hecho sucedió en una región entre dos océanos, un tanto alejada de todos los mundos a la que habían puesto el nombre de Centroamérica. El país en concreto era Honduras. Eso poco debería importar, porque dicen que las fronteras coloniales no son más que inventos extranjeros y en el istmo centroamericano el pueblo es todo el mismo.
En verdad los centroamericanos conocen las mismas cosas. Intuyen que el pájaro quetzal es el dios del aire y Jesucristo es la inspiración de los pueblos contra los imperios. Tienen parecidas enfermedades que se solucionan con similares remedios. Un empacho por brujería precisa un sobador en muchos lugares y una dolencia por aire se soluciona habitualmente con ventosas en la espalda. Todos los centroamericanos comen maíz de las incontables formas, en tamales, ticucos, montucas, tortillas, pupusas, elotes, atoles, posoles, chichas o sopas. Y comen frijoles rojos guisados solo de una forma y en todas las comidas, desayuno, almuerzo y cena, como un estribillo obligado sin el que sus estómagos no pudieran seguir el ritmo.
Sin embargo, en este caso sí importa que aquel país fuera Honduras, y no Nicaragua, Guatemala o el Salvador, sus tres países limítrofes, porque cuando Juana aún contaba con doce años eran los años ochenta y, mientras los otros países libraban sendas guerras civiles, en Honduras había paz. Aunque tenía ese aire enrarecido que tiene la paz cuando nadie se la cree. Cuando ante tanta injusticia la paz es indigna porque solo significa que no hay enemigo al que culpar por los muertos. Pero siguen matando de hambre a los campesinos, matando a palos a las mujeres en sus casas y ajusticiando a los disidentes del gobierno. La paz en esos casos es solo una guerra más silenciosa, que nunca se declara y para la que nunca se firman armisticios.
Mientras Juana conocía a Álvaro y tenía el primer y único presentimiento en su vida, el que anunciaba su muerte, se armaban en Honduras las bases estadounidenses para atacar al pueblo insurgente en los otros países. Paralelamente, los insurgentes heridos de los países vecinos cruzaban por puntos ciegos las fronteras de Honduras y se refugiaban en campamentos de las Naciones Unidas o en las casas de los amigos o familiares. Cruzaban descalzos montañas de pinos y liquidámbar o las selvas de ceibas y palmas que son territorio de tarántulas y serpientes de veneno tan fatal como la barba amarilla. Cruzaban nadando ríos que son universos de mosquitos envenenados de malaria, piscinas naturales para los caimanes y los cocodrilos.
La casa de Juana en el occidente de Honduras estaba cerca de las fronteras de Guatemala y El Salvador, a las afueras de una pequeña ciudad colonial fundada por los españoles. Su abuelo Elio había llegado desde Tegucigalpa hacía años para ejercer la abogacía. Allí se había casado y comenzado su linaje. Su casa era de dos pisos de barro con un balcón de madera. Estaba adornada con enredaderas de buganvillas y cercada de plantas de izote, cuyas blancas flores de ramo de novia la hija de Elio, Amanda, cocinaba deliciosamente.
En los años ochenta, además, la casa de barro era también un refugio de guerrilleros extranjeros desangrándose. Llegaban auspiciados por el abuelo Elio, que nunca entendió el derecho como una ciencia humana sino natural, esto es, una cuestión de justicia. Le ayudaba el tío Isabel, al que quién sabe si la necesidad de contrarrestar que le bautizaran con nombre de mujer le hizo un hombre extraordinariamente vehemente y temerario.
Isabel era demasiado alto para ser indio. Sin duda el más alto de su familia. Siempre calzaba un sombrero de vaquero y montaba un caballo más bravo que él, al que nunca supo ponerle nombre y que dejaba atado en una vara de izote a las afueras de la casa. El rocín se revolvía toda la noche agitando una crin negra y espesa.
Desde bien niña Juana escuchaba por las noches cómo su tío Isabel se reunía con exiliados en la sala, alrededor del anafre encendido, y discutían estrategias y tácticas, ataques y retiradas, sabotajes y atentados. No se decidía si quería permanecer siendo niña, acunando muñecas de trapo, o crecer para ser guerrera y cambiar el mundo en salas de reuniones llenas de humo, consolar a hombres heridos que sollozaban tendidos sobre el suelo en las noches y vivir aventuras en las montañas con compañeros valientes y puros. No lo supo hasta aquel domingo de verano en que paseaba con su familia por las aguas termales, como tantas otras familias de la región en su día festivo, y le llegó la adolescencia de repente, como un sofoco.
Las aguas termales eran ríos calientes de aliento sulfúrico junto a la ciudad. Surgían entre los pinares, de dentro de la tierra centroamericana, cuyo magma nunca descansa. Sus baños tenían extraordinarias propiedades curativas entre los hipertensos pero provocaban desmayos malignos entre los de sangre más débil. Juana tenía la tensión demasiado baja, por lo que se mantuvo alejada, entre los árboles de la ladera. Mientras, sus padres y su hermana Xiomara, que creció con sangre más enérgica, se deslizaban en las pozas humeantes.
Sentada en la loma, a la sombra de una ceiba, vio llegar a Álvaro entre un grupo de muchachos de más o menos quince años. Era nuevo en el lugar. Un muchacho esbelto con alguna que otra peca sobre la tez morena que resultaba exótica.
Esa tarde la muchacha jugueteaba inconscientemente con un escorpión amarillo, tocaba su cola con los dedos y los retiraba sobresaltada cuando la sabandija parecía que iba a morderla. Su piel era muy oscura y su cabello negro brillaba en dos trenzas azabache. Tenía algo de febril en los ojos y sus pupilas siempre estaban inquietas.
Álvaro se quitó la camiseta. Se sumergió en las aguas humeantes. El vello de su cuerpo aún infantil se llenó de gotitas de agua. También sus pestañas. Miró a Juana sentada en la yerba y esbozó una sonrisa.
La sonrisa de Álvaro le reveló a Juana instantáneamente dos cosas: que muchos años después ese hombre vendría a su casa con orden de asesinarla y que en aquel instante estaba enamorada de él.
2.
Álvaro acababa de llegar de El Salvador y se había instalado en la ciudad con sus padres, comerciantes que venían huyendo de la crisis económica y la inestabilidad creada por la guerra civil en el país vecino. Montaron la primera ferretería del pueblo. El muchacho ayudaba diariamente en las tareas de construcción de la tienda, en el parque central del pueblo, frente a la iglesia de torres españolas.
Juana pasaba por el parque todas las tardes para comprar cuajadas, huevos y una lista de comestibles de la granja de Doña Elena. (Además de otros encargos que le hacia el tío Isabel con la orden de nunca anotarlos en papel alguno).
Cada tarde Juana se paraba durante una hora contenida junto al árbol amate del parque, el que ha de plantarse a la par de cada iglesia para que a su sombra se guarden los malos espíritus. Observaba a Álvaro. Sus labios prominentes e inquisitivos escondían la dulce sonrisa del primer día. Sus ojos se guiñaban al sol con cierta malicia. Cada tarde, todos en el pueblo y el mismo Álvaro, observaban con bochorno a la niña Juana mirar al recién llegado con ojos embelesados.
Juana era descendiente de una ralea de víctimas y verdugos. Su sangre ladina contenía la mezquina historia de conquistas y estupros del océano Atlántico. En su adolescencia vivía en una casa peligrosa, en la que hombres heridos llegaban de la batalla para planear el contraataque. A su abuelo Elio le arrinconaban en el pueblo y no le dejaban ejercer la abogacía en la municipalidad acusado de comunista. El tío Isabel se hacía acompañar de dos camaradas que le vigilaban las espaldas y años después se tuvo que cambiar el nombre y la cara para desaparecer antes de que la CIA llegara a buscarlo. Fue probablemente esa cercanía con la muerte lo que provocó que en el corazón de la niña Juana no hubiera contradicción alguna entre los suspiros nocturnos que daba por Álvaro y la certeza de que él querría matarla.
Tampoco tener una premonición le resultó extraño a la niña, ni fue síntoma de estar desarrollando ninguna enfermedad mental. Honduras es un país donde nada se planifica porque es la coincidencia y no la causalidad la que muestra los caminos marcados. Las premoniciones, augurios y pálpitos pertenecen al quehacer cotidiano. Y para la mayoría la explicación mágica del destino es la única que tiene lógica. De hecho, cuando veintitantos años después a Juana le quitaron la venda con la que siete policías le taparon los ojos para arrastrarla a la sala de tortura de la comisaría del core 7 en Tegucigalpa y vio a Álvaro, de pie frente a ella y con una pistola apuntándola, no pudo temerle a la muerte, sino terminar por darle más sentido a su vida.
3.
Aquella ciudad occidental era un caserío venido a más en los remotos tiempos de colonia por el capricho de una noble española que decidió pasar allí los sofocados veranos tropicales. Era el punto más alto y frío de Honduras. Tenía un permanente aroma a azufre proveniente de las aguas termales. Sobre todo en las calles que zigzagueaban su empedrado tras la iglesia, donde las casas señoriales de balcones y arcadas de madera se mezclaban con las de barro, bambú y bahareque.
Como toda ciudad de provincia aquella también era ufana de sus costumbres y censuradora de las conductas exóticas. Por eso, el hecho de que Juana a tan tierna edad mostrara su fascinación por Álvaro de manera tan patente en el parque central, le generó en la ciudad fama de excéntrica. Y esta fama no entró en absoluto en contradicción con muchos de los rasgos de su carácter que empezaron a dibujarse en su pubertad.
Tenía una tendencia al desmayo (por la baja presión que ni años más tarde se corregiría) que la alejaba de las multitudes. Por miedo a quedar en evidencia o a no recibir auxilio siempre buscaba la compañía familiar. Apenas tenía amigas de juego. Sin embargo, combinaba ese carácter retraído con una pasión desatada por la política, probablemente heredada de su tío Isabel y la centena de noches escuchando tras la puerta los conciliábulos de los guerrilleros huidos. Se dejaba arrastrar como por una marea incontenible por las causas justas y grandilocuentes, lo que le hizo involucrarse a la zaga de su tío en el apoyo al frente guerrillero de El Salvador y a las luchas indígenas guatemaltecas. La prematura muerte de su padre le impidió su sueño loco de ingresar en el frente armado salvadoreño a los catorce. Amanda la requirió como hija menor para hacerle compañía en el duelo. Esto, sin embargo, no fue en menoscabo de que Juana pasara su adolescencia maquinando guerras propias y ajenas como escudera de su tío Isabel.
Con la manera apasionada con que se entregó a las actividades clandestinas de izquierdas, es fácil imaginar cómo le dedicó su amor a Álvaro. Lo contempló con asiduidad junto a las ramas tortuosas del amate del parque. Y cuando la ferretería fue abierta, con un letrero de madera sobre el dintel de la puerta que regía Abarrotería Buenso, acudió a menudo a comprar herramientas, muchas de ellas relacionadas con las peculiares actividades que desarrollaba junto a su tío. Era curiosa una muchacha aún púber que entraba en la tienda para comprar “unos… siete machetes”, o “varias mechas ignífugas”. El hecho de que fuera una niña todavía, menuda, con su cabello trenzado, y la fama que ya se empezaba a extender en la ciudad de que no estaba muy equilibrada, hacía que el abastecimiento de los guerrilleros ocultos en su casa no levantara sospechas.
Muchos en el lugar sabían que en la casa a veces albergaban personas forasteras y que el abuelo Elio y el tío Isabel eran progresistas. Pero ninguno de los conservadores e informantes de la ciudad llegaron a enterarse durante años de la dimensión de las actividades que se desarrollaban desde esa casa y algunas de las aledañas. Para ello Amanda se cuidó de plantar buganvillas rosas, rojas y amarillas por toda la verja y en la llegada del camino, e hizo crecer con insistente riego los palos de izote, los árboles de mango y los aguacateros; para que en vez de casa se viera mero follaje desde los alrededores.
Cuando Álvaro veía entrar en la tienda a Juana, con pasadores brillantes recogiendo sus coletas y una gran sonrisa de amante ilusionada, se sobresaltaba. Y fueron mayores sus sobresaltos cuando, a partir de los catorce años, por cada compra Juana le dejaba un sobre con una carta de amor encendida, expresándose con soflama literaria, como había leído en las novelas en las que los hombres enamorados cortejaban a las damas (porque a la inversa no tenían casos registrados en la mermada biblioteca de la escuela local).
La primera carta que le escribió provocó hilaridad en el muchacho; la segunda, le dejó atónito. Con la llegada de la tercera un extraño impulso le hizo colgarlas todas en la pared de la escuela, para mofa de los estudiantes.
La primera carta decía así:
Álvaro, Don Álvaro, Álvaro con todos los dones,
eres el muchacho más hermoso de la ciudad,
un lucero de esta región apagada,
una excusa de mi alma ahogada para sobrevivir respirando por branquias.
La segunda carta decía tan solo esto:
No puedo irme a la guerra y dejarte aquí, en el aburrimiento de tu vida de ferretero.
La tercera carta se extendía:
Lindo Álvaro. No sé por qué un día desearás verme muerta. Dice mi abuelo, que es experto en justicia, que por esa extraña certeza mía no deberías gustarme. Pero me gusta cuando te enfadas, así que ese día te abriré la puerta y aprovecharé para darte un beso. Te he visto discutiendo con tu mamá en la tienda y se te encienden chispas en la mirada. Podrías ser guerrillero si quisieras. Tienes rabia suficiente. Resistirías varias noches sin comer en el monte. Me dice mi abuelo que vosotros sois del otro bando, de la derecha salvadoreña. Yo podría explicarte porqué hay que apoyar al pueblo si algún domingo quisieras invitarme a pasear.
La mañana en que vio sus escritos expuestos en la escuela, Juana sintió un vahído, se convulsionó aparatosamente y se desmayó en el patio.
Algunos de sus compañeros corrieron asustados ante las convulsiones y fue su profesora la que la arrastró hasta la casa del enfermero Jorge. Cuando se despertó le comunicó a su familia su negativa a volver a clase.
Lejos de hacerla ayudar íntegramente a Amanda en la cocina, como se haría con cualquier otra muchacha que dejase la escuela a su edad, el tío Isabel y su abuelo se hicieron cargo de la parte de su educación que no fue culinaria. Y se apoyaron principalmente de la bibliografía marxista que atesoraban en una bodega escondida de la casa.
Juana, a pesar de no ir a la escuela, no dejó de ir a la ferretería y escribirle cartas de amor a Álvaro hasta que, años después, con los restos de la familia Esquivel que sobrevivieron a la guerra fría, abandonó para siempre el occidente de Honduras con
destino a Tegucigalpa.
4.
Álvaro tardó en llegar a sentir como propio aquel pueblo entre las montañas de Honduras. Añoraba los baños en el Pacífico salvadoreño. Las playas negras bajo el sol radiante. Cuando se bañaba en el mar oscuro salvadoreño tocaba con los pies los moluscos curiles escondidos entre el lodo de los manglares. Podía intuir el pálpito muscular dentro de sus conchas. Añoraba pasar el atardecer en la playa ayudando a su abuelo a remendar sus redes marineras, a la sombra de los cocoteros que se inclinaban sobre la orilla.
En el occidente hondureño la humedad y el olor a hierro se apoderaron de su nariz. También una cierta pesadez en el espíritu tras la minuciosa tarea cotidiana de ordenar cada tornillo entre los cientos de cajitas distintas para cientos de tornillos de cien tamaños diferentes. Y la lluvia monótona cayendo tras las ventanas de la ferretería. Y Juana. Esa loca niña que lo perseguía, le abochornaba frente a todo ese pueblo de extraños.
Trató de frenar a su pretendienta colocando sus escritos en la escuela para escarnio público. Y la niña dejó de ir a la escuela. Pero aquella testaruda muchacha siguió colando sobres perfumados por la rendija de la puerta de la tienda. Decidió vengarse de una manera más elaborada de la vergüenza que le hacía pasar. Un día, en el que ella llegó con su cabello repeinado a la tienda a comprar varios kilos de pólvora para petardos y un martillo (“ya no sabía qué disparatada cosa comprar para tener la excusa de acercársele”) le metió en el bolso una nota.
- Nos vemos a las siete en las aguas termales. Vete sola y sumérgete.
Tuyo, Álvaro.-
Juana estaba sumergida en el agua, en la poza más profunda, con el vestido más traslucido que consiguió encontrar en su armario, cuando Álvaro llegó con su pandilla de amigos a la parte alta del río. Taparon con una gran piedra, sin que Juana se enterara, el brazo del río por el que caía el agua más fría. El resto de los brazos eran de agua ardiente. Esperaron tras la piedra aguantando la risa y al rato oyeron los gritos de la muchacha escaldándose. Pensaron que saltaría del agua enrojecida y malhumorada, pinchándose los pies descalzos con las púas de pino entre la yerba. Salieron de la piedra corriendo y gritando como jaguares para asustarla.
No vieron ni oyeron a la muchacha. Se rieron nerviosos antes de verla flotando boca abajo en la poza. Entraron corriendo a rescatarla aguantando el agua caliente que les quemaba las plantas de los pies y los muslos. Entraron todos salvo Álvaro. Que quedó petrificado en la orilla mirando el cabello largo y lacio de Juana moverse como un pulpo negro sobre las aguas.
Educado desde pequeño por su padre, un hombre de mente rígida, Álvaro desaprendió cosas que hubiera necesitado para forjar su carácter. Su padre le golpeaba cada vez que lloraba. Le repetía que no era conducta de hombres. Por eso dejó de reconocer como emoción la pena. Virgilio Buenso era un maltratador no sólo de hijos, también de las diferentes mujeres que frecuentó. Le enseñó a Álvaro que los hombres no se dejan controlar por las mujeres, que no hay que consentir sus peticiones de afecto. Sirvió como ejemplo la manera despótica con que siempre trató a la Señora Buenso. Álvaro, igual que desaprendió como llorar, desaprendió como amar, y en la adolescencia también empezó a tratar a su madre con desprecio. Aprendió a negar sus emociones tanto como en cierta medida deseaba negar las de los demás. Por eso y por congraciarse con su padre, no dudaba en usar la violencia, lo que explicaría parte del tremendo éxito que más tarde tuvo en el Ejército.
Aquel día en las aguas termales, petrificado frente al cuerpo curvo y oscuro de Juana, hundido en las aguas, Álvaro sintió por primera vez otra emoción a la que dudó en ponerle nombre. Le perseguiría después como un fantasma y en ocasiones le llevaría a beber más de la cuenta. Era cobardía.
Esa tarde se fue corriendo de las aguas termales mientras los muchachos rescataban a una Juana desmayada de ahogarse en las aguas. La llevaron de nuevo a la casa del enfermero Jorge, que le recetó como siempre aguardiente guaro con sabor a fruta de la pasión.
Al día siguiente ella llegó a la ferretería recuperada, más entusiasmada que nunca. Le dijo a Álvaro que sentía no haber permanecido en las aguas hasta que él llegara, que se accidentó pero ya estaba sana. Por entonces se había convertido en una bella adolescente de oscura mirada penetrante. Álvaro no pudo evitar sumergirse en aquellos ojos que eran profundos y misteriosos como una ciénaga. Le conducían a algún lugar inexplorado, un lugar donde no había seguridad de nada. Sintió miedo incluso cuando la muchacha le regaló la flor azul del pacífico que llevaba engarzada en la oreja. Sintió más vergüenza que nunca. Se dio la vuelta rojo de cólera, no volvió a dirigirle la palabra a Juana y siempre temió volver a mirarla.
Juana nunca supo que esa tarde estuvo en el río ni que huyó en vez de socorrerla. Tampoco se enteró que fue él quien la acusó de brujería y la razón por la que algunos en el pueblo empezaron a señalarla como culpable de la epidemia de dengue que mató a varios bebes de fiebre hemorrágica en el siguiente mayo. De hecho, cuando el muchacho ingresó en el ejército hondureño, comenzó a entrenarse con comandantes norteamericanos y Juana apenas si lo veía, no dejaba de dejarle notas con sus padres para convencerle de que abandonara el ejército fascista y vende-patria, porque era el pueblo centroamericano y no el gringo el que necesitaba su sangre y su coraje.
Cuando Juana conoció a Álvaro tuvo el presentimiento de que aquel hombre en algún momento del futuro irrumpiría en su casa y en su vida para leer su sentencia de muerte. Era tan solo una niña de doce años.
