domingo, 10 de octubre de 2010

CUENTO HONDUREÑO 2.- LA JUSTICIA

1.
La familia Esquivel huyó de occidente poco antes de firmarse los acuerdos de paz en la región. No les echó el hecho de que tomaran a Juana por una bruja y un párroco quisiera exorcizarla. Ni el aislamiento al que la contundencia ideológica del abuelo Elio los llevó en aquellos tiempos de guerra fría. Tampoco cuando se informó a escuadrones de la muerte que el tío Isabel apoyaba a guerrilleros a ingresar armas por la frontera, Jorge tuvo que desfigurarle la cara y huyó sin dejar rastro. Solo un espantoso acontecimiento hizo a la familia Esquivel abandonar la casa de occidente: el asesinato del abuelo de un tajo en la garganta.
Un día de sol inclemente el pueblo entero se convirtió en una multitud enfurecida que aclamaba linchamiento. Amanda, Xiomara y Juana vieron cómo el abuelo justiciero era ajusticiado en el parque central.
- El pueblo unido es capaz de las mayores grandezas y también de las peores mezquindades- , le dijo Jorge a Juana mientras escuchaban al pueblo bramar de furia contra Elio.
El calor era sofocante y las personas apenas reflejaban sombra. Era el cenit, cuando el sol está lo más perpendicular y más cercano a la tierra posible. Anunciaba el comienzo de la siembra y la temporada de lluvias. Cuando asesinaron al abuelo las campanas de las torres españolas repicaron a muerto y al día siguiente llovió con violencia. Amanda hizo las maletas, agarró a sus dos hijas y cerró de un portazo la casa de occidente para siempre. Antes se aseguró de echar sal sobre todas las plantas. No solo sobre las plantas que había cultivado sin cansancio durante tantos años de simulada paz, sino sobre las flores pintadas con tierra de colores en la fachada. Para que en aquella casa no volviera a crecer nada, ni siquiera los sueños.



2.
Elio fue un indio corpulento. De estatura media y sombrero calado, siempre llevaba la cadena del reloj sobresaliéndole de los bolsillos, el periódico bajo el brazo y unas gafas poco limpias enganchadas en alguna prenda.
Había sido reconocido como disidente, pero no sabían en su familia que también lo fuera como asesino. Había otros asesinos en el pueblo, secuaces de los terratenientes y vaqueros, que siempre andaban armados y que podían disparar solo por una mirada malentendida. Pero el día del cenit le asesinaron acusándolo de haber matado a un hombre hacía muchísimos años, casi tantos como los que llevaba el abuelo en el pueblo, desde que llegó con ambiciones de letrado capitalino y ánimo transformador a esa provincia de oligarcas cafetaleros, expertos en pintar falsas democracias basadas en corruptelas.
Honduras es el país en el que se acuñó la expresión de república bananera porque las compañías de frutas norteamericanas eran las dueñas de los principales partidos políticos. La política era solo una manera de institucionalizar los abusos al pueblo. Al principio Elio expresaba su malestar de manera abierta. Entendía que la política era un servicio a la gente y como tal debía estar ausente de conductas ilícitas. Por la contundencia de algunas de sus aseveraciones sobre el desarrollo del pueblo se ganó varias amenazas contra su vida. Así que con el tiempo, si bien no dejó de hablar, adoptó maneras más templadas que le permitieron mantener su puesto, aunque con un papel relegado, como mero burócrata. Esto le obligó a cambiar en cierta medida el contenido de sus sueños y sustituyó la sed de justicia por el apetito por la muchacha que venía a lavar a la pensión en la que vivía. Era la hija de un campesino viudo. Se llamada Laura. Era tan flaquita y menuda que todo su cuerpo parecía poder cobijarse bajo su larga cabellera negra. Sus ojos miraban abiertos con tierna curiosidad. Bajo ellos se arqueaban oscuras ojeras que ensombrecían su mirada.
Cuando fue a pedirle la mano el padre de la muchacha le dijo:
- Esta muchacha no sirve de nada, no malgaste su juventud, su única virtud es que sabe cuándo la tierra va a temblar, como los perros.
