domingo, 22 de enero de 2012

Lanzarote



Celestina era una anciana con el pelo en forma de caracola de mar. Fue por la costumbre de hacerse tantas veces un moño. Era una anciana con reuma, terca y solitaria. Había dos particularidades en la vida de Celestina: Que vivía en una isla en el fin del mundo y que conocía el secreto del gran árbol azul. Y esas dos particularidades hacían que Celestina apenas durmiera.

Celestina comprendía a las otras ancianas, las del supermercado o las que se sentaban en los bancos de la plaza. Tenían como ella pensamientos como caracolas, pensamientos que se enroscaban en vueltas y vueltas. Eran como viejos acertijos que no se resuelven nunca. Ella también cavilaba por su hijo, que estaba embarcado en alta mar.

Aquella isla era un lugar de madres insomnes. Porque los hijos del fin del mundo no eran como los hijos de tierra firme, que sueñan con conquistar ciudades o estudiar medicina. Los hijos de la isla siempre soñaban con luchar contra el mar. Es misterioso que en medio del océano los niños soñaran con aislarse más aún. Pero solo el gran árbol azul guardaba bajo sus hojas el secreto que hacía a los isleños empeñarse en su soledad.

Celestina no solo se desvelaba por su hijo marinero. También y eso no se lo contaba a las otras ancianas lo hacía por ese gran árbol azul, el que estaba en medio de la plaza del pueblo, junto a los bancos donde se sentaban los señores a murmurar por la lluvia. Porque la isla era un lugar desierto. Y cuando la lluvia llegaba los charcos que dejaba eran tan pequeños que apenas permanecían unos minutos reflejando aquella inmensidad monótona del paisaje.

Era curioso que a pesar de la ausencia de lluvia el gran árbol tuviera un ramaje tan profuso, que su copa rozara el suelo y fuera tan espesa que no se pudiera ver su tronco. Toda la isla creía que su extraño color azul provenía de la China. Se pensaba que el Doctor Braulio lo había plantado al final del siglo diecinueve, cuando se empeñó en que la isla fuera algo más que un desierto lunar. Porque hasta entonces solo era la cicatriz de un gran volcán y un puñado de arena.

Se decía que el Doctor Braulio también hizo desembarcar del navío en el que trajo el gran árbol de la China, un piano para el teatro, la campana de la iglesia, varias palmeras y algo de tierra africana para plantarlas a la orilla del mar.

Celestina cavilaba por el gran árbol desde siempre, desde hacía mucho tiempo, antes de que su hijo se embarcara a pescar. Cuando aún en la isla del fin del mundo traían el agua potable en barcos piratas y las ancianas tuertas curaban a los enfermos escupiéndoles la savia de un cactus.

Celestina cavilaba ya por el gran árbol azul antes de que muriera su marido. Su marido, como tantos en la isla siempre quiso huir, aquejado por las enfermedades de los vientos que llenan los oídos de los naufragios de alta mar. Al fin y al cabo, la isla era sólo un lugar de paso. Allí no se encontraban animales que no supieran nadar o volar. Los únicos mamíferos no humanos eran los perros de compañía y cinco gatos.

Cuando murió su marido, Celestina sintió un gran alivio. Como cuando en bajamar, la marea por fin deja tranquila a la playa.

Celestina cavilaba por el gran árbol azul desde hacía muchos años. Porque lo descubrió de muy pequeña. Apenas era una niña cuando jugando al cascayo en la plaza se deslizó bajo sus ramas. Fue como entrar dentro de un paraguas, al abrigo de un mundo nuevo, con un cielo de oscuras hojas. Al contemplarlo por dentro supo dos cosas: Que era la primera persona que entraba bajo las densas ramas y que en aquella cavidad sombría se recogían todos los acontecimientos del mundo.

Vio como en el interior del árbol cada rama, cada hoja y cada brote se vinculaban por hilos de clorofila que contenían la información de cada parte del mundo. Contempló el mapa de la China, moteado con millares de árboles azules; descubrió un barco encallado en los arrecifes de Sri Lanka y condujo su vista por el largo camino en que el Amazonas no consigue mezclarse con la oscuridad del Río Negro, siendo dos aguas opuestas que discurren por la misma cuenca. Por entonces no había Internet. Si no Celestina hubiera pensado que el gran árbol era parecido a Google Earth. En vez de eso, Celestina pensó que la tierra es un paisaje entero que puede caber en el reflejo de un charco de lluvia. Mientras, en el envés de las hojas del gran árbol azul, el amor y el odio hacían malabarismos para mantener en funcionamiento este motor oxidado sobre el que camina el mundo.

En aquellos años, el padre de Celestina, cuando se iban a pasear al volcán, la obligaba a vestir chubasquero. Aunque nunca lloviera. Porque nunca llovía. Era como un amuleto o una suerte de plegaria. Celestina tenía un chubasquero que se guardaba en uno de los bolsos del propio chubasquero, un enorme chubasquero azul que se daba la vuelta por completo y se guardaba en un pedazo de tela del tamaño de su mano. Pensó que el interior del árbol azul era el bolsillo del chubasquero del mundo, que el mundo era reversible, y que estaba en la otra parte del globo, en la que se miran las cosas del reverso.

Ese día tardó siete horas en volver a su casa, mareada porque aún no se había inventado la televisión, y Celestina nunca había visto besos en la boca, tigres o asesinatos. No contó a nadie lo que había visto en el gran árbol. ¿Cómo podría hacerlo si ni siquiera sabría describirlo?

En esos días empezaron sus insomnios. Cada noche se desvelaba ideando qué pasaría en el universo si arrancaba una de las hojas, qué catástrofe provocaría en la tierra si podaba alguna rama, cómo cambiaría el mundo si ella, desbrozando, obligara a la clorofila del gran árbol azul a abrirse nuevos caminos.

Y todos los días durante más de cincuenta años, en los cuales llovió ciento cuarenta y tres tardes, Celestina, al pasar por la plaza, se deslizaba al interior del gran árbol azul para descubrirse los secretos del mundo. Todos los días, durante más de cincuenta años, cuando salía de él, los señores que se sentaban en la plaza la miraban indiferentes. Al fin y al cabo en aquella isla del fin del mundo no tenían mucho tiempo para observar las pequeñas esporas, los suaves pelillos y el entramado de nervios que dibujan árboles en el dorso de las hojas de los árboles. Estaban demasiado ocupados, siempre sentados y esperando, desesperadamente esperando a que lloviera.

Aunque los isleños lo desconocían (porque ninguno asistió a clases de astrofísica), el fin del mundo tenía algunas de las peculiaridades que se le atribuyen a los agujeros negros. Como su aislamiento o el color basáltico. Tenía la particularidad de haberse creado en torno a un agujero, que en aquella isla era un cráter de tierra ardiente. El fin del mundo también se parecía a los agujeros negros porque lo definían mejor sus ausencias que sus presencias. Su identidad la conformaban más las cosas que no tenía que aquellas de las que estaba compuesto (a las que se había habituado).

Gran parte de la población de la isla siempre estaba ausente, fondeada en alta mar, y mantenía a la otra parte, la que permanecía en tierra, intranquila. Siempre pendiente.

La ausencia de tierra en los senderos hacia el volcán también tenía más protagonismo que su presencia, y las grietas volcánicas sobre el suelo de la isla eran más famosas que el firme piso de lava seca. Al fin y al cabo, en ese intervalo en que no había suelo, fruto de la irregular solidificación de los fuegos, desaparecían los abortos, era una ocasión ventajosa para los femicidios, una cavidad que inspiraba a los neuróticos a un chapuzón de cabeza. Los suicidas del fin del mundo descendían por esas grietas hacia los inicios mismos de la tierra, donde a veces, aún regurgitaba su fuego alguna boca enterrada de volcán.

La ausencia de lluvia había sido el hilo conductor de la creatividad del fin del mundo, el inspirador de su ingenio. Porque se encontraban por toda la isla toda suerte de artilugios para atesorar agua, y en las tradiciones la lluvia inundaba las canciones y los rezos. Hubo destacados inventores en la isla que intentaron convertir en nieve la brisa del mar o quisieron romper las olas para separar la sal del agua. Hay quien dice que incluso el Doctor Braulio, cuando llegó a la alcaldía, tenía entre su programa electoral el propósito de importar un río. Ramón, uno de los señores que murmuraban en la plaza del gran árbol azul, decía que fue su bisabuelo quien lo previno de traerse el río, convencido de que el volcán no tenía suficiente pendiente para arrastrarlo hacia el mar.

En cualquier caso el volcán estaba tan horadado que difícilmente podría adivinarse la caprichosa orientación de sus pendientes. Porque algunos aspirantes a campesinos lo habían escarbado en mil orificios y canteras para arrastrar la arena de sus lavas hacia casa. Al fin y al cabo solo la lava del volcán era propicia para el cultivo. Era capaz de guardar, en la porosidad opaca que contenía, algunas gotas del rocío. Y solo por los pequeños huecos de aquellas piedras pudieron prosperar las suficientes plantas en los jardines para que los habitantes del fin del mundo no sucumbieran al escorbuto.

La mirada esperanzada a las volátiles nubes de aquel cielo fue lo que hizo a los párrocos cristianos que llegaban a ejercer en la isla, provenientes de seminarios continentales, pensar que los isleños eran aficionados a algún credo, propicios para la mística. Porque estaban demasiado acostumbrados a pedir lo que no podían conseguir, a perseguir imposibles, obsesionados con los milagros. Pero era invariable la decepción de los sacerdotes cuando en los oficios los hombres ni siquiera entraban a la iglesia. Se quedaban a las puertas para poder seguir pendientes de las presiones de los vientos, la pastosidad del aire, la velocidad de las gaviotas o la humedad ambiente.

La identidad de algunos isleños, como la del fin del mundo, también estaba conformada por sus carencias. Como era el caso de Ramón, del que su principal rasgo era la falta de zapatos. O la de Celestina, por su ausencia de sueño. También la de los emigrantes como Nzinga, la niña africana que carecía de voz. O la utilizaba de manera tan extraña.

Los nombres que recibieron algunos de los lugares de la isla también estaban relacionados con sus faltas. Como el Roque de Lobos, que era un promontorio en medio del mar que carecía de vida. Había cierto afán por inventarse que en sus grutas se guarecían fieros animales, perros salvajes o felinos al acecho. Aunque el roque solo era una peña desnuda sobre el mar en la que nunca prendió una sola semilla de yerba. Y sin embargo, esas leyendas asustaban tanto a los marineros que en caso de vendaval preferían vérselas con el mar enfurecido que desembarcar en el islote. Preferían sucumbir a sus miedos y arriesgarse a zozobrar que encarar la desesperanza objetiva de que en aquel islote no existiera la vida.

La punta más apartada de la isla también tenía el nombre de lo que le faltaba. Era Playa Mujeres, la esquina más remota y ventosa del fin del mundo y de la que todas las mujeres habían salido huyendo. Ya sólo vivían escasos marineros allí. Fue por la enfermedad de los vientos. En tiempos, los hombres se habían frustrado tanto de pelearse contra sí mismos que comenzaron a pelear contra sus mujeres. Fue una guerra sin tregua que dejó en los cuerpos de las esposas los mapas de las brújulas sin norte y los timones rotos. Las mujeres escapaban por la noche y corrían por la lava a punto de despeñarse por sus grietas. Cuando llegaban al pueblo llamaban a sus hijos con los nombres de lo que sus padres nunca consiguieron tener. A los niños, Clemente, y a las muchachas, Consuelo.