El hecho sucedió en una región entre dos océanos, un tanto alejada de todos los mundos a la que habían puesto el nombre de Centroamérica. El país en concreto era Honduras. Eso poco debería importar, porque dicen que las fronteras coloniales no son más que inventos extranjeros y en el istmo centroamericano el pueblo es todo el mismo.
En verdad los centroamericanos conocen las mismas cosas. Intuyen que el pájaro quetzal es el dios del aire y Jesucristo es la inspiración de los pueblos contra los imperios. Tienen parecidas enfermedades que se solucionan con similares remedios. Un empacho por brujería precisa un sobador en muchos lugares y una dolencia por aire se soluciona habitualmente con ventosas en la espalda. Todos los centroamericanos comen maíz de las incontables formas, en tamales, ticucos, montucas, tortillas, pupusas, elotes, atoles, posoles, chichas o sopas. Y comen frijoles rojos guisados solo de una forma y en todas las comidas, desayuno, almuerzo y cena, como un estribillo obligado sin el que sus estómagos no pudieran seguir el ritmo.
Sin embargo, en este caso sí importa que aquel país fuera Honduras, y no Nicaragua, Guatemala o el Salvador, sus tres países limítrofes, porque cuando Juana aún contaba con doce años eran los años ochenta y, mientras los otros países libraban sendas guerras civiles, en Honduras había paz. Aunque tenía ese aire enrarecido que tiene la paz cuando nadie se la cree. Cuando ante tanta injusticia la paz es indigna porque solo significa que no hay enemigo al que culpar por los muertos. Pero siguen matando de hambre a los campesinos, matando a palos a las mujeres en sus casas y ajusticiando a los disidentes del gobierno. La paz en esos casos es solo una guerra más silenciosa, que nunca se declara y para la que nunca se firman armisticios.
Mientras Juana conocía a Álvaro y tenía el primer y único presentimiento en su vida, el que anunciaba su muerte, se armaban en Honduras las bases estadounidenses para atacar al pueblo insurgente en los otros países. Paralelamente, los insurgentes heridos de los países vecinos cruzaban por puntos ciegos las fronteras de Honduras y se refugiaban en campamentos de las Naciones Unidas o en las casas de los amigos o familiares. Cruzaban descalzos montañas de pinos y liquidámbar o las selvas de ceibas y palmas que son territorio de tarántulas y serpientes de veneno tan fatal como la barba amarilla. Cruzaban nadando ríos que son universos de mosquitos envenenados de malaria, piscinas naturales para los caimanes y los cocodrilos.
La casa de Juana en el occidente de Honduras estaba cerca de las fronteras de Guatemala y El Salvador, a las afueras de una pequeña ciudad colonial fundada por los españoles. Su abuelo Elio había llegado desde Tegucigalpa hacía años para ejercer la abogacía. Allí se había casado y comenzado su linaje. Su casa era de dos pisos de barro con un balcón de madera. Estaba adornada con enredaderas de buganvillas y cercada de plantas de izote, cuyas blancas flores de ramo de novia la hija de Elio, Amanda, cocinaba deliciosamente.
En los años ochenta, además, la casa de barro era también un refugio de guerrilleros extranjeros desangrándose. Llegaban auspiciados por el abuelo Elio, que nunca entendió el derecho como una ciencia humana sino natural, esto es, una cuestión de justicia. Le ayudaba el tío Isabel, al que quién sabe si la necesidad de contrarrestar que le bautizaran con nombre de mujer le hizo un hombre extraordinariamente vehemente y temerario.
Isabel era demasiado alto para ser indio. Sin duda el más alto de su familia. Siempre calzaba un sombrero de vaquero y montaba un caballo más bravo que él, al que nunca supo ponerle nombre y que dejaba atado en una vara de izote a las afueras de la casa. El rocín se revolvía toda la noche agitando una crin negra y espesa.
Desde bien niña Juana escuchaba por las noches cómo su tío Isabel se reunía con exiliados en la sala, alrededor del anafre encendido, y discutían estrategias y tácticas, ataques y retiradas, sabotajes y atentados. No se decidía si quería permanecer siendo niña, acunando muñecas de trapo, o crecer para ser guerrera y cambiar el mundo en salas de reuniones llenas de humo, consolar a hombres heridos que sollozaban tendidos sobre el suelo en las noches y vivir aventuras en las montañas con compañeros valientes y puros. No lo supo hasta aquel domingo de verano en que paseaba con su familia por las aguas termales, como tantas otras familias de la región en su día festivo, y le llegó la adolescencia de repente, como un sofoco.
Las aguas termales eran ríos calientes de aliento sulfúrico junto a la ciudad. Surgían entre los pinares, de dentro de la tierra centroamericana, cuyo magma nunca descansa. Sus baños tenían extraordinarias propiedades curativas entre los hipertensos pero provocaban desmayos malignos entre los de sangre más débil. Juana tenía la tensión demasiado baja, por lo que se mantuvo alejada, entre los árboles de la ladera. Mientras, sus padres y su hermana Xiomara, que creció con sangre más enérgica, se deslizaban en las pozas humeantes.
Sentada en la loma, a la sombra de una ceiba, vio llegar a Álvaro entre un grupo de muchachos de más o menos quince años. Era nuevo en el lugar. Un muchacho esbelto con alguna que otra peca sobre la tez morena que resultaba exótica.
Esa tarde la muchacha jugueteaba inconscientemente con un escorpión amarillo, tocaba su cola con los dedos y los retiraba sobresaltada cuando la sabandija parecía que iba a morderla. Su piel era muy oscura y su cabello negro brillaba en dos trenzas azabache. Tenía algo de febril en los ojos y sus pupilas siempre estaban inquietas.
Álvaro se quitó la camiseta. Se sumergió en las aguas humeantes. El vello de su cuerpo aún infantil se llenó de gotitas de agua. También sus pestañas. Miró a Juana sentada en la yerba y esbozó una sonrisa.
La sonrisa de Álvaro le reveló a Juana instantáneamente dos cosas: que muchos años después ese hombre vendría a su casa con orden de asesinarla y que en aquel instante estaba enamorada de él.
2.
Álvaro acababa de llegar de El Salvador y se había instalado en la ciudad con sus padres, comerciantes que venían huyendo de la crisis económica y la inestabilidad creada por la guerra civil en el país vecino. Montaron la primera ferretería del pueblo. El muchacho ayudaba diariamente en las tareas de construcción de la tienda, en el parque central del pueblo, frente a la iglesia de torres españolas.
Juana pasaba por el parque todas las tardes para comprar cuajadas, huevos y una lista de comestibles de la granja de Doña Elena. (Además de otros encargos que le hacia el tío Isabel con la orden de nunca anotarlos en papel alguno).
Cada tarde Juana se paraba durante una hora contenida junto al árbol amate del parque, el que ha de plantarse a la par de cada iglesia para que a su sombra se guarden los malos espíritus. Observaba a Álvaro. Sus labios prominentes e inquisitivos escondían la dulce sonrisa del primer día. Sus ojos se guiñaban al sol con cierta malicia. Cada tarde, todos en el pueblo y el mismo Álvaro, observaban con bochorno a la niña Juana mirar al recién llegado con ojos embelesados.
Juana era descendiente de una ralea de víctimas y verdugos. Su sangre ladina contenía la mezquina historia de conquistas y estupros del océano Atlántico. En su adolescencia vivía en una casa peligrosa, en la que hombres heridos llegaban de la batalla para planear el contraataque. A su abuelo Elio le arrinconaban en el pueblo y no le dejaban ejercer la abogacía en la municipalidad acusado de comunista. El tío Isabel se hacía acompañar de dos camaradas que le vigilaban las espaldas y años después se tuvo que cambiar el nombre y la cara para desaparecer antes de que la CIA llegara a buscarlo. Fue probablemente esa cercanía con la muerte lo que provocó que en el corazón de la niña Juana no hubiera contradicción alguna entre los suspiros nocturnos que daba por Álvaro y la certeza de que él querría matarla.
Tampoco tener una premonición le resultó extraño a la niña, ni fue síntoma de estar desarrollando ninguna enfermedad mental. Honduras es un país donde nada se planifica porque es la coincidencia y no la causalidad la que muestra los caminos marcados. Las premoniciones, augurios y pálpitos pertenecen al quehacer cotidiano. Y para la mayoría la explicación mágica del destino es la única que tiene lógica. De hecho, cuando veintitantos años después a Juana le quitaron la venda con la que siete policías le taparon los ojos para arrastrarla a la sala de tortura de la comisaría del core 7 en Tegucigalpa y vio a Álvaro, de pie frente a ella y con una pistola apuntándola, no pudo temerle a la muerte, sino terminar por darle más sentido a su vida.
3.
Aquella ciudad occidental era un caserío venido a más en los remotos tiempos de colonia por el capricho de una noble española que decidió pasar allí los sofocados veranos tropicales. Era el punto más alto y frío de Honduras. Tenía un permanente aroma a azufre proveniente de las aguas termales. Sobre todo en las calles que zigzagueaban su empedrado tras la iglesia, donde las casas señoriales de balcones y arcadas de madera se mezclaban con las de barro, bambú y bahareque.
Como toda ciudad de provincia aquella también era ufana de sus costumbres y censuradora de las conductas exóticas. Por eso, el hecho de que Juana a tan tierna edad mostrara su fascinación por Álvaro de manera tan patente en el parque central, le generó en la ciudad fama de excéntrica. Y esta fama no entró en absoluto en contradicción con muchos de los rasgos de su carácter que empezaron a dibujarse en su pubertad.
Tenía una tendencia al desmayo (por la baja presión que ni años más tarde se corregiría) que la alejaba de las multitudes. Por miedo a quedar en evidencia o a no recibir auxilio siempre buscaba la compañía familiar. Apenas tenía amigas de juego. Sin embargo, combinaba ese carácter retraído con una pasión desatada por la política, probablemente heredada de su tío Isabel y la centena de noches escuchando tras la puerta los conciliábulos de los guerrilleros huidos. Se dejaba arrastrar como por una marea incontenible por las causas justas y grandilocuentes, lo que le hizo involucrarse a la zaga de su tío en el apoyo al frente guerrillero de El Salvador y a las luchas indígenas guatemaltecas. La prematura muerte de su padre le impidió su sueño loco de ingresar en el frente armado salvadoreño a los catorce. Amanda la requirió como hija menor para hacerle compañía en el duelo. Esto, sin embargo, no fue en menoscabo de que Juana pasara su adolescencia maquinando guerras propias y ajenas como escudera de su tío Isabel.
Con la manera apasionada con que se entregó a las actividades clandestinas de izquierdas, es fácil imaginar cómo le dedicó su amor a Álvaro. Lo contempló con asiduidad junto a las ramas tortuosas del amate del parque. Y cuando la ferretería fue abierta, con un letrero de madera sobre el dintel de la puerta que regía Abarrotería Buenso, acudió a menudo a comprar herramientas, muchas de ellas relacionadas con las peculiares actividades que desarrollaba junto a su tío. Era curiosa una muchacha aún púber que entraba en la tienda para comprar “unos… siete machetes”, o “varias mechas ignífugas”. El hecho de que fuera una niña todavía, menuda, con su cabello trenzado, y la fama que ya se empezaba a extender en la ciudad de que no estaba muy equilibrada, hacía que el abastecimiento de los guerrilleros ocultos en su casa no levantara sospechas.
Muchos en el lugar sabían que en la casa a veces albergaban personas forasteras y que el abuelo Elio y el tío Isabel eran progresistas. Pero ninguno de los conservadores e informantes de la ciudad llegaron a enterarse durante años de la dimensión de las actividades que se desarrollaban desde esa casa y algunas de las aledañas. Para ello Amanda se cuidó de plantar buganvillas rosas, rojas y amarillas por toda la verja y en la llegada del camino, e hizo crecer con insistente riego los palos de izote, los árboles de mango y los aguacateros; para que en vez de casa se viera mero follaje desde los alrededores.
Cuando Álvaro veía entrar en la tienda a Juana, con pasadores brillantes recogiendo sus coletas y una gran sonrisa de amante ilusionada, se sobresaltaba. Y fueron mayores sus sobresaltos cuando, a partir de los catorce años, por cada compra Juana le dejaba un sobre con una carta de amor encendida, expresándose con soflama literaria, como había leído en las novelas en las que los hombres enamorados cortejaban a las damas (porque a la inversa no tenían casos registrados en la mermada biblioteca de la escuela local).
La primera carta que le escribió provocó hilaridad en el muchacho; la segunda, le dejó atónito. Con la llegada de la tercera un extraño impulso le hizo colgarlas todas en la pared de la escuela, para mofa de los estudiantes.
La primera carta decía así:
Álvaro, Don Álvaro, Álvaro con todos los dones,
eres el muchacho más hermoso de la ciudad,
un lucero de esta región apagada,
una excusa de mi alma ahogada para sobrevivir respirando por branquias.
La segunda carta decía tan solo esto:
No puedo irme a la guerra y dejarte aquí, en el aburrimiento de tu vida de ferretero.
La tercera carta se extendía:
Lindo Álvaro. No sé por qué un día desearás verme muerta. Dice mi abuelo, que es experto en justicia, que por esa extraña certeza mía no deberías gustarme. Pero me gusta cuando te enfadas, así que ese día te abriré la puerta y aprovecharé para darte un beso. Te he visto discutiendo con tu mamá en la tienda y se te encienden chispas en la mirada. Podrías ser guerrillero si quisieras. Tienes rabia suficiente. Resistirías varias noches sin comer en el monte. Me dice mi abuelo que vosotros sois del otro bando, de la derecha salvadoreña. Yo podría explicarte porqué hay que apoyar al pueblo si algún domingo quisieras invitarme a pasear.
La mañana en que vio sus escritos expuestos en la escuela, Juana sintió un vahído, se convulsionó aparatosamente y se desmayó en el patio.
Algunos de sus compañeros corrieron asustados ante las convulsiones y fue su profesora la que la arrastró hasta la casa del enfermero Jorge. Cuando se despertó le comunicó a su familia su negativa a volver a clase.
Lejos de hacerla ayudar íntegramente a Amanda en la cocina, como se haría con cualquier otra muchacha que dejase la escuela a su edad, el tío Isabel y su abuelo se hicieron cargo de la parte de su educación que no fue culinaria. Y se apoyaron principalmente de la bibliografía marxista que atesoraban en una bodega escondida de la casa.
Juana, a pesar de no ir a la escuela, no dejó de ir a la ferretería y escribirle cartas de amor a Álvaro hasta que, años después, con los restos de la familia Esquivel que sobrevivieron a la guerra fría, abandonó para siempre el occidente de Honduras con
destino a Tegucigalpa.
4.
Álvaro tardó en llegar a sentir como propio aquel pueblo entre las montañas de Honduras. Añoraba los baños en el Pacífico salvadoreño. Las playas negras bajo el sol radiante. Cuando se bañaba en el mar oscuro salvadoreño tocaba con los pies los moluscos curiles escondidos entre el lodo de los manglares. Podía intuir el pálpito muscular dentro de sus conchas. Añoraba pasar el atardecer en la playa ayudando a su abuelo a remendar sus redes marineras, a la sombra de los cocoteros que se inclinaban sobre la orilla.
En el occidente hondureño la humedad y el olor a hierro se apoderaron de su nariz. También una cierta pesadez en el espíritu tras la minuciosa tarea cotidiana de ordenar cada tornillo entre los cientos de cajitas distintas para cientos de tornillos de cien tamaños diferentes. Y la lluvia monótona cayendo tras las ventanas de la ferretería. Y Juana. Esa loca niña que lo perseguía, le abochornaba frente a todo ese pueblo de extraños.
Trató de frenar a su pretendienta colocando sus escritos en la escuela para escarnio público. Y la niña dejó de ir a la escuela. Pero aquella testaruda muchacha siguió colando sobres perfumados por la rendija de la puerta de la tienda. Decidió vengarse de una manera más elaborada de la vergüenza que le hacía pasar. Un día, en el que ella llegó con su cabello repeinado a la tienda a comprar varios kilos de pólvora para petardos y un martillo (“ya no sabía qué disparatada cosa comprar para tener la excusa de acercársele”) le metió en el bolso una nota.
- Nos vemos a las siete en las aguas termales. Vete sola y sumérgete.
Tuyo, Álvaro.-
Juana estaba sumergida en el agua, en la poza más profunda, con el vestido más traslucido que consiguió encontrar en su armario, cuando Álvaro llegó con su pandilla de amigos a la parte alta del río. Taparon con una gran piedra, sin que Juana se enterara, el brazo del río por el que caía el agua más fría. El resto de los brazos eran de agua ardiente. Esperaron tras la piedra aguantando la risa y al rato oyeron los gritos de la muchacha escaldándose. Pensaron que saltaría del agua enrojecida y malhumorada, pinchándose los pies descalzos con las púas de pino entre la yerba. Salieron de la piedra corriendo y gritando como jaguares para asustarla.
No vieron ni oyeron a la muchacha. Se rieron nerviosos antes de verla flotando boca abajo en la poza. Entraron corriendo a rescatarla aguantando el agua caliente que les quemaba las plantas de los pies y los muslos. Entraron todos salvo Álvaro. Que quedó petrificado en la orilla mirando el cabello largo y lacio de Juana moverse como un pulpo negro sobre las aguas.
Educado desde pequeño por su padre, un hombre de mente rígida, Álvaro desaprendió cosas que hubiera necesitado para forjar su carácter. Su padre le golpeaba cada vez que lloraba. Le repetía que no era conducta de hombres. Por eso dejó de reconocer como emoción la pena. Virgilio Buenso era un maltratador no sólo de hijos, también de las diferentes mujeres que frecuentó. Le enseñó a Álvaro que los hombres no se dejan controlar por las mujeres, que no hay que consentir sus peticiones de afecto. Sirvió como ejemplo la manera despótica con que siempre trató a la Señora Buenso. Álvaro, igual que desaprendió como llorar, desaprendió como amar, y en la adolescencia también empezó a tratar a su madre con desprecio. Aprendió a negar sus emociones tanto como en cierta medida deseaba negar las de los demás. Por eso y por congraciarse con su padre, no dudaba en usar la violencia, lo que explicaría parte del tremendo éxito que más tarde tuvo en el Ejército.
Aquel día en las aguas termales, petrificado frente al cuerpo curvo y oscuro de Juana, hundido en las aguas, Álvaro sintió por primera vez otra emoción a la que dudó en ponerle nombre. Le perseguiría después como un fantasma y en ocasiones le llevaría a beber más de la cuenta. Era cobardía.
Esa tarde se fue corriendo de las aguas termales mientras los muchachos rescataban a una Juana desmayada de ahogarse en las aguas. La llevaron de nuevo a la casa del enfermero Jorge, que le recetó como siempre aguardiente guaro con sabor a fruta de la pasión.
Al día siguiente ella llegó a la ferretería recuperada, más entusiasmada que nunca. Le dijo a Álvaro que sentía no haber permanecido en las aguas hasta que él llegara, que se accidentó pero ya estaba sana. Por entonces se había convertido en una bella adolescente de oscura mirada penetrante. Álvaro no pudo evitar sumergirse en aquellos ojos que eran profundos y misteriosos como una ciénaga. Le conducían a algún lugar inexplorado, un lugar donde no había seguridad de nada. Sintió miedo incluso cuando la muchacha le regaló la flor azul del pacífico que llevaba engarzada en la oreja. Sintió más vergüenza que nunca. Se dio la vuelta rojo de cólera, no volvió a dirigirle la palabra a Juana y siempre temió volver a mirarla.
Juana nunca supo que esa tarde estuvo en el río ni que huyó en vez de socorrerla. Tampoco se enteró que fue él quien la acusó de brujería y la razón por la que algunos en el pueblo empezaron a señalarla como culpable de la epidemia de dengue que mató a varios bebes de fiebre hemorrágica en el siguiente mayo. De hecho, cuando el muchacho ingresó en el ejército hondureño, comenzó a entrenarse con comandantes norteamericanos y Juana apenas si lo veía, no dejaba de dejarle notas con sus padres para convencerle de que abandonara el ejército fascista y vende-patria, porque era el pueblo centroamericano y no el gringo el que necesitaba su sangre y su coraje.
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