Se fue con ella a vivir a las afueras, lejos de la alcaldía y de la casa de su suegro. Le costó varios años concebir, lo que hizo a su padre recordarle a Elio con cruel satisfacción la advertencia que le había hecho antes de su boda.
– Ahora no puede devolvérmela.-








3.-
La hospedera de Elio, de la pensión en la que vivía desde su llegada, había contratado a Laura como lavandera por lástima. Estaba desnutrida y a veces se le veía la mirada perdida. La pila estaba en el patio, bajo el árbol “llama del bosque”, cerca de la ventana del cuarto en que entonces se hospedaba Elio. Mientras lavaba, Laura tarareaba canciones. Entre las enormes flores rojas del árbol, que tienen forma de mariposa en reposo, se escuchaban suaves melodías. De manera sensual, ella movía su cuerpo al ritmo de las canciones cuando se agachaba sobre la pila. En las mañanas de domingo Elio le pedía que tarareara sus tonadas preferidas mientras tomaba el sol asomado a la ventana. A la muchacha se le iluminaban los ojos cuando él le dedicaba un gesto cariñoso. Apenas hablaba. Era una mujer hecha de música y silencios, del mismo modo que Elio era un hombre de razón y palabras. Siempre comía callada y muy despacio a pesar del hambre. Dejaba la cuajada para el final y la deslizaba bajo la mesa imperceptiblemente para los gatos hambrientos. Por eso, cuando entraba en la casa, una manada de gatos la seguía maullando. Se frotaban contra sus piernas ronroneando cuando tendía la ropa a secar.
Elio comenzó a desearla como se desea conocer un secreto. Sus ropas se mojaban cuando lavaba y dejaban entrever su fino cuerpo. En su delgadez sobresalían pronunciadas nalgas. Elio soñaba por las noches con asirlas, acercarlas contra su pecho y abrazarlas. Y en su ausencia pasaba junto al lavadero y respiraba profundo, intentando captar la huella de su presencia.
Un domingo en el que el sol salía tras varios días de lluvia, ella tarareaba una canción festiva y él desayunaba tajadas de plátano frito con mantequilla bajo la llama del bosque en el patio. Ese día los gatos que a menudo se enredaban entre las piernas de Laura, la habían dejado tranquila y se movía casi danzando. Elio la miraba furtivamente y ella se enrojecía cuando le descubría. Las miradas parecían como ráfagas por el rápido movimiento y las sensaciones de su cuerpo. Hasta que de pronto, Laura le miró con ojos de espanto.
-Tenemos que salir -le dijo con voz entrecortada-, la tierra va a temblar.
Se acercó a él corriendo, lo tomó de la mano y lo arrancó de la silla. Corrió al molino de maíz y agarró con la otra mano a la hospedera, que se resistió zarandeándola. Con una fuerza insospechada, los sacó a los dos de la casa, los tiró sobre el empedrado de la calle y se tumbó junto a Elio, que estaba completamente atónito. La hospedera se levantaba del piso enojada cuando escuchó rugir la tierra por dentro. Un temblor, que le batió el pecho como un licuado, abrió la calle y tiró parte de la fachada central de la fonda. Elio abrazó a Laura en el suelo. Tocó sus dedos delgados y suaves, su antebrazo doblado sobre su cabeza para protegerse, deslizó su mano hasta su axila y se aferró a su pecho como a tierra firme. La tierra no dejó de batir durante varios minutos seguidos, a los que siguieron diversas réplicas. En esos minutos, Elio conoció la cintura de Laura, midió por fin el tamaño de sus nalgas y supo sin ninguna duda que quería casarse con ella.
La noche de bodas, en la oscuridad del cuarto, Elio temblaría como un terremoto antes de acercarse a ese cuerpo que yacía en sombras sobre la cama. Aquella mujer se instaló en él con la misma pasión con que había defendido meses atrás la justicia y cuando más se acercaba a ella, más sentía que su pecho podía estallar. El olor de su cuerpo, a agua, a jabón, y a yerba, se hacía crecientemente intenso. La besó creyendo que podría comerla, perder el control y devorarla. La penetró con el placer de descubrir por fin el motivo de sus ansiedades. Sintió cómo ella se deshacía en agua como un torrente. Su cara y su sexo estaban empapados de fluidos que no logró reconocer, porque el éxtasis ralentizó durante un rato su curiosidad y sus reflejos.
