miércoles, 13 de octubre de 2010

CUENTO HONDUREÑO 4.- LA RESISTENCIA

1.-
Aunque Inés Esquivel fue educada desde pequeña con cuidado, con esperanzas y con comida de colores; no dejó de llegar a la adolescencia confundida. Y es que aunque su abuela se empeñara en la alegría durante el día; por las noches, Inés acumulaba en su cuerpo emociones que a veces le impedían respirar y no sabía dónde ponerlas. No sabía donde poner una tristeza profunda que no entendía de donde salía. No era como las gafas que se podían apoyar tranquilamente sobre la mesita de noche. Permanecía palpitando en su pecho toda la noche, como un animal en agonía. La impedía dormir todo lo necesario para que no le cruzaran el rostro aquellas profundas ojeras. Y le permitía escuchar los sonidos de su tía que no conseguía conciliar el sueño leyendo libros marxistas que hacía décadas se habían pasado de moda. Inés se asustaba pensando que acabaría siendo como su tía, con esa soledad tan rabiosa, esa inconformidad inadaptada, esa melancolía por su infancia que era enfermiza. Por eso cuando nadie la veía, por las mañanas, rescataba partículas de la antigua caja de los remedios de Jorge, polvos de colores, hojas secas de texturas cortantes, flores empalagosas. Las tragaba esperando que surtieran algún efecto y por las noches aguardaba a que le llegara el sueño. Bajo un halo de luna la altísima palmera imperial despojaba sus hojas violentamente contra el suelo más allá de su ventana.
Inés era altísima, morena y enérgica. Tenía una voz que parecía elicitar cualquier emoción humana. Cualquiera diría que cantando podría manejar los temperamentos ajenos a su antojo. Cantaba en el restaurante, en la escuela, en la Iglesia. A pesar de esa habilidad única, no podía absorber tanta pena. Poco sirvieron los remedios de Jorge para aquella tristeza sin significado. Y parecía que no sintiera lo que sentía por algún dolor propio, sino por padecimientos ajenos. Parecía que no pudiera dormir porque parte de la humanidad no dormía. Estaba vinculada a algo que transcendía su cuerpo y desconocía la naturaleza de esa energía que la desvelaba, de esa conciencia colectiva que la mantenía alterada.
Amanda, que siempre fue experta en disimulos podía intuir que su nieta no había crecido como ella esperaba, a pesar de lo mucho que Inés se embarraba las ojeras con maquillaje. Podía intuir de nuevo aquellas emociones inapropiadas de la familia, aquellas fuerzas incontroladas.
Cuando Inés cantaba en el restaurante con esa voz prodigiosa que había heredado de su abuela Laura, la melodía estaba tan llena de nostalgias que dejaba meditabunda a la audiencia. A veces, algunos niños que la oían se ponían a llorar extrañamente, con una pena que no era propia sino ajena.
Por qué está tu nieta tan triste, le preguntaban algunos clientes del restaurante a Amanda. “No tiene motivo alguno, sospecho que es por tristezas que no son suyas”. Por eso algunos clientes le contaban sus tristezas, esperando que así Inés se quedara con ellas, liberándolos. Y es verdad que entonces las ojeras de la niña aún se hacían más profundas y oscuras.
Ante tanta tristeza, Inés no sabía a quién quejarse. Se enfadó con el mundo, con el orden de las cosas y también con Dios. Se enfadó con ella misma que sólo podía sentirla sin poder alterarla.

2.-
Juana se obcecó con la belleza de Álvaro haciéndola hacer el ridículo delante de todo un pueblo cuando era una niña. Y muchos años más tarde tuvo que ser sedada, para que el arrebato de su capricho no le llevara a desmayarse de emoción frente a él al volver a verle, y quién sabe si enviarle flores al batallón o dejarle notas perfumadas con el soldado que hacía las guardias.
Es que su mente se había quedado encallada en otra época, la época en que su abuelo Elio aún vivía, llegaba a la casa cargado de periódicos y los leía con avidez esperando que en alguno de ellos hubieran ganado la guerra. Por eso tampoco podía reprimir el contrariar cualquier argumento complaciente con la realidad del momento, la realidad de no estar satisfecha con aquella paz forzada.
Juana era incapaz de entender o controlar esas pasiones desbocadas, que los remedios de la caja de Jorge sólo templaban pero no lograban amainar del todo. Le hacían hacer cosas fuera de lo habitual y sufrir innecesariamente. No hay remedio suficientemente eficaz en estos casos de alma temperamental y el corazón oscila invariablemente entre la desdicha y el entusiasmo.
Sin embargo fue Álvaro y no Juana el que esta vez comenzó a perseguirla. Desde el día que llegó al restaurante, buscando las pizquitas que promueven descuidos, Álvaro volvió a menudo. Volvió secretamente a por Juana. Sin que nadie lo percibiera, él la rondaba. Porque los ojos de Juana eran exactamente los mismos. Porque el cuerpo de Juana, fibra negra temblando, le dejó con una duda. Qué le pasaba a aquella india, que era incapaz de envejecer, incapaz de doblegarse a las más comunes realidades, incapaz acostumbrarse al paso del tiempo. Su belleza y su independencia eran una provocación que dejaban a aquel soldado desconcertado. Los días festivos las huellas de Álvaro se hacían hueco entre las semillas del guanacaste, a los alrededores del sencillo comedor. E incluso a veces, se asomada al alfeizar de su ventana sólo para ver a Juana moverse ágilmente en el comedor más allá del don Juan de noche, de los picudos estambres de hibisco.

Por las noches, inquietantes sueños alteraban el ánimo de Álvaro. A veces soñaba que Juana era una terrorista que se acercaba a su habitación y cambiaba sus trajes de teniente por pulpos y medusas. Otras veces soñaba que ella llegaría para matar a su mujer y a su hijo y saldrían huyendo a la selva. Entonces él descubriría que a ella no era sangre humana sino animal la que le recorría las venas, y que al caminar descalza por el bosque se comunicaba con las raíces de todos los árboles. A veces soñaba que se despertaba sobresaltado al sentir que el vello de su pubis no era más el suyo propio, sino la melena de Juana deslizándose.

3.-
El veintiocho de junio de dos mil nueve Amanda se levantó sintiendo el olor de su desaparecido hermano Isabel por todas partes. Aquel día hubo el golpe de Estado en Honduras que fue como la tabla de salvación en la marea de tristezas en que se ahogaba Inés.
El gobernante derrocado era demasiado complaciente con los movimientos sociales por lo que la vieja oligarquía no dudó en comprar a su séquito, a sus ministros, y envenenar a sus animales de compañía para agarrarle en pleno sueño y expulsarle.
De repente la población cambió, incluso gran parte de la juventud urbana hondureña, que hasta la época parecía tan solo preocupada por seguir las modas gringas. Tras el atentado a la casa presidencial, cientos de miles de personas salieron durante más de cien días ininterrumpidos a protestar a las calles. En cada lugar, posta o camino había movilizaciones. En un país tan pasivo fue un hecho totalmente inesperado. Quizás muchos jóvenes se habían formado dispuestos a hablar aunque lo que tocara fuera cerrar la boca. Quizás muchos aspirantes a guerrilleros como Juana esparcieran por el país de manera semisecreta la subversiva idea de que se podían cambiar las cosas. Quizás se consiguiera transmitir por tradición verbal y en susurros el pasado honorable de Honduras, que ni siquiera estaba registrado en muchos libros de historia. Es posible que toda una generación les contara calladamente a sus hijos que los hondureños también habían acometido grandes hazañas. Como un indio de poco más de metro y medio, el indio Lempira, arrinconó con su ejército de piedras contra balas al ejército español en los tiempos de la conquista. Y que sólo consiguieron matarle con las artes más infames de la traición, porque su alma pura de héroe era incapaz de prever ciertas mezquindades. Quizás algunos maestros inspiraron a hurtadillas a los más pequeños, contándoles como en el siglo diecinueve creció en Tegucigalpa un hombre de gran espíritu humanista y mente excepcional para la estrategia. Uno de esos raros hombres que consiguen ver más allá de sus propios horizontes. Fue Francisco Morazán, el que salió de Honduras para reunir a la patria centroamericana y por un tiempo incluso consiguió borrar todas las fronteras. Es posible que los abuelos les dejaran escritas viejas historias en los manteles de la mesa o en las toallas de los lavabos, historias como aquella de los años cincuenta, en la que miles de jornaleros del plátano que no sabían siquiera escribir hicieron una huelga tan espantosa que, mientras aguantaban un hambre atroz, tomaron ciudades, las gobernaron por meses y arrinconaron a las compañías bananeras, que tuvieron que olvidarse de su imperio.
La memoria colectiva que estaba ausente en las calles parecía haberse revelado en las cocinas de las casas y toda una generación aprendió de los relatos contados en voz baja las razones por las que cientos de miles de hondureños apoyaron en secreto la guerra en los pueblos vecinos cuando en los años ochenta Ronald Reagan dio orden de exterminarlos.
Ese inconsciente complot, esa confabulación involuntaria hizo que el día menos pensado toda una generación comenzara a militar en política.

Juana se desperezó de su insomnio para arengar a las multitudes, para enfrentarse a la policía, e Inés, se echó a las calles. Mientras el gobierno y el ejército decretaba estado de excepción y tiroteaba a las multitudes amotinadas, Inés marchaba.
En el caso de Inés su altura en las manifestaciones fue ventajosa porque conseguía sacar la cabeza entre las multitudes y vislumbrar la estrategia del cerco policial. Alertaba a sus compañeros para que pudieran burlar la represión. Se pasaba el día marchando en las calles, insultando a la policía, corriendo. Y por las noches cantaba canciones acongojando a todos los revolucionarios de las marchas.
Aquel año no habría revolución, ni la habría los siguientes, pero Inés por fin encontró un sitio donde gritar en un país de silencio, le puso rostro a su llano y empezó a dormir con mayor facilidad. En aquellos meses de protestas y represión la cólera le arrancaba la tristeza, le permitía respirar más a fondo, la mantenía viva de verdad. Recordó que en la caja de los remedios de Jorge había escrito la ira era la energía mas liberadora de todas.

4.-
Amanda observaba a Inés con pánico. Inanes habían sido sus esfuerzos de disimular penas y estimular esperanzas. Inés no querría salir de Honduras y el único conjuro para su tristeza era esa rabia política de nuevo. Amanda debió de prever que los fingimientos no sirven a los ojos de una niña. Los ojos inocentes aún saben leer los ceños fruncidos, intuyen la insatisfacción que se cierne en cada insomnio, el significado de cada suspiro. Inés pudo entender toda la amargura que había en la vida de su abuela sólo observando su falta de espontaneidad, la del que se traza su propio camino rígido. Por si la libertad pudiera delatar sus auténticas emociones, una vez liberadas le desbordaran a uno y fuera imposible acallarlas.
Un día le dijo en un susurro – “No quiero que mates” -. Inés se rió. “Que idea más alocada, abuela.”
Pero Amanda sabía lo fácil que era recordar el arte de la guerra en Centroamérica, porque nunca se ha podido olvidar del todo. Cada mañana cuando abría el restaurante su corazón se cerraba como la concha de algún molusco cuando sentía el olor del Tío Isabel inundando la cocina. El olor del Tío Isabel en aquellos tiempos de protestas y resistencia se regaba por cualquier parte. Aquel olor era tan intenso que hacía sentir que aquel era el momento. Por encima de todos.
Por la noche Juana ensayaba las viejas recetas. Las de los explosivos caseros, que usan cualquier ingrediente para fabricar un arma, las cosas más habituales que se podían encontrar en un almacén vulgar, en la farmacia o en una ferretería. Disimulaba los olores a metal y ácido que impregnaban la cocina del restaurante dejando la aromática caja de los remedios del enfermero Jorge abierta.
Juana instigaba a ciertos jóvenes, que se encontraba en las marchas y en las reuniones políticas. Les enseñaba a que pudieran matar. Les azuzaba para que los escrúpulos no vencieran su determinación. Les mostraba las excusas mentales que corroen el remordimiento hasta que apenas subsiste. Les enseñaba a hacer granadas de mano con argollas detonadoras sacadas de las latas de Pepsicola. Mostraba con precisión matemática cada combinación de elementos que podía hacer volar el cuerpo humano en infinitos pedazos.
Por eso un día de agosto varios carros sin placas se agolparon frente a la fachada del restaurante. Eran negros y estaban recién lavados. Parecía que dentro iban a asistir a un sepelio. Las ramas del donjuán de noche habían crecido tanto que ya cubrían el letrero de “comidas”. Siete encapuchados salieron al unísono de los carros. Quizás previamente se hubieran puesto de acuerdo en la hora y en la velocidad de la carrera hacia la puerta. Se encontraron a las tres mujeres en la parte trasera, solas, desayunando. Amanda se sobresaltó, derramando el frijol refrito que estaba sirviendo sobre el piso. Puso a Inés detrás de ella, como si su escueto cuerpo pudiera ocultar la altura desproporcionada de su nieta.
La luz de la mañana entraba oblicua por la puerta del patio y se oía a los perros aullar agudamente al otro lado. Juana agarró unos filetes de carne del día anterior, abrió la puerta trasera inquietando a los policías y los arrojó a los perros hambrientos, que se arremolinaron en una pelea sin tregua por cada pedazo. Juana se limpió las manos con el delantal, manchando de sangre el blanco orlado de puntillas y encaje. Se lo desató dejándolo sobre la mesa y se dirigió a los policías.
- Dejen a mi mamá y mi sobrina tranquilas. Es a mí a quién han venido a buscar.
Al caminar hacia los policías se desmayó y tuvieron que sujetarla en volandas mientras cubrían su cabeza. La llevaron a rastras por el restaurante, estrapallando frijoles contra el frío azulejo, hasta meterla en la parte de atrás de uno de los vehículos.
Amanda clausuró el restaurante y se fue con Inés a casita del guarda. Sintió el olor de su hermano Isabel en todas las estancias. Era más fuerte de lo que había sido hasta entonces.
Amanda instó a Inés a recoger todas sus cosas. En aquel momento saldrían rumbo a los Estados Unidos
- “Aunque tengamos que atravesar cien alambradas.”
Sus ojos negros estaban cercados por tantos surcos y arrugas que parecían querer dibujar algún árbol genealógico antiquísimo, complicado. Comenzaba a recoger y empaquetar las cosas de la casa, como si realmente pudieran irse a alguna otra parte.
Inés sabía que huir no servía de nada. Sus músculos le impedirían dejar de enfrentarse a algo, a alguien o a todo; si es que quería conjurar aquella depresión que la tenía acorralada. Nunca iba a dejar la tumba de Juana sin flores. Mientras fingía que recogía sus cosas en el cuarto, se quedó impávida al escuchar más allá de la puerta de la cocina como su abuela se hincaba de rodillas sobre el suelo. Rezaba angustiada al olor de su hermano Isabel pidiéndole que no buscara venganza.

6.-
Álvaro se conmovió de nuevo ante la belleza de Juana. Incluso entonces con el cabello sudoroso, aplastado contra la cara y las manos atadas a la espalda. La había visto temblar en su presencia desde la adolescencia, como un ser irracional. En aquel momento estaba a su merced, aquella mujer que siempre había deseado conquistarlo, vencerlo o convencerlo de algo, a él, militar de carrera. Aquella mujer a la que secretamente temía y anhelaba. Le dio una patada en el estómago. Venganza por la confusión en la que estaba sumido.
Juana yacía inerte sobre el suelo de la celda cuando los secuaces de Álvaro fueron a la zaga y comenzaron a golpear a la mujer inconsciente.
- “Muerta no nos sirve.”- Dijo el comandante mientras le volcaba un cubo de agua a la cara.
Cuando se despertó el comandante le arrancó la blusa y le quemó con el cigarro el pecho. Al comenzar a arderle el pezón, sus pulmones parecieron paralizarse y volvió a sucumbir. Tuvieron que esperar varios minutos a que se espabilara. Aquella tarde Juana pasó más tiempo derramada en el suelo que cuerda. Como si su conciencia tuviera un interruptor cuando se enfrentaba al dolor y prefiriera pasar la tortura dormida.
Jorge le había advertido contra sus desmayos ya en el florido patio de occidente mientras examinaba al caballo de Isabel, el que se murió a los pocos días de su partida. Al huir su amo aquel equino salvaje había enfermado de melancolía como si fuera un humano, lo que solo vino a confirmar la extendida sospecha de que el corazón más hostil es muchas veces el que más sufre. Aquel día, mientras arrastraban el cadáver del caballo a la quebrada, el enfermero le dijo a Juana que continuos desmayos podrían tener consecuencias fatales para el organismo.
Cuando el sol ya empezaba a caer más allá de las rejas, Juana empezó a delirar y no conseguía coordinar los pasos. Un fallo isquémico estaba marcándole un ritmo maligno a sus arterias. El comandante quiso dejarla dormir toda la noche, temeroso de que entrara en coma. Al día siguiente se dieron cuenta de que se había quedado sin habla.
- “Es una suerte para sus compañeros.”- Comentó el comandante. No estaba dispuesto a permitir la desobediencia, aunque fuera involuntaria, por lo que Álvaro recibió la escueta orden de desaparecerla.
Juana miró con ojos vidriosos a Álvaro. El teniente la tomó del brazo, y la mujer, ya mareada, no opuso resistencia. La arrastró por un pasillo húmedo. Llegaron a un garaje oscuro donde había un doble cabina aparcado. Al tumbarla sobre la paila le tomó la cabeza. Sus manos estaban tan frías. Sintió su tacto húmedo en sus mejillas cuando le colocó la cabeza sobre unas ropas usadas que estaban apiladas en una esquina, cuando recogió con su mano un mechón de su pelo y lo colocó tras la oreja. La cubrió completamente con la lona. Apenas entraba aire y luz por algún orificio que le habían hecho al plástico. A través de él pudo ver a cientos de personas reclamando por los detenidos a las afueras del edificio. Quiso llamar su atención pero no consiguió articular una sola palabra. Pronto comenzó el violento traqueteo. Llegaban a los barrios de las afueras, a los que no llega el asfalto. Las ropas bajo su cabeza la protegían de golpearse contra el acero del carro. El sueño invadía su cuerpo pero esta vez no consiguió dormirse ni desmayarse. No hasta llegar al campo y ver como Álvaro la sacaba del carro y la depositaba lentamente sobre el suelo. No hasta verlo sujetar el arma contra ella. Todo estaba muy borroso pero Juana pudo distinguir detrás de él un árbol de flores rojas. Entre la infinidad de especies de árboles que tienen flores coloradas en Honduras, no consiguió adivinar de qué clase era ése. Quizás Jorge o Amanda lo hubieran adivinado, e incluso hubieran sabido que sus ácidas semillas se utilizaron en alquimias ancestrales para vencer los destinos más aciagos. Pero la mujer difícilmente podía permanecer despierta. El zacate estaba crecido y el zumbido de cientos de insectos la cercaba. La pistola que le apuntaba parecía temblar. De hecho, Álvaro tuvo que cerrar los ojos para conseguir dispararla.

CUENTO HONDUREÑO 3.- LA VENGANZA Y LA VIOLENCIA

LA VENGANZA

1.
Dicen que la vergüenza es la herencia más nefasta de cada una de las conquistas. En Honduras hay algunos indios que advierten a los blancos que se les acercan que pueden contagiarse de su fealdad. Otros se avergüenzan tanto de hablar indígena que lo olvidan y sólo recuerdan el español. O incluso sólo se educan en inglés para hablar como el gringo. Algunos querrían ser turcos o judíos, que son los de las grandes mansiones de la costa norte. O coreanos para ser capataces y no peones en las maquilas.
Hay quienes sienten el color atezado de su piel como un estigma inescapable. Es difícil ocultar la turgencia de sus labios, la negra agudeza de sus ojos, la lacia testarudez de sus cabellos recios, las formas voluptuosas y rotundas de sus cuerpos. Millares de indios viven pidiéndole disculpas al otro, al extranjero, al turco, al gringo o al mestizo adinerado por ser lo que son, por vivir en casas destartaladas, por comer no más que frijol, por no saber encontrar trabajos mejores que de limpiadoras o vigilantes. Y hay indios que insultan a otros llamándoles “indios”, como si así ellos mismos lo fueran menos.

2.
Cuando Amanda huyó de occidente hacia Tegucigalpa no tenía bienes ni profesión alguna con la que sacar adelante a sus hijas. Era ama de casa de provincia, experta en crear armonía. Desde bien pequeña, por haber crecido sin madre, se había encargado de las labores de la casa. Se dedicaba con esmero al orden, a limpiar, aromatizar y colocar todas las cosas de la casa de tal manera que hicieran sentirse cómodos a sus habitantes. También cocinaba armonizando ingredientes, propiedades y principios activos, para que cada comida fuera completa y preventiva de dolencias. En la familia, era ella la que siempre congeniaba opiniones encontradas, la que resolvía conflictos o aplacaba los ánimos de los contendientes en las disputas. Durante los años de guerrilla disimulaba con árboles profusos y arbustos desmelenados las entradas y salidas del jardín de la casa. Tapaba y defendía las actividades de la familia ante cualquier acusación o comentario en el pueblo. Su mano izquierda en negar las maquinaciones políticas no contrariaba a los acusadores, pero aplacaba sus sospechas.
Hasta su huida a Tegucigalpa, la de cuidar de los suyos fue prácticamente su única profesión, habilidad o encargo. Si bien es verdad que poseyó especial destreza para la vieja artesanía de dibujar flores en las paredes con tierra de colores. Utilizaba los mismos trazados y curvas con los que los antiguos mayas decoraron sus templos y escalinatas. Aquella artesanía antigua había sido transferida por siglos a las mujeres del occidente de Honduras. Las míseras casas de barro y bambú lucían exuberantes con trazos enrevesados púrpura, dorados o turquesa. De bien joven Amanda tuvo raptos inspirados de romper con las formas tradicionales e innovar con el diseño de las flores. Parecía tener un cierto don. Pero con la edad y la responsabilidad del hogar terminó priorizando la armonía de las formas. Más allá de arrebatos artísticos, su familia cotidianamente miraría esas flores, y quería sentirse envuelta en una atmosfera tradicional y reconocible.
Aunque nació con una paz interior de la que siempre carecieron su padre o su hermano y que la hacía parecer mucho más tranquila, excepcionalmente se había sentido feliz en la vida. Se quedó viuda temprano, tras la absurda muerte de Cálix, en un accidente de carro por lo resbaladizo que dejaron el piso las lluvias. Pocos años después desapareció su hermano y en los meses siguientes mataron a su padre. Con tanta muerte a su alrededor su armario era una colección de ropas negras. Por eso, al morir Elio pensó que no debía volver a vestir de negro, porque si no su alma sucumbiría. Se vistió de verde palo y mantuvo la frente erguida en todo el camino a Tegucigalpa. Cuando llegó a la capital ya era una mujer de cuarenta años, con un perpetuo moño negro en la coronilla y aquel sencillo vestido claro.
Amanda era más alta y fuerte de lo que fue su madre, pero mantenía las mismas curvas de la lavandera que le daban un aspecto orgulloso. Aunque heredó de su padre un buen dominio de las palabras, apenas habló en el trayecto de autobús a la capital con sus apenadas hijas. Tenía aún el olor a sangre en la nariz, el que le quedó impregnado cuando recogió el cadáver de su padre de la plaza pública y lo llevó a enterrar. Aquel olor a sangre permanecería clavado en su nariz durante meses. Y por eso, cuando llegó a Tegucigalpa no pudo entender totalmente los significados de la ciudad que la alojaba. No pudo oler los barrios ricos ni los pobres, el tímido olor a humo de la joven industrialización de aquella capital entre cerros. No olió la cantidad de basura que se hacinaba en los barriales, las aguas fecales que descendían de las colinas zigzagueando entre las plantas de banano, la mugre de las casuchas sobrepuestas unas con otras, el olor a orín de los escuálidos niños que pedían limosnas en las orillas de las carreteras. Tampoco sintió el olor a gasolina y a perfume de los barrios ricos, el olor del ladrillo y el acero en las casas adineradas, ni el exótico aroma de la comida importada.
Pero vio el sol brillar y el cielo más azul del que nunca había visto. Era esa la mítica luminosidad de la capital de la que siempre le habló su padre. Y esperó como siempre lo hacía en los momentos de crisis que aquello fuera una suerte de señal, un buen presagio.
Arrastrando unos pocos bultos de pertenencias y a dos adolescentes traumadas, aceptó el asilo en la casita del guarda en un condominio residencial de propiedad de unos primos. Ahora era innecesaria como vivienda de un vigilante, puesto que con el aumento de la peligrosidad, trabajaban tres y por turnos.

3.
En la familia de Elio eran todos juristas, más pragmáticos y menos idealistas que el abuelo, así que casi todos bastante más adinerados. Los familiares que las acogieron fueron los más compasivos. También los más prepotentes, los que las destinaron a la casa del guarda y les hacían sentirse humilladas al encontrárselos. Siempre les recordaban las excentricidades de Elio, su testarudez y la insensatez de sus posiciones que, lejos de cuidar a los suyos, los había arruinado.
El linchamiento del abuelo había sido sancionando por las autoridades locales junto con una orden de expropiación de todas sus tierras. Cuando Amanda fue a reclamar este dictamen a la municipalidad, un hombre sudoroso tras un escritorio, revisó aquella sentencia, la que juez ninguno había firmado. Declaró que como el deseo de los comunistas era la abolición de la propiedad privada, antes de morir y como última voluntad concedida, le habían abolido la suya.
En Tegucigalpa Xiomara se puso a despachar en una tienda de ropa y Amanda comenzó a trabajar en la cocina del pequeño comedor que le alquiló un familiar lejano. Como el sentido del olfato de Amanda estuvo por semanas aún afectado por la sangre y era incapaz de reconocer cuando la comida estaba pasada, tuvo que hacerse ayudar de la nariz de Juana.
El restaurante estaba en la esquina de una de las avenidas del centro de la ciudad, junto a un guanacaste de flores naranjas y coloradas, de las que dicen que en ciertas pociones devuelven los amores perdidos. Desde la calle apenas se veía un tímido cartel sobre una estrecha puerta y una ventana con rejas. Tras el comedor, al fondo, estaba la cocina alargada. En el patio de atrás se juntaban diversas especies de animales de la ciudad que peleaban sin tregua por los desperdicios.
Juana no era una joven preparada para las cosas prácticas de la vida, educada desde pequeña en grandes ideales y hazañas. Tenía poca paciencia para los detalles. A menudo se despistaba en la cocina y se quemaba las palmas de las manos con los fogones. Introducía la comida en la nevera sin fijarse en lo que mezclaba, tapaba o alteraba, por lo que los tomates a veces sabían a camarones, el repollo a ajonjolí, hojitas de cilantro nadaban sobre el café y crujían cacahuetes al masticar la carne de las hamburguesas. La falta de olfato de su madre la salvó de varias regañinas.
El restaurante, en manos de una mujer sin olfato y de una adolescente proclive a las recetas disparatadas, parecía estar en riesgo. Los clientes del restaurante, sin embargo, siguieron entrando y nunca reclamaron. En Honduras la gente no tenía voluntad para las quejas. La población sufría de aquiescencia, desde las cosas más insignificantes hasta las más grandes. Quizás pensaban que quejarse sólo les llevaría a la desaparición o a la muerte como a Elio, al tío Isabel y a muchos otros. En los años noventa, los hondureños, así como aceptaron que la comida de Amanda no era perfecta, aceptaron que los Estados Unidos y algunos ricos controlaran el país. Aprendieron a no quejarse mucho por no tener medicinas en los hospitales o maestros en los colegios, a no quejarse por no tener carne para comer o de las extorsiones de la policía. Al final del siglo veinte, la población hondureña se había adaptado tanto a la injusticia que la impunidad se convirtió en una epidemia. Durante incontables años los políticos y especuladores jugaron tanto con la moneda local y se hicieron tan ricos, que compraron la parte del país que aún no tenían. Y los pobres, que eran casi todos, utilizaban los billetes devaluados para atizar las estufas en las que cocinaban el poco maíz que sobrevivía a las inundaciones. Los profesionales de clase media y rostro pálido aprovecharon la ayuda internacional para enriquecerse. Ante los donantes culpaban a los indios holgazanes de no dejarse ayudar por ellos, de no querer salir de sus circunstancias.
En esos años el robo se institucionalizó y se hicieron varias leyes para promover el hurto de guante blanco. Se decían a sí mismos muchos hondureños que, como la naturaleza humana es ladrona, al menos regulando la corrupción, la mantendrían en niveles razonables. Con tantas políticas neoliberales el país llegó al siglo veintiuno convertido en uno de los países más pobres del continente americano y de mayor densidad homicida.
Juana se aburría cocinando cuando la mitad de los niños de su país estaban mal nutridos. Se aburría en aquella ciudad en el que sobrevivían mejor las almas acomodaticias. Su abuelo le había enseñado a no ser indiferente a la injusticia. Le había dicho:
- Si no matas ese sentimiento, si nunca te acostumbras a la dolorosa evidencia de la miseria, te mantendrás siempre capaz de transformar el mundo.
Era una mujer para la acción. La vida en la cocina, cuyo mayor peligro era caldearse con agua hirviendo, no era para ella. En la ciudad Juana apenas leía libros, porque no había librerías y mermadas eran las bibliotecas. Sólo se comercializaban los libros de autoayuda de moda, los clásicos ilustrados en el colegio y los folletos que promocionaban las Naciones Unidas sobre cómo prevenir el sida. Así que como una vía de escape a aquella vida inane se aficionó al cine en la pequeña pantalla que Iván, uno de los camareros del restaurante, tenía en un cuarto contiguo. Siempre que el número de pedidos bajaba y en la cocina se desocupaba, se escapaban.
Comenzó a vivir más en el cine que en la realidad. Se apasionaba locamente y descubría el mundo en las películas. Experimentaba nuevos placeres y tremendos desafíos a través de los actores. Viendo cine, apenas prestó atención a algunas cosas que sucedieron durante meses, como que su hermana Xiomara quedó embarazada, abandonó a su hija recién nacida en la casa y huyó como indocumentada. Fue completamente ajena al hecho de que se convirtió en una joven extremadamente hermosa, con aquella belleza india, ágil y altiva. No puso atención a que, mientras miraba las películas, el camarero Iván la tumbaba en la cama del cuarto, cubierta por una raída cobija y la tocaba por todas partes hasta que su cuerpo se excitaba y respondía a sus movimientos. Ni siquiera se percataba de que las películas eran norteamericanas y los escasos latinos que aparecían no eran héroes sino personajes mezquinos o ridículos que a menudo sufrían muertes violentas o prematuras. Al fin y al cabo su vida sería a partir de entonces un permanente intento por acostumbrarse a incoherencias y contradicciones.
La pequeña de las Esquivel no salió de aquel vicio obnubilador, de aquella hipnosis del celuloide, hasta la semana en que tuvo cinco desmayos seguidos. Uno de los desmayos se produjo sobre el pastel de fresas y nata que su madre había cocinado para una boda en la vecindad. Amanda la obligó a ir al aciago doctor que le anunció que estaba embarazada.

4.
Inés, la hija de Xiomara, nació con la tez tan morena como su tía y la misma melena negro azabache. Sus dedos eran desproporcionadamente largos frente a sus manos o sus pies y sus piernas parecían las de una niña de siete años cuando apenas contaba con cuatro. Los doctores, ya en el paritorio, aventuraron que iba a crecer mucho. Su abuela Amanda se regocijaba pensando que su nieta podría ayudarla a limpiar y bajar cosas de las estanterías más altas. También, mágicamente, soñaba con que aquello fuera una señal que la curara de las cegueras de la familia, la hiciera capaz de vislumbrar más allá del horizonte y traspasar fronteras.
Su madre, por el contrario, no soportó la idea de ser madre soltera en aquella colonia donde eran los más pobres, donde su única opción era ser tendera. Al parir a Inés, agarró el poco dinero que tenía ahorrado y se fue. Solo dos meses después llamó pidiendo disculpas desde Miami.

5.
Fue un día de septiembre en el que Xiomara se despertó de madrugada. Era uno de esos días en que la lluvia ha escampado un poco y el aire se mueve llenándose de olores. Se vistió sigilosa, sacó el hatillo que tenía preparado bajo la cama hacía semanas, le dio un beso en la frente a la bebé Inés que dormía tranquila y dejó una nota con una sola palabra:
- Perdón.-
Cuando salió a la calle, apenas circulaban carros por la ciudad. Pisó cáscaras de rambután, la fruta de septiembre. Era la temporada y todo el mundo vendía y comía rambután en las calles, regando los caminos de sus pieles rojas, cubiertas de púas como los erizos de mar. Mientras agarraba un taxi colectivo camino al bus, compró una bolsa de fruta a una vendedora ambulante. Hizo explotar un rambután en la boca llenándola de azúcar. El resto, los guardó como un tesoro durante el viaje y en unas semanas se pudrieron intactos ya en suelo norteamericano. Esa fruta fue su único recuerdo libre de duelos, el amuleto de su exilio.
Amanda llevaba cuidando de la pequeña unos meses cuando Juana volvió con la cara desencajada del doctor y tuvo que sentarse para no desfallecer sobre la pila del patio. Dio a su hija infusiones de ruda durante días que hicieron que el feto se fuera cayendo. Pero a pesar de las curas y los lavados de romero y manzanilla una noche Juana casi se desangra. Sin apenas amigos en la ciudad que pudieran ayudarla, Amanda se aterrorizó pensando en la muerte desangrada de su propia madre. Ningún médico debía enterarse, porque las mandarían por años a la cárcel.
Tras tres días de languidez, anemia y fiebre, Juana sobrevivió; pero tardó meses en recuperarse de vahídos constantes, lo que no evitó que los rumores se esparcieran por el barrio. Cuando las lenguas viperinas comenzaron a llamar a la casa de Amanda “la casa de las malas madres”, Amanda pensó que Xiomara sería la pionera de un nuevo destino para la familia. Gastados los esfuerzos en Honduras una nueva patria las esperaría en los Estados Unidos. Porque en Honduras sus esperanzas tenían el fatal destino de frustrarse. Alimentó la idea de que Xiomara llegaría un día para llevárselas a todas consigo. Igual que en un tiempo la casa Esquivel estuvo imbuida por el sueño de que la transformación de aquel país era posible, en los años en los que Inés creció en la casa Esquivel flotaba el sueño de emigrar a otro.


LA VIOLENCIA

1.
Hubo un tiempo en que las injusticias generaban una energía colérica que dañaba pero a la vez quería trasformar el mundo. Pero cada gesto crítico fue violentado. Los hondureños llegaron al siglo veintiuno en un país de silencio, matándose por las cosas más tontas. En vez de gastar su rabia en las grandes cosas, se mataban por celos, por celulares con cámara, por encubrir delitos, por el mercado de las drogas o por pitar fuerte el claxon en la calle.
Tras los tratados de paz, Guatemala, El Salvador y Nicaragua acabaron sus guerras internas y la población de Honduras se llenó de armas con nombre ruso. Metralletas para asaltos en el campo eran lucidas por los vigilantes de seguridad de restaurantes y bancos. Centroamérica se convirtió en el lugar más peligroso del mundo.
La militarización y sus doctrinas, y el hambre mezclada con la libre competitividad, dejaron a la gente odiándose. Los vecinos no confiaban entre ellos y la paranoia era la enfermedad nacional. En medio de esa crisis moral cien mil religiones seguían proliferando en los lugares más recónditos. Donde no llegaba ni la Cruz Roja en vehículos todoterreno especiales, algún misionero yanqui aparecía escalando la ladera, sudando bajo su traje y corbata.
La familia Esquivel nació con violencia y la posguerra y el oprobio no cambió las circunstancias. Aunque años después Juana pasó de ser una prometedora guerrillera a convertirse en cocinera, siempre blandía el cuchillo a la defensiva cuando alguien se le acercaba por detrás inesperadamente. Y aunque pasó años cocinando nunca logró ser buena en la cocina. Su especialidad era fabricar explosivos, así que a veces no cedía en la tentación de introducir carbón o metales en sus guisos, sobre todo si, a pesar de la humildad del restaurante, las visitaba algún comensal vinculado al gobierno. A Iván, el camarero, aunque estaba locamente enamorado de ella, hizo que su madre lo despidiera tras su aborto. Amanda despidió al joven, pero le recordó a Juana que aquellos ya no eran tiempos de guerra, que ya no había espacio para la venganza. En cualquier caso, Juana había nacido con la rabia dentro y sin saber cómo utilizarla secretamente la seguía aumentando. Esa energía no consumida le producía dolor en los huesos y no le dejaba dormir algunas noches. Año tras año Juana permaneció en aquel restaurante de las cuatro mesas de plástico con mantel de flores y el minúsculo cartel de “comidas” sobre la puerta. Salía de allí con su madre a unas horas intempestivas. Se hacían acompañar del camarero que sustituyó a Iván, para no ser asaltadas de camino a casa. En las noches Juana le leía a su sobrina los libros marxistas que se trajo de la bodega de occidente. A muy temprana edad le enseñaba que el ser humano no había nacido para acostumbrarse a las injusticias, sino para luchar contra ellas. Le pasó el legado de conocimiento que el tío Isabel le había dado y que a su vez heredó de su obstinado abuelo Elio.
Juana se pasó la vida con preguntas para las que nunca obtuvo respuesta. Como gran parte de su generación, sobrevivió con la certeza de la injusticia sin saber la solución para ella. Como tantos otros se tuvo que acostumbrar a expresar en voz muy baja, apenas audible, su inconformismo.

2.
A pesar de sus desvelos y frustraciones, Juana tenía aquella belleza india que difícilmente languidecía y en sus días buenos era una provocación en el restaurante. Pero no lograba tener pareja.
El amor siempre había sido rácano con las mujeres de aquella familia. La susceptibilidad a ser violadas, estigma de sus abuelas se quedó como un fantasma inquietando sus corazones.
Amanda, tras dieciséis años de matrimonio con el padre de Juana, se había declarado viuda perpetua. No volvió a permitirse nuevas pasiones que la distrajeran de su estoico liderazgo familiar. A pesar de haber quemado sus ropas negras hacía años, su corazón siempre siguió de luto y le quedó inservible para el ejercicio de ilusionarse. Y, como ya intuyó en su adolescencia, a fuerza de sufrir por otros se acabó ocupando más de la felicidad ