Me llaman Rochom P’ngieng y soy la mujer más famosa de Camboya. Una auténtica celebridad. Soy la que siempre intenta escaparse y la que siempre está encerrada.
En dos mil siete recuerdo haber visto por primera vez a mi padre. Fue en el bosque de los árboles que respiran cielo, cuyas descomunales raíces desplazan, difuminan y digieren toda marca de frontera, las que se empeñan en trazar entre Vietman y Camboya como si la jungla pudiera tener dueño. Llegó borracho y vestido de policía. Hablaba un lenguaje que no entendí y me llevó a un hogar ajeno, que es un barracón anegado por un patio de basuras húmedas y selva ensuciada.
Aquellas primeras semanas llegaron a visitarme más de veinte periodistas. Llevaban pequeños cuadernos y cámaras de fotos inmensas. Me denominaban la última niña salvaje y escribieron sobre mí en la Wikipedia y en la Lonely Planet. Porque caminaba a gatas, murmuraba un idioma misterioso y miraba el bosque con ojos nostálgicos. Dicen que mis ojos siempre fueron de desolación, que es una tristeza que se sabe a si misma sin cura.
En aquel momento me convertí en una celebridad, porque mi mudez fue su oportunidad para construir la historia que les hubiera gustado. Dijeron que había pasado veinte años en la selva, sobreviviendo por pelearme dando zarpazos (a pesar de que mis uñas estaban muy cortas), sobreviviendo a base de animales muertos (a pesar de que nunca me gustó la carne cruda), sobreviviendo por el hábito de la independencia (a pesar de que sigo esperando un abrazo). Me incluyeron en todas las enciclopedias. Y eso que todos los periodistas, los aventureros, los fotógrafos y los escritores, vieron las llagas de mi muñeca, las de las cadenas que aún me sujetan.
Como la historia oficial decía que era una niña salvaje, medio humana medio animal; mi padre policía superó su trauma bebiendo el dinero que le dieron para ayudarme y yo me acostumbré a dormir en el tendejón del gallinero, que es como la caseta de un viejo perro.
Como mi idioma era demasiado idiosincrático para entenderlo, todo el mundo se acostumbró a llamarme por nombres que no eran el mío. De entre todos sus nombres, el que más me gustaba era el del educador voluntario. Me llamaba la Señora. Me desataba las cadenas de la muñeca, me sacaba del tendejón del gallinero, me duchaba, me vestía y me sentaba a la mesa. Ese mismo educador que llevaba años intentando convencer a mis padres policías de que me liberaran. A mis desesperados padres policías que se declaraban angustiados por lo difícil que era civilizarme. Ese mismo educador que un día pareció dar un respingo, cuando me vio dibujar bellas figuras humanas. Las bellas figuras humanas que siempre sonríen y bailan. Incluso mi familia policía, tan iletrada, pareció dar un respingo al ver esos hermosos dibujos. Como si la belleza pudiera delatarles. Mi pobre familia policía que nunca fue a la escuela. Desconocía que era posible dibujar belleza. Dio un respingo mi hermana policía, cuyo mayor desarrollo artístico son las tres horas que pasa al día arreglándose las larguísimas uñas de sus pies, que desdicen con sus chanclas de goma, con sus talones tan sucios.
Yo, la mujer más célebre de Camboya, dibujaba infinidad de bellas figuras humanas. Lo hacía insistentemente como si eso algún día pudiera delatarles tanto que alguien se atreviera a liberarme. Hasta que cuando casi me matan de nuevo, perdí toda capacidad para el dibujo. Porque soy la que siempre intenta escaparse y la que siempre está encerrada.
La crueldad humana, que según dice el educador voluntario, tiene una creatividad depravada cuando se sabe impune, me sumergió durante once días en el fondo de una letrina. Yo no recuerdo que hacía en el fondo de esa letrina. Sólo recuerdo que esperaba. Esperaba que viniera a rescatarme quien me enseño a dibujar bellas figuras humanas, las que siempre sonríen y bailan. Esperaba a alguien que yo ya no recordaba quién era. Sólo recordaba que era el mismo al que esperaba en dos mil siete, en el bosque de árboles que respiran cielo, cuando abandoné algunas otras cadenas.
Es el mismo al que espero ahora aunque ya no pueda dibujar de nuevo. Porque el que llegó a la letrina fue mi padre policía diciendo que había sido un accidente, diciéndole a los periodistas de pequeños cuadernos y cámaras de fotos inmensas que me había caído cuando corría para volver a la selva. Porque yo era una niña salvaje que siempre estaba intentando huir a la selva.
Y es verdad que a veces aun me queda algo de rabia para intentar escapar de nuevo. Nadie sabe cuantas veces ya lo he intentado. En todas ellas me han vuelto a cazar de nuevo. Porque mi familia es policía y los buenos policías a quien no quieren, lo retienen.
Ahora mis cadenas son mucho más cortas, aunque como soy una celebridad llega a visitarme mucha gente. Quizás por eso mi hermana policía se pinta tanto las uñas, porque casi cada semana llega a visitarme alguien, algún ingeniero de una organización de caza y pesca, los del banco celebrando la inauguración de una nueva sucursal, los miembros de una orquesta para hacerse una foto conmigo: turistas de pequeños cuadernos y cámaras de fotos inmensas. Y aquella mujer. Una física nuclear que investigaba fuerzas. Lloró cuando tuvo que pagarle a mis padres para poder desatarme, para poder darme de comer, para poder pasearme un rato. Lloró porque sabía que por la fuerza de la inercia yo volvería al gallinero cuando ella se fuera. Volvería sola y me ataría a mí misma de nuevo. Esa turista física nuclear que se preguntaba cuál es la naturaleza de la fuerza que mantiene el mundo como un lugar tan injusto, si es la violencia o la desidia.
En dos mil siete recuerdo haber visto por primera vez a mi padre. Fue en el bosque de los árboles que respiran cielo, cuyas descomunales raíces desplazan, difuminan y digieren toda marca de frontera, las que se empeñan en trazar entre Vietman y Camboya como si la jungla pudiera tener dueño. Llegó borracho y vestido de policía. Hablaba un lenguaje que no entendí y me llevó a un hogar ajeno, que es un barracón anegado por un patio de basuras húmedas y selva ensuciada.
Aquellas primeras semanas llegaron a visitarme más de veinte periodistas. Llevaban pequeños cuadernos y cámaras de fotos inmensas. Me denominaban la última niña salvaje y escribieron sobre mí en la Wikipedia y en la Lonely Planet. Porque caminaba a gatas, murmuraba un idioma misterioso y miraba el bosque con ojos nostálgicos. Dicen que mis ojos siempre fueron de desolación, que es una tristeza que se sabe a si misma sin cura.
En aquel momento me convertí en una celebridad, porque mi mudez fue su oportunidad para construir la historia que les hubiera gustado. Dijeron que había pasado veinte años en la selva, sobreviviendo por pelearme dando zarpazos (a pesar de que mis uñas estaban muy cortas), sobreviviendo a base de animales muertos (a pesar de que nunca me gustó la carne cruda), sobreviviendo por el hábito de la independencia (a pesar de que sigo esperando un abrazo). Me incluyeron en todas las enciclopedias. Y eso que todos los periodistas, los aventureros, los fotógrafos y los escritores, vieron las llagas de mi muñeca, las de las cadenas que aún me sujetan.
Como la historia oficial decía que era una niña salvaje, medio humana medio animal; mi padre policía superó su trauma bebiendo el dinero que le dieron para ayudarme y yo me acostumbré a dormir en el tendejón del gallinero, que es como la caseta de un viejo perro.
Como mi idioma era demasiado idiosincrático para entenderlo, todo el mundo se acostumbró a llamarme por nombres que no eran el mío. De entre todos sus nombres, el que más me gustaba era el del educador voluntario. Me llamaba la Señora. Me desataba las cadenas de la muñeca, me sacaba del tendejón del gallinero, me duchaba, me vestía y me sentaba a la mesa. Ese mismo educador que llevaba años intentando convencer a mis padres policías de que me liberaran. A mis desesperados padres policías que se declaraban angustiados por lo difícil que era civilizarme. Ese mismo educador que un día pareció dar un respingo, cuando me vio dibujar bellas figuras humanas. Las bellas figuras humanas que siempre sonríen y bailan. Incluso mi familia policía, tan iletrada, pareció dar un respingo al ver esos hermosos dibujos. Como si la belleza pudiera delatarles. Mi pobre familia policía que nunca fue a la escuela. Desconocía que era posible dibujar belleza. Dio un respingo mi hermana policía, cuyo mayor desarrollo artístico son las tres horas que pasa al día arreglándose las larguísimas uñas de sus pies, que desdicen con sus chanclas de goma, con sus talones tan sucios.
Yo, la mujer más célebre de Camboya, dibujaba infinidad de bellas figuras humanas. Lo hacía insistentemente como si eso algún día pudiera delatarles tanto que alguien se atreviera a liberarme. Hasta que cuando casi me matan de nuevo, perdí toda capacidad para el dibujo. Porque soy la que siempre intenta escaparse y la que siempre está encerrada.
La crueldad humana, que según dice el educador voluntario, tiene una creatividad depravada cuando se sabe impune, me sumergió durante once días en el fondo de una letrina. Yo no recuerdo que hacía en el fondo de esa letrina. Sólo recuerdo que esperaba. Esperaba que viniera a rescatarme quien me enseño a dibujar bellas figuras humanas, las que siempre sonríen y bailan. Esperaba a alguien que yo ya no recordaba quién era. Sólo recordaba que era el mismo al que esperaba en dos mil siete, en el bosque de árboles que respiran cielo, cuando abandoné algunas otras cadenas.
Es el mismo al que espero ahora aunque ya no pueda dibujar de nuevo. Porque el que llegó a la letrina fue mi padre policía diciendo que había sido un accidente, diciéndole a los periodistas de pequeños cuadernos y cámaras de fotos inmensas que me había caído cuando corría para volver a la selva. Porque yo era una niña salvaje que siempre estaba intentando huir a la selva.
Y es verdad que a veces aun me queda algo de rabia para intentar escapar de nuevo. Nadie sabe cuantas veces ya lo he intentado. En todas ellas me han vuelto a cazar de nuevo. Porque mi familia es policía y los buenos policías a quien no quieren, lo retienen.
Ahora mis cadenas son mucho más cortas, aunque como soy una celebridad llega a visitarme mucha gente. Quizás por eso mi hermana policía se pinta tanto las uñas, porque casi cada semana llega a visitarme alguien, algún ingeniero de una organización de caza y pesca, los del banco celebrando la inauguración de una nueva sucursal, los miembros de una orquesta para hacerse una foto conmigo: turistas de pequeños cuadernos y cámaras de fotos inmensas. Y aquella mujer. Una física nuclear que investigaba fuerzas. Lloró cuando tuvo que pagarle a mis padres para poder desatarme, para poder darme de comer, para poder pasearme un rato. Lloró porque sabía que por la fuerza de la inercia yo volvería al gallinero cuando ella se fuera. Volvería sola y me ataría a mí misma de nuevo. Esa turista física nuclear que se preguntaba cuál es la naturaleza de la fuerza que mantiene el mundo como un lugar tan injusto, si es la violencia o la desidia.
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