Cuando Laura se quedó embarazada, Elio la hizo pasear delante de la casa del padre con una enorme barriga, que parecía que podía tumbar su cuerpo flaco por el peso.
Laura dio a luz a dos mellizos. Ana, la partera, y su hijo Jorge hicieron todo lo que pudieron para salvarla. Sin embargo la vida se le fue con la rapidez vertiginosa con la que fluyó la sangre entre sus piernas. Varios gatos, blancos, negros y dorados, se arremolinaron con un maullar que parecía plañir a los pies de la cama.
Elio se deprimió por varias semanas y Ana le dejó a Jorge y a la chela sarca como nodriza para hacerse cargo de los bebés y de la casa. Cuando le preguntaron a Elio por un nombre para los mellizos no quiso contrariar a su esposa.
-Tenía elegido dos nombres por si era niña pero no eligió ninguno para un niño.-
Así que llamo al varón Isabel y a la muchacha Amanda.
Ana le dijo a Elio que Laura nunca hubiera podido sobrevivir al parto. Sus órganos reproductores estaban muy dañados.
-Diría -explicó la partera en un susurro-, que sus genitales estaban mutilados.
Elio pasó semanas encerrado en el segundo piso de la casa de barro, tras el balcón de madera, en un cuarto donde solo había una hamaca y un candil. Bebía aguardiente guaro de caña y fumaba puros empedernidamente. Una soleada mañana de marzo se despertó empapado en sudor. La luz entraba radiante por el balcón, molesta. Se levantó de un salto y se encerró con la nodriza en un cuarto.
Laura fue la única mujer hasta aquel entonces en la vida de Elio. Nunca pudo saber si su cuerpo era diferente. Así que desnudó a la nodriza y comenzó a examinarla. La chela sarca, primeriza de diecisiete años, lloraba mientras aquel hombre con temperamento desencajado la palpaba con ojos febriles. Cada parte de aquel cuerpo sano acongojaba el corazón del joven viudo. Empezó a relacionar los suspiros de Laura cada noche. Recordó lo que parecían quejas ahogadas disimuladas entre suaves besos, la cara empapada de lágrimas que buscaba su hombro como quien busca consuelo y su sexo que siempre olía a sangre.
Se acordó del padre de Laura recordándole cuando lo encontraba en la plaza, - Ya verá cómo no sirve - , y un escalofrío le recorrió todo el cuerpo con la velocidad de un disparo, cuando recordó que, un día que pasó junto a la tasca, su suegro borracho le gritó - Esa perra esta gastada-.
Jorge esperó fuera del cuarto durante unos quince minutos mientras solo oía a la nodriza llorar y suplicarle a Elio que no le hiciera daño. El muchacho, con su cara redonda surcada por el sudor y sus ojos achinados más abiertos que nunca, golpeaba la puerta con los nudillos rogándole a Elio que saliera.
Pasados cinco minutos, Elio abrió la puerta, miró a Jorge y a grandes zancadas cruzó el umbral. Agarró su sombrero y su machete, salió de la casa y cerró de un portazo. La nodriza no paraba de llorar nerviosa. Estaba semidesnuda tras la exploración de Elio. Se abrazó a Jorge y ambos temblaron cuando la joven le susurró entre suspiros:
-Presiento que ese hombre ha salido para matar a alguien.



4.
El bisabuelo abusaba de Laura, su hija, en sus noches ebrias. Llegaba dando tumbos a la casa pero una inesperada fuerza resurgía en sus brazos y en sus piernas cuando se aferraba a la adolescente. Sus agresiones le destrozaron tanto el cuerpo que murió al dar a luz a Isabel y a Amanda. El abuelo Elio, que nació con una rabia insólita ante la injusticia, enfermó de violencia cuando lo supo y mató a su suegro con nueve machetazos a la salida de una cantina. Lo dejó tirado en el suelo, vengando así su viudedad y su desconsuelo.