La noche en que la última mujer escapó de Playa Mujeres hubo un temblor de tierra. Celestina recuerda verla pasar sumida en el pánico camino de casa de sus padres. Corría sobre suelo inseguro mientras la anciana, asomada por la ventana, contemplaba el mar. Con la luz intermitente del faro vio una barca vacía acercarse desde el horizonte a la playa. La embarcación atracó como un fantasma sobre la arena y se quedó oscilando suavemente. La anciana, a pesar del reuma, que era una epidemia en el fin del mundo, movía los pies inquieta agitando los pompones rosas de sus zapatillas.

Nunca, durante los más de cincuenta años que Celestina pasó observando los hilos de injusticias con los que se teje el mundo había movido o tocado nada del gran árbol. Nunca había cedido a la tentación de acariciar uno de sus frutos azules, estrujar la punta de una hoja seca, desprender una corteza desconchada o soplar el polvo de la carcoma. Siempre pensó que si alguien tenía que alterar los designios del fin del mundo debía ser alguien más preparado que ella. Quizás la médica del pueblo o el alcalde. Ella al fin y al cabo apenas sabía leer y a veces tenía ideas simples. Eran las tablas de salvación a las que se agarraba cuando sus pensamientos, los que daban vueltas y vueltas, iban a la deriva, camino de convertirse en náufragos.

Sin embargo, el día del temblor, por primera vez, sus movimientos habían cambiado la forma del árbol. Fue cuando su moño de caracola tropezó con una rama, y una hoja, que ya oscilaba con la duda de una lágrima, se desprendió. No se cayó sobre el piso. Si no Celestina se hubiera urgido a pegarla de nuevo. Aunque fuera con Loctite. La hoja se fue con el viento. A través del hueco que se había abierto entre el follaje, Celestina pudo verla subir incansable hacia las nubes.

Cuando salió del árbol la anciana estaba completamente pálida. La tensión se le bajaba y la azúcar se le subía con los ritmos de un sismógrafo. Las bolsas que se acumulaban bajo sus ojos oscilaban con más inclinación que los pesados lóbulos de sus orejas, famosos en el pueblo ya que a través de sus agujeros, cuando no llevaba pendientes, podía contemplarse la luna.

Celestina tuvo un encuentro fortuito con Ramón. El señor, poco prevenido de la condición médica de la anciana, le soltó de sopetón la premonición de que esa noche habría un terremoto. Toda la isla sabía que como nunca usaba zapatos Ramón podía tomarle el pulso a la tierra. Así que Celestina se apresuró hacia su casa intentando recordar en qué cajón de la cómoda había puesto sus pastillas del corazón. Se dijo a sí misma que no volvería bajo el gran árbol azul.

Al llegar a casa Celestina deseó con todas sus fuerzas tener a alguien con quien hablar. Que su hijo desembarcara repentinamente o que alguna vecina se acercara a su casa para tejer ganchillo. Aunque no pudiera hablar del árbol azul, quizás podría quejarse de aquellos artesanos que vivían en casas comunitarias bajo el volcán de la isla y se sospechaba que tomaban drogas. Los artesanos eran una de sus ideas simples, una de sus tablas de salvación cuando la marejada dejaba sus pensamientos sin rumbo.

Que el señor Ramón no usara zapatos fue algo accidental, producto de una alergia infantil al cuero. De ahí que se acostumbrara a andar descalzo y después, cuando ya vendían antihistamínicos en la farmacia del pueblo, la forma de sus pies fuera poco anatómica para la de los zapatos. De tanto hundirlos en la arena por su oficio de pescador de caña terminaron pareciéndose a extremidades anfibias más que a miembros humanos.

El hecho de no usar zapatos mantuvo al señor Ramón en contacto desde pequeño con cosas que el resto del fin del mundo no parecía percibir, como la temperatura de la tierra o la humedad de la arena. Predecía mejor que nadie la actividad del volcán y los cursos de las mareas. También averiguaba otras cosas de las que prefería mantener silencio. Como cuando sentía que el calor del sol apenas se acumulaba en el asfalto y entendía que era ahorrando pavimento como el alcalde se había construido su mansión en la gran playa.

La carencia de zapatos permitió a Ramón entender que algunas de las cosas de la vida nos separan de ella. Por eso apenas usaba ropa, tenía la casa más sencilla del pueblo y apenas hablaba. En general, nadie ponía en cuestión las cosas que decía. Hablaba tan poco que, cuando lo hacía, parecía más cierto. Ese día tampoco se equivocó, aunque el terremoto que vaticinó fue muy ligero. De hecho, los daños en el pueblo no fueron extensos.

Sin embargo, algo pasaba en la playa. Al amanecer, Celestina vio un corrillo formado en torno a la barca que había quedado varada. En ella, bajo una lona, entre redes de pescar y un bidón vacío de agua encontraron desmayada a una niña. Era completamente negra. La miraron con curiosidad hasta que llegó la médica. ¿Para qué sirve?, se preguntaban, mientras la doctora examinaba su cuerpo, atestado de pelillos y corpúsculos, con un entramado de venas que dibujaban infinitos senderos bajo la piel oscura.

Pronto descubrieron que la niña no servía de mucho, apenas sabía hablar o lo hacía de manera muy excéntrica. Cuando decidieron escolarizarla, lejos de aprender, la niña cantaba. Tarareaba canciones difíciles y ritmos imposibles. Un día al nuevo inventor del pueblo, Braulio Tercero, descendiente del muy recordado Doctor Braulio, se le ocurrió la idea peregrina de utilizar aquella voz para conjurar las lluvias. Como tardaba en llover, fue a la escuela y junto al maestro y al alcalde llevaron a la niña negra a pasear al volcán. La azuzaron para que cantara sus músicas raras.

A veces, en la escuela del fin del mundo, agitaban a la niña negra como se agita un viejo aparato que ya no funciona. Y el inventor siempre que se la encontraba se mesaba las barbas mientras la miraba extrañado. Se preguntaba de qué podría servirles.

Tras el desprendimiento de la hoja del árbol, Celestina se negó a salir de casa durante días. Escondió su dentadura postiza en una esquina del armario e invocó al Alzheimer para no recordar nunca donde la había dejado. Nunca salía de casa sin su dentadura postiza. Y es que aún mantenía ciertas coqueterías de cuando era joven. Así que lavó, secó, planchó y colocó todos los manteles, las cortinas, los tapetes, los tapices y las fundas. Arregló las varillas de cada uno de sus paraguas. (Igual que era una costumbre el pasear con chubasquero en el fin del mundo, también lo era el coleccionar paraguas por si algún día arreciaba la lluvia.) Cocinó sopa. Cocinó carne de conejo y como su hijo no desembarcó esa semana se la obsequió a uno de los perros. Se enganchó con una telenovela colombiana. Deshizo galletas María en la leche. Habló sola, farfulló quejándose probablemente de algo o de todo. Pero no se le entendía nada sin dientes.

A pesar de su avanzada edad, aquella anciana desdentada aún tenía sangre febril para las grandes pesadillas. Celestina a veces soñaba que el gran árbol azul era la red de un pescador que la tenía atrapada abajo en el mar. Soñaba que en la profundidad del océano se ahogaba incapaz de romper los nudos que sujetan el fin del mundo. Otras veces soñaba que las mujeres y los hombres de la isla se sentaban al atardecer en la gran playa para tejer redes. Cada hilo de sus mayas nacía del anterior como una venganza. Cada hilo daba luz a nuevos hilos como una hidra de múltiples cabezas. Celestina soñó que esos hilos eran los esbozos de las rejas que contenían la promesa de una cárcel.

La quinta noche de su encierro Celestina se despertó a las tres de la mañana sudando. Pensó en el hueco que había abierto en la copa del gran árbol. El que dejó la hoja. El mismo hueco por el que ascendió incansable hacia el cielo. Celestina intuyó que ese agujero en la copa del árbol, ese pedazo de no árbol azul, esa ausencia de gran árbol, era su única oportunidad de un descanso.

Esa mañana, justo a la hora en que el sol salía por detrás del Roque de Lobos, Celestina volvió a visitar el envés del gran árbol azul. Quería comprobar que aquel hueco aún seguía abierto.

Se pegó la dentadura al paladar y de camino a la plaza Celestina se encontró con Braulio Tercero. El inventor daba vueltas y vueltas por el pueblo cavilando sobre las posibles utilidades de Nzinga. Ni siquiera saludó a Celestina. Pero las descortesías siempre se perdonan a los genios. Estaba enfrascado en sus cálculos, revisando sus anotaciones. Se mesaba las barbas ensimismado.

Cuando Celestina penetró de nuevo en la cavidad del árbol suspiró como cuando la médica le enchufaba la mascarilla de oxígeno con la gripe de invierno. La débil luz de la mañana entraba por el hueco que dejó la hoja. Era pequeño y apretado como el agujero por el que se hincha un globo. Celestina tuvo un buen augurio.

Cuando Celestina salió del árbol, las señoras del fin del mundo esperaban al autobús con los carritos de la compra. En la cola del autobús también esperaba la nueva niña, Nzinga, de la mano de un artesano que se había compadecido de su inutilidad y había decidido adoptarla. Los ojos negros de Nzinga se quedaron mirando fijamente las manos de Celestina. Estaban surcadas por venas y arrugas que dibujaban árboles. La niña negra también miró a través del hueco que se abría en los cartílagos de las orejas de Celestina. Era como un pequeño charco de lluvia a través del que se podía contemplar el reflejo del mundo. A través del hueco de las orejas de Celestina, Nzinga contempló a los hombres que murmuraban sentados junto al majestuoso árbol azul, contempló el gran volcán cubierto siempre por la misma nube, famosa por sus vientos y huraña con sus lluvias. Contempló hasta que fue arrastrada por su nuevo padre a la plataforma del autobús. En el viaje, el vaivén por los baches que provocó la escasez de asfalto le recordó al vaivén del terremoto que la había desembarcado en la playa.

Nzinga, la niña negra que naufragó en la isla del fin del mundo, durmió esa noche en una casa bajo el volcán, atestada de adultos y de niños, de respiraciones pesadas, llantos nocturnos y susurros. Fue su primera noche, después de una infinidad de lunas, en compañía.

A la mañana siguiente contempló el taller de los artesanos que la albergaban. Era un universo de cráteres y de polvo. Construían vasijas, joyas y muebles. Los construían como espejos de la rara naturaleza de aquel volcán anclado en los mares del fin del mundo. Para reproducir la terquedad del magma cuando le roba un espacio al océano, los artesanos movían las piedras, secaban las plantas, untaban las resinas y revivían los arrecifes.

El padre de Nzinga era el único soltero de la comunidad de artesanos. Era un hombre charlatán que siempre se había sentido solo. Bebía en exceso y nunca tuvo suficiente responsabilidad o buena cabeza para formar una familia. Cuando escuchó que Nzinga había desembarcado y le contaron que no servía, se enamoró de ella sin conocerla. Como cuando un alma desesperadamente huraña reconoce de súbito a su alma gemela. Pero el artesano sabía poco de criar a una niña, así que no se preocupó de mucho más que de procurarle alimento. Hablaba sin cesar por fin complacido de que alguien le escuchara. Se olvidó de enseñar a Nzinga a pronunciar ella también las palabras. Se olvidó además de peinar a Nzinga, por eso el pelo de la niña, agitado diariamente con la virulencia de los vientos volcánicos, pronto comenzó a acumular asperezas, protuberancias y fragmentos del arrecife, y al pasar de los meses fue adquiriendo el aspecto de las algas que mueve el mar.

Eso sí, cuando su padre la abrazaba, Nzinga sentía dentro del pecho del artesano todas las ramificaciones de sus latidos, los árboles que dibujan árboles en los cuerpos, las raíces que se clavan profundas en los pulmones. Sentía que ella, como una semilla, estaba germinando en el corazón de su padre adoptivo, y que su padre era una espora errante que por fin germinaba en un corazón de niña.

Una mañana de aquellos días, tan ventosa como cualquier otra, Braulio Tercero, pertrechado bajo un inútil paraguas de color lila, llegó oliendo a pólvora y a gasolina al consejo municipal. Llevaba sin lavarse una semana entera, intentando desentrañar los usos de Nzinga. Al sentarse frente al Alcalde comenzó a ponderar la razón sobre la magia y el alcalde, fiel a su costumbre, comenzó a dar cabezadas sobre la butaca. En definitiva, abrevió Braulio… a través de procesos de generalización, deducción y síntesis he llegado a la conclusión que la común característica de los cuerpos negros es la ausencia de luz. Como Nzinga es del género opaco, es inútil escolarizarla porque no podrá aprender en la escuela. Aquellas declaraciones fueron todo un alivio para el maestro.

Cuando los artesanos trabajaban y sus hijos iban a la escuela, Nzinga, vetada de aprender matemáticas, caminaba por la isla, ascendía al volcán y se dejaba llenar de vértigo al mirar cara a cara a su orificio. Le gustaba también bajar a la playa y dejar sus huellas sobre la arena, porque no eran negras ni blancas, las huellas eran humanas y anónimas, podrían ser las huellas de cualquiera. Sus ojos eran tan oscuros que difícilmente se podría distinguir donde terminaba la pupila, donde comenzaba el iris. Parecían mirar siempre al horizonte o no mirar hacia ninguna parte. El mar sobre la playa era como su padre adoptivo, tenía esa ternura incansable sobre la arena.

Nzinga se encontraba a Ramón que pescaba con caña. Se arrimaba a él y observaba lo que hacía, observaba lo que él observaba. Hablaba su mismo lenguaje de silencio. Encontraba las respuestas a sus preguntas en los movimientos de los ojos y de las manos del hombre. Nzinga se acercó a Ramón tantos días que aprendió a pescar y se hizo popular entre los artesanos por los peces de sus cenas. Ramón enseñó a pescar a Nzinga sin cruzar media palabra. Se deleitaron en el placer de la paciencia, y asistieron a la clarividencia del silencio. Los sosegados pensamientos de Nzinga y de Ramón, tras varias semanas de pescar en la playa, iban parejos, como dos melodías que siguen un mismo ritmo.

Cuando se hacía de noche, Nzinga contemplaba la luna que, según cantaban en su remoto pueblo de más allá del fin del mundo, era un agujero de luz en la oscuridad del cielo. A veces lloraba con nostalgia. Porque la luna era la única cosa que era igual entre el inicio y el fin del mundo, lo único que podría estar contemplando al unísono su madre. Ideó que en la cara oculta de la luna estaba su verdadera familia, su verdadera madre, la que entendía el significado de sus bailes. Soñó que tras aquel agujero de luz en la oscuridad del cielo estaba su verdadero padre, el que componía las partituras de todas sus canciones excéntricas.

A veces, como todos en el pueblo, Nzinga oteaba la luna a través de los agujeros de las orejas de Celestina, cuando a la anciana el cansancio del insomnio le vencía todo resto de coquetería y se dejaba olvidados los pendientes. Vislumbrada tras los agujeros de la vieja la luna era más luminosa y brillante y le llenaba las pestañas de lágrimas.

En las reuniones de ancianas, cuando se sentaban a coser de cara al mar, contaban que Nzinga era un agujero sin luz que se había colado en la luminosidad de la isla.

Canta muy mal.- Protestaba Genoveva, una mujer con un lunar que crecía como una barbilla negra sobre su barbilla blanca.

Los artesanos la dejan andar por ahí con esos pelos…- Rezongaba Hortensia, tan alterada ante la maraña de algas que se encaramaba en la cabeza de la niña, que acabó pinchándose un dedo con la aguja y cubrió de sangre la bolsita que tejía para guardar la lavanda.

Celestina se asustaba. Su sensibilidad de anciana la hacía fácilmente impresionable. Las manos le temblaban mientras cosía. Dudaba al introducir el hilo en el agujero de la aguja con la que bordaba un tapete de camelias para la mesa camilla.

Con sus pensamientos que se enroscaban en forma de caracola, Celestina pensaba en el agujero por el que se hacen pasar todas las hebras de lana para confeccionar un pompón. Y automáticamente después pensaba también en el agujero que dejó la hoja en el árbol, que podría ser el ojal en el que se enhebran todos los hilos que tejen su gran copa azul.

Celestina no entendía porqué tenían que llegar a aquella isla personas. Al fin y al cabo aquello era el fin del mundo, no se trataba de ningún inicio. Cavilaba sobre los muchos esfuerzos que consumía entre la población local el solo hecho de encontrar para los forasteros algún cometido en el que fueran útiles.

A veces, cuando Celestina veía a Nzinga, pescando junto a Ramón en la gran playa, una marea de vientos se revolvía en su pecho. Al final de cada tarde Nzinga cargaba sus pescados al hombro, atravesaba el pueblo y ascendía a la falda del volcán, hacia la casa de su padre adoptivo. Ramón rara vez la acompañaba. Sus pies anfibios cada vez le dificultaban más caminar sobre suelo seco y sus piernas se trastabillaban provocándole severas caídas.

Cuando los niños del pueblo veían a Nzinga se quedaban boquiabiertos. En la boca de los niños Nzinga podía crear el vacío, un poder que sólo tienen las incógnitas.

El misterio Nzinga fue metiendo no sólo en Celestina, sino en todos isleños, mucho viento en el pecho. A veces cuando los del pueblo miraban a la niña a esos ojos que no miran a ninguna parte sentían una mezcla de miedo y de rabia.

Nzinga, indiferente a las miradas y los códigos del fin del mundo miraba a la luna. Intentaba recordar las canciones de plenilunio que le compuso su madre. Con el tiempo y la distancia se empezaba a olvidar de las letras y de las melodías que sus padres le enseñaron más allá del fin del mundo. Al pasar de los meses su pequeño cuerpo negro se llenaba más y más de silencio. El alcalde, además, hizo un decreto ley para prohibirle cantar, ya que alteraba los nervios al pueblo. Y Nzinga, poco a poco se fue quedando más huérfana.

La incertidumbre que la existencia de Nzinga provocaba en la isla creó en los isleños abismos por los que se precipitaba la enfermedad de los vientos. Eran como las cavidades de las caracolas por las que se cuela la brisa de mar. Son cavidades pequeñas pero tan enrevesadas que contienen en la suavidad del nácar una cantidad infinita de viento.

Nzinga con su silencio y su oscuridad contagió suspicacias a toda la población del fin del mundo. Al fin y al cabo aquella población isleña siempre había estado tan acostumbrada a las carencias que muy poco sabía de las presencias. No sabían cómo mirar las cosas nuevas, tan poco acostumbrados que estaban a recibir regalos.

Al pasar de los meses, un día, tan ventoso como los demás, Nzinga jugaba al cascayo en la plaza del gran árbol azul. Jugaba sola sobre la rayuela que había permanecido pintada sobre el suelo volcánico generaciones enteras. La copa del gran árbol azul oscilaba al viento como las medusas sobre la superficie del mar.

Ese atardecer, los señores que murmuran por las lluvias no dejaban de quejarse de la inutilidad de la niña, hasta que Ramón, que se liaba un cigarro nostálgico en el banco, les dijo “ella por lo menos sabe esperar cuando sostiene una caña, mientras que ustedes, por charlatanes, se comen los mejillones de lata”. Esa tarde Ramón estaba malhumorado. La médica le había dicho que tendría que operar sus pies de rana. Le había dicho: “Son completamente inútiles para caminar en el asfalto.” El mismo asfalto con que el alcalde se había ocupado de cubrir gran parte de la isla.

Saltando a la rayuela frente a Ramón, Nzinga era indiferente a los comentarios que generaba. Su oído estaba ocupado. El gran árbol azul, oscilando, había arrastrado los vientos que se colaban por su oreja enroscándose en vueltas y vueltas de cartílago, como acertijos que nunca se resuelven. Dentro de su cabeza de repente resonaba la voz de su madre con melodías que creía olvidadas.

Una brisa procedente del árbol parecía contener las canciones de plenilunio, los conjuros al mar, los ritos de amor y los exorcismos del odio. El corazón de Nzinga, sobre la rayuela, latía al ritmo de la música de tambores.

Nzinga volvió varias tardes. Dejaba sus pescados reposar sobre un banco de la plaza y jugaba al cascayo bailando las viejas melodías de sus padres. Apenas percibía los murmullos, quejas y lamentos de los señores que refunfuñaban por la lluvia y por la extranjera en la plaza. Rara vez observaba a la anciana Celestina, que todas las tardes miraba a un lado y a otro como la Pantera Rosa y subrepticiamente obsesiva se colaba bajo el gran árbol.

Celestina permanecía durante horas bajo el gran árbol chino, mirando la bóveda de su copa, donde se reflejaba toda la tierra y cada una de las relaciones y posiciones que ésta contiene.

Celestina, cuando estaba en su casa haciendo ganchillo, rodeada con sus tradicionales tapetes, manteles y bordados, pensaba que mientras siguiera así, como siempre y sin alterarse, el fin del mundo tendría un cierto sentido. Pero cuando permanecía bajo el árbol azul cambiaba de idea. Bajo el gran árbol podía contemplar la perpetuidad de la inquina; y pensaba que si no cambiaba algo de un momento a otro, el mundo, como un viejo reloj inútil, terminaría parándose.

Celestina contemplaba impotente los equilibrios que hacía la clorofila azul sobre las ramas. La clorofila caminaba temeraria y sin red sobre las cuerdas flojas en las que se batían en duelo la atracción y el resentimiento.

Una tarde, cuando ya tardaba siete meses y cinco días en llover, Celestina vio por primera vez al gran árbol moverse. Salvo el incidente que provocó el vuelo de la hoja y la presencia del agujero, nunca antes aquel entramado de nervios de celulosa y flores germinadas había alterado su forma. Por eso Celestina creyó estarse mareando al ver a la copa desplazarse como una esfera sobre la que se mueven cientos de agujas de reloj.

Las hojas circulaban lentamente, cambiando su latitud y altitud a una velocidad difícil de percibir por una pupila inquieta, pero fácil de apreciar para los ojos de Celestina, ancianos, templados y acostumbrados al paisaje del envés del árbol. Las ramas del árbol se descomponían y se recomponían como las constelaciones de estrellas en el firmamento a medida que avanza la noche. Y a medida que los tallos se desconectaban y conectaban, en los oídos de Celestina sonaba tímidamente una música, que era sutil como el viento, pero que marcaba el ritmo en que el gran árbol azul se transformaba.

Después de más de cincuenta años de insomnio, la anciana Celestina, terca, solitaria y con el pelo en forma de caracol, por fin descubría cómo se puede transformar el árbol que contiene al mundo. Por fin.

Cuando salió del árbol, aunque ya era noche cerrada, algunos señores seguían en el banco murmurándole a la nube que se cierne sobre el volcán. Quejándose porque siempre envolvía al fin del mundo con sus vientos, mientras lo despojaba de toda lluvia.

Sobre la vieja rayuela aún saltaba Nzinga tarareando sus músicas discretamente. (Tras el decreto ley del alcalde tenía que andarse con mucho cuidado). La vieja la miró absorta. Cantaba el mismo ritmo, la misma melodía: la que era capaz de alterar la orientación de las sinapsis que unían las hojas, las esporas y las protuberancias del gran árbol azul.

Nzinga también contempló absorta a Celestina. Bajo la caracola de sus orejas se abría un agujero por el que se asomaba la luna, brillante, como la de la noche en la que su madre se despidió de Nzinga, más allá del fin del mundo. La tapó en una barca y cantó las músicas que hacen que el mar avance. “No vuelvas hasta que no dejen de buscarte.”

Celestina caviló que Nzinga quizás fuera un demonio y se le llenó el pecho de viento. Caviló entonces que quizás el árbol fuera demoniaco, porque sólo él entendía las extrañas melodías de la niña negra y bailaba al son de ellas. Caviló entonces que quizás el mundo fuera un lugar maldito si es que estaba resumido en un árbol malvado. Los pensamientos de la anciana, tercos y solitarios, se enredaban como caracolas camino de su casa.

Al llegar a casa, Celestina quiso tener alguien con quien hablar, con quien quejarse de la niña negra. No podría decirle que la niña negra conseguía con sus canciones cambiar el destino del mundo, pero si podría quejarse, por ejemplo, del pelo de Nzinga y de su forma de anémona en el mar. O de su padre borracho.

Pero estaba sola. El hijo de Celestina tardaba en regresar de alta mar para llenarle toda la casa con su olor a sal.

Celestina remendó su ropa y esa noche alargó su insomnio. Estuvo sin dormir hasta al alba y al ver el sol salir más allá del Roque de Lobos decidió no insistir más en sus plegarias a la fase REM y a la efectividad de los somníferos. Se desperezó y se puso su bata. Al salir al zaguán de la casa sus párpados se achicaron ante el sol como los moluscos cuando los rozan ásperamente las olas.

En la playa, Celestina contempló una cama de algas sobre la arena. Había algo extraño en el amanecer de aquel día, como cuando un niño aguanta durante unos segundos la respiración al descubrir que sobre el aire flota un misterio.

Esa mañana Braulio Tercero terminó de reparar sus molinos, los que destilaban el agua del océano. Y sin embargo, las astas de molino no se movieron.

En la mansión de la gran playa, el alcalde miró la hilera de palmeras que el Doctor Braulio plantó sobre tierra africana. Estaban como si se hubieran dormido de pie, profundamente quietas.

Ramón pasó todo el día con los pies enterrados tan abajo en la arena de la playa que pudo sentir el calor del magma moverse como una serpiente bajo los dedos. Y sin embargo, a pesar de quinientos veinticinco minutos de silencio, no pescó ningún pez con su caña.

Esa tarde los señores de la plaza se asombraron al no ver en el cielo la nube que siempre rodeaba al viejo volcán y que les había procurado tan poca lluvia. Cuando Nzinga se fue a saltar al cascayo, no pudo oír las voces de sus padres ni los cantos.

Ese día el viento dejó de silbar.

Los marineros que bordeaban el Roque de Lobos no escucharon los aullidos de sus grutas, los que alimentaban las leyendas. Los alaridos del viento en las cavernas del roque habían cesado. La imaginación marinera, que tiene sus propios miedos, igual que tiene sus propios dioses, se quedó ciega.

El mar tenía una calma tensa, como si pudiera pasar de todo, o como si ya no pudiera pasar nada. Como si fuera el inicio del mundo o como si fuera el fin más último.

Cuando el día en que el viento dejó de silbar, la médica auscultó los pechos de los enfermos, no escuchó latidos sino la brisa del mar. En vez de su estetoscopio, parecía estar escuchando una caracola.

Las enfermedades de los vientos habían secuestrado en el interior de los isleños, a fuerza de frustración, de miedo y de ira, el último movimiento de aire. Con su último pánico, el que despertaba Nzinga, todo se movía en el interior de la gente, pero en la isla ventosa no se movía nada.

A los pocos días sin movimiento en el aire, los bancos de los peces en el mar con la falta de corrientes cambiaron de ubicación, y los marineros, que perdieron su pista, desembarcaron con sus redes vacías en la isla del fin del mundo. Al rato de estar en tierra firme ya tenían la mirada perdida. Confundidos por la enfermedad de los vientos y poco acostumbrados al estruendo del llanto de sus hijos se volvían irascibles y gritaban a sus mujeres. Las mujeres, que acumulaban enfermedad de los vientos, la de ellas y la heredada de sus madres y abuelas, hablaban con sus hijos sólo de miserias. Y los niños corrían nerviosos. Solo conseguían imaginar que sostenían pistolas en sus juegos. Solo sabían jugar a la guerra.

A las pocas semanas, los campesinos se personaron en el consejo municipal para quejarse de que las semillas y las esporas errantes no volaban a sus huertos.

A Ramón, la falta de peces en la gran playa, le hizo tener que operarse los pies para poder atravesar el camino asfaltado que iba de su casa hacia el supermercado.

Braulio Tercero se sumió en profundas cavilaciones sobre el significado de la falta de corrientes en la isla. “Nzinga es el hueco por el que se nos ha escapado el último viento.” Dijo el inventor en la Alcaldía al cumplirse dos meses de la quietud del aire.

Nzinga debía prepararse. La voz de que ella era la culpable de la falta de peces, de la falta de aliento en el aire, se extendió como una llama en paja muy seca. Además, tras la falta de viento, al percibir el ánimo alterado en el pueblo, el artesano que adoptó a Nzinga, con su labilidad de carácter, estaba borracho casi todos los días. Cuando llegaron las hordas del pueblo a la casa comunitaria no pudo defenderla. Nzinga se escapó por un ventanuco y salió corriendo por un mar de lava solidificada. Los isleños la perseguían con varas. Querían que les devolviera el viento. Sorteó las grietas, los promontorios y las cavidades que se horadaron bajo el volcán y terminó arrinconada en la plaza del pueblo.

Ramón, con sus recién estrenados pies humanos, estaba sentado en el banco de la plaza abriendo una lata de mejillones. Vio pasar corriendo a Nzinga, perseguida por una jauría de ciudadanos del fin del mundo; pero no se levantó para defenderla.

La arrinconaron contra las ramas del árbol azul. La increparon en un idioma que ella no entendía. Dos tocayos llamados Clemente la sujetaron del brazo hundiendo sus pulgares más allá del hueso. Una mujer llamada Consuelo la gritaba enfurecida. Pero tras un rifirafe de unos segundos, de repente, la niña negra desapareció. Los hombres que la asían se quedaron con las manos vacías, y Consuelo permaneció absurdamente gritando al aire. El círculo de isleños ya no rodeaba nada más que las densas hojas azules del gran árbol que llegó de la China. La buscaron alrededor del árbol, bajo los bancos y en las calles aledañas a la plaza, hasta que pasada una hora, el percibir de nuevo una ligera brisa de mar en el aire les calmó la furia y se fueron dispersando.

Celestina, que había escuchado la persecución desde dentro del gran árbol azul, había levantado una rama para deslizar a Nzinga dentro. La había empujado hacia la cavidad del árbol y rescatado así de sus perseguidores. La anciana, a pesar de sus suspicacias, pensó que si la niña sabía las canciones que cambian el curso del mundo podría ser un demonio con igual posibilidad que un profeta. Además, después de más de cincuenta años en los que solo llovió ciento cuarenta y tres tardes, era la única que sabría cambiar ese mundo.

La niña negra se aferró a las caderas de Celestina aterrada y casi hizo a la vieja caerse. La anciana le dijo secamente “Canta tus canciones, puedes cambiar tu destino y también el de ellos”. El gran árbol azul esperaba inmóvil.

Pero pasó un rato hasta que Nzinga consiguió dejar de llorar, desasirse de Celestina y volver a abrir los ojos. La niña negra contempló atónita la inmensidad del mundo reflejaba en aquel árbol de color azul. Su madre le había enseñado las canciones que apaciguan los malos aires y transforman los senderos. Pero no recordaba las canciones y el viento, que era el único que podía chivárselas, lo guardaban con celo los isleños bajo el esternón.

La niña estaba muy pálida. Por el susto pero también por la luz blanca que se deslizaba por el agujero, el que dejó la hoja en su ascenso hacia el cielo el día en que Nzinga desembarcó en la gran playa. Era la luz de la luna. Nzinga se quedó contemplando el satélite a través del árbol. Temblaba.


Celestina llevaba tantos años hipnotizada bajo el árbol azul, tentada con la posibilidad de alterarlo. Se impacientaba. Pero Nzinga no cantaba, tiritaba de miedo. Algo en aquella luz blanca la embrujaba y mecánicamente comenzó a dar saltitos hasta tocar con la punta de sus dedos el hueco. Saltó alto, muy alto, urgida por el pánico más absoluto, por el deseo de alcanzar la luna, de ver de nuevo a sus padres. Saltó tan alto que llegó a introducirse por el hueco. Y entonces, frente a los ojos asombrados de la vieja Celestina, se zambulló por el agujero de globo que sirve para hinchar el mundo y desapareció.

La niña, lejos de alterar los destinos del mundo y del fin del mundo, había desaparecido. En su lugar, la copa del árbol permanecía intacta. Desde la cavidad sombría del árbol azul ya no se veía el agujero. No se veía el hueco que dejó la hoja en su vuelo incansable hacia el cielo. El hueco lo cubría ahora la misma hoja, la que se desprendió, la que estaba llena de esporas y corpúsculos, con el entramado de venas que dibujan árboles en los árboles.

Celestina caminó hacia casa decepcionada. Había perdido la oportunidad que llevaba esperando mas de cincuenta años. Sintió de nuevo la brisa de mar sobre su cara, ajada por las mil arrugas, las que dibujan árboles en la cara de todo el mundo. Sus pensamientos, como siempre daban vueltas y vueltas, como el nácar en las caracolas de mar.

Pensó que igual que los suizos son expertos en maquinaria de relojes, algunas otras personas más allá del fin de mundo quizás supieran los secretos que mueven la maquinaria del gran árbol azul. Pensó que esas personas quizás pudieran introducirse bajo la inmensa cantidad de árboles azules que hay en la China y alterarlos con sus canciones ininteligibles. Caviló que ella, la anciana Celestina, sería alguna hoja seca de algún árbol de la China y que tenía tantas posibilidades de que un oso panda se la comiera como de que una niña negra la lanzara incansable hacia el cielo.

Celestina, con los lóbulos de sus orejas moviéndose como péndulos de relojes de pared, pensó que en una tierra redonda el fin del mundo puede ser el mismo lugar que el inicio del mundo. Y que solo una cosa podría transformar la isla del fin del mundo en la isla del inicio: la ausencia de miedo.

1 comentario:

  1. Hola Miranda
    Lei tus relatos y me gustaron mucho.
    Me alegro de que los pusieras asi todos podemos leerlos ,sigue escribiendo tienes talento
    Saludos Pilar (pequenana)

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