Cuando cuarenta años más tarde un sobrino quiso reclamarle a Elio las tierras que había heredado, en pocos días y como por encanto, el pueblo pareció recordar aquel delito y lo denunció. Pero como el delito había prescrito el alcalde dejó que un tribunal popular pudiera juzgarlo. Al ser sentenciado a muerte pública Elio dijo:
-No me arrepiento de lo que hice, es solo una prueba de mi fe en que la verdadera ley tiene que nacer en este país. Porque, mientras tanto, solo matándonos entre nosotros podremos hacer prevalecer la justicia.
Mucho tiempo antes, la noche en que llegó a casa manchado de sangre hasta el sombrero miró a sus hijos recién nacidos con pánico. Los gemelos yacían mansamente en una cuna de cedro pero Elio tuvo el absoluto convencimiento de que la rabia y la agresividad estaban inquebrantablemente ligadas a la estirpe de su familia. Tardó algunos años en comprobarlo. Años en los que la chela sarca y Jorge se quedaron con Elio, ayudando a que los gemelos crecieran, a que la casa de barro no se cayera con la contundente fuerza de la soledad y la desidia, convencidos de que a Elio un día lo vendrían a prender y los mellizos se quedarían huérfanos.
Para Ana, la madre de Jorge, que su hijo se quedara con Elio fue un desahogo. En aquellos tiempos en que las ricas comenzaban a pagarse hospitales y médicos particulares, sus clientes a menudo eran los más míseros del pueblo y sus jornales por alumbrar criaturas no eran lo suficientemente holgados para alimentar a la suya.
Para la nodriza, a su vez, la casa de Elio se convirtió en un refugio. Y trajo allí a su recién nacido, Cálix, que creció comiendo lo que comían Amanda e Isabel, a la sombra del balcón de la casa de barro, ocultando su carencia de apellido. A la nodriza la llamaban la chela sarca porque coloquialmente significaba que tenía la rareza de tener la piel clara y los ojos verdes. La popularidad de su apodo hizo que todos se desacostumbraran de su nombre, incluso ella, que se sorprendía por lo ajeno que le resultaba al leerlo en su cédula de identidad.
La chela sarca había tenido a su hijo Cálix como resultado de su primer encuentro sexual en la milpa de sus tíos. Quizás alguien de la familia o algún amigo que ayudaba en la recogida. Había nacido con los ojos y la tez demasiado clara para no dejar de ser una tentación en los caminos. Si hubiera pertenecido a una familia pudiente sería una casadera envidiable. Pero huérfana de padre desde pequeña, desprotegida, siempre había visto a los hombres mirarla con lascivia y sentido las manos que se colaban bajo sus faldas. Los curas del pueblo le dijeron que en su cuerpo habitaba el pecado. Por eso cuando aquel hombre se acercó a ella, los tíos no se extrañaron de oír gemidos entre el maíz, ni ella que aquel hombre se fuera sin decir su nombre. De aquel encuentro nació Cálix con enormes ojos verdes y una mirada tranquila como un bálsamo.
Tras el incidente ocurrido en casa de Elio, en el que este examinó su cuerpo sin sentir lascivia, sin violentarlo, la chela sarca supo que estaría mejor en aquella casa. Trajo a su hijo y lo acomodó en el cuarto del servicio, sin pedirle permiso a Elio, que todo lo que hizo al descubrir su presencia fue preguntarle si estaba vacunado.
Los tres niños crecieron compartiendo teta, vacunas y las plantas medicinales que enviaba la partera con Jorge.
La familia de Elio le escribió varias veces desde Tegucigalpa para que regresara con sus hijos. El abuelo recordaba la capital como un universo de luz, donde el sol brillaba con entusiasmo ya a las cinco de la mañana. El occidente era frío y encapotado, pero se quedó allí. No pudo dejar sola la tumba de Laura. Ni siquiera se fueron muchos de los gatos que siempre habían seguido a Laura ronroneando. Sino que se quedaron cazando los ratones de la finca y durmiendo en ovillos en el zaguán. Sus frecuentes celos desvelaban a los bebés, que lloraban estrepitosamente, como si tuvieran algo roto por dentro.
Siempre había algún vecino pendiente de los partos de las gatas que se encargaba de meter a los gatitos en sacos y golpearlos contra pareces de pintura oscura o introducirlos en el río. Así la población de gatos nunca aumentó desproporcionadamente en la casa, sino que, al contrario, fue descendiendo cuando los vecinos también empezaron a echar mano de veneno para los ratones. Al fin y al cabo, una vez inventado el veneno para los ratones, tampoco se necesitaban gatos.
Aquella casa encalada más cerca del monte que de la ciudad parecía un refugio de náufragos que llegaron allí por algún motivo y nunca quisieron irse. Y es que como el abuelo no era un gran conocedor de la naturaleza humana, de sus limitaciones, llenó la casa de occidente de sueños que alimentaron la imaginación de sus habitantes. Aunque nunca se cumplieron.
A su hijo Isabel, cuando creció, le enseñó que se necesitaban pocos hombres, pero con verdadero coraje, para cambiar el destino de un pueblo. A Amanda le enseñó que la política se hacía tanto con balas como con palabras y que la fuerza de los argumentos a veces era la única arma.
A la chela sarca le dijo que su cuerpo era propiedad suya y de ningún otro. Que no era de ser extranjera el haber nacido con ojos claros ni por eso sus vecinos tenían más licencia para abusarla. Porque se percató temprano de que a la chela sarca la seguían hombres cuando salía a comprar y le decían cosas importunándola. Por eso hizo que Jorge la acompañara siempre a los mandados y a los quince años quiso enseñar al muchacho a utilizar un revólver. Pero Jorge no tenía carácter para la violencia, sino para el cuidado, y no fue capaz siquiera de cargarlo. Al fin y al cabo el muchacho creció a la par de Elio, protegiéndolo de sus arrebatos de ira, de la culpa por haber desangrado al suegro y de la nostalgia de Laura. Cada mañana lo ayudaba a vestirse para ir a la municipalidad. Conseguía para los mellizos remedios en la farmacia y en el bosque, o los suplementos alimenticios que enviaban las misiones evangélicas de los Estados Unidos, además de los que se encontraban a precio de consumo en la abarrotería central. Plantaba la huerta, reparaba el tejado, alimentaba a los gatos y a las gallinas. Algunos días dejaba la casa para ir a ayudar a su madre porque la partera enfermó de artritis en sus manos y a veces era incapaz de maniobrar para sacar un bebé que viniera de espaldas.
El abuelo Elio le enseñó a Jorge que la medicina le pertenecía al pueblo. Por eso, el niño comenzó a crear, a muy temprana edad, una caja de remedios naturales para cualquier enfermedad. Cuando se hizo enfermero siempre educó a sus pacientes en preparar sus propios remedios con yerbas y a recordar y mantener sus viejas curanderías. Porque en Honduras la gente no tenía dinero para pagar ni a farmacéuticos ni a doctores.
-Si encontraras el remedio para la codicia, habrás sanado a todo un pueblo – le desafiaba Elio.
El enfermero Jorge machacaba los pétalos naranjas de flor de nance en un mortero de caoba, los mezclaba con vino de marañón y se los daba a probar. Elio rehusaba.
-Necesito mi ración de codicia para pagarles la educación a mis hijos.
También se refería a Cálix, que se educó como otro de los hijos Esquivel. Elio, igual que le pagó los estudios de agricultura de Isabel, también le pagó los estudios a él, en la escuela de derecho de San Pedro Sula. Amanda les esperó en la casa de barro, mientras la chela sarca le enseñaba a pintar flores, a moler el maíz y a cocinar los amargos brotes de pacaya de tal manera que supieran dulces. Siempre esperó que su padre la animara a estudiar también. Pero él, por miedo a dejarla ir sola, nunca lo hizo. Eran tan frecuentes los asaltos a las mujeres. Y temía la perversión que, según él, traían consigo las nuevas modas en la capital. Su egoísmo al dejarse llevar por esos temores, hizo a su hija intuir que a partir de entonces su destino sería sacrificarse por otros.














4.
Que la rabia fuera una enfermedad instalada en la familia fue una sospecha de Elio, de su alma turbia de viudo, que se vio confirmada el día de niebla en que la chela sarca le llevó el almuerzo en un hatillo a Isabel, mientras trabajaba en los campos. Jorge estaba ya ejerciendo como enfermero así que no pudo acompañarla.
Isabel había vuelto hacía unos años de la universidad, dispuesto a concienciar y arengar a los campesinos para que se rebelaran contra Dios, el patrón y cualquiera que supusiera dominarlos. Corrían vientos de revolución y los campesinos de toda América se habían cansado del feudalismo colonial al que a pesar de decenas de guerras e independencias, aún servían como esclavos agradecidos. Hasta los curas y las monjas, adoctrinados en poner la otra mejilla, educaban a los campesinos de los bananales para que se liberaran del feudo. Internacionalistas de todo el mundo llegaban a los campos de Honduras para apoyarles. Isabel pasaba su tiempo en reuniones entre los sembrados de piñas y tabaco, organizaba huelgas y piquetes, y dirigía los grupos de jornaleros más decididos e incendiarios.
La chela sarca cruzó la quebrada del pueblo, donde se acumulaban los zopilotes que devoraban el ganado muerto. Ni la edad ni los trabajos le habían borrado la nítida tez suave y los ojos claros, ni se libró nunca del empeño de los hombres en acosarla. Le dejó a Isabel un tamal de chancho y torrijas para comer. Se acercaba la Navidad. Aquel día la densa niebla no permitía ver las torres españolas desde la misma plaza. De vuelta a la ciudad dos campesinos liberados la cercaron junto al río. Ella, al ver la suciedad cubriéndoles hasta la cara, se arremangó la falda y antes de reclinarse, se colocó una de las servilletas que traía en la cesta sobre la blusa. Pero esta vez aquellos hombres no llegaron solo a saciar su sexo, también su ira. Y la abandonaron con un hilo de sangre que recorría sus piernas.

Isabel supo bien cuáles de los hombres del grupo la dejaron desangrada, porque volvieron tras el medio día con el pantalón manchado de tierra y la bragueta bajada. Contrató al mismo sicario que contrataban los terratenientes del pueblo. Lo conocía porque una vez le tuvo que comprar su vida para que no le dejara seco. Aquella vez pagó miles de lempiras. Esta vez, le pagó sesenta balazos por la pareja de jornaleros. El número de balas, por tradición popular, siempre se equiparaba a la gravedad de la afrenta y la chela sarca era lo más parecido a una madre que el mellizo había conocido.
Los acontecimientos de aquel día dejaron a Elio apesadumbrado por ver confirmada su profecía, la ira asesina en sus genes. E Isabel, a partir de entonces, decidió desplazarse solo en su bravo caballo para poder huir con facilidad en caso de nuevas venganzas. Aunque mandar a matar a los campesinos le granjeó un cierto respeto por parte del pueblo que hasta ahora ninguno en la familia Esquivel había disfrutado. E incluso los latifundistas, que lo odiaban por sus trabajos de movilización campesina y lucha por la reforma agraria, lo tomaron como temible adversario y procuraron no involucrarlo en sus denuncias.
Ese día Jorge escribió en la caja donde guardaba las tisanas y los remedios tradicionales que templaban el ánimo, que la ira era la emoción más liberadora de todas y también la más peligrosa.
Amanda, que siempre consideró a Cálix el único hombre de la familia con templanza, se entristeció al verlo perder la serenidad que había en sus ojos cuando quedó huérfano. Le quedó una mirada de alma desvalida, la misma que había tenido siempre su madre y tardó muchos años en volver a recuperar su mirada templada. Se había casado con él hacía ya un tiempo y aunque nunca supieron distinguir si se querían como amantes o como hermanos, de su unión surgieron las dos niñas, Xiomara y Juana.
Xiomara nació con la tez clarita y el espíritu tranquilo mientras Juana creció revoltosa y muy morena. En consonancia con sus temperamentos, Xiomara recibió una educación para ser señorita, comportarse durante las visitas y ser gentil en la parroquia. Juana, al poco de cumplir los cinco, ya daba de comer al caballo de su tío Isabel, rocín tan salvaje que muchos en el pueblo temían acercársele.
Quién sabe si Isabel tuvo algún hijo pero lo que es seguro es que nunca se casó. Su padre le dijo un día que su agresividad era tan fuerte que haría infeliz a cualquier mujer con la que estuviera. “Prefiero que vayas a desahogarte con putas que tener otra mujer Esquivel en la casa sufriendo.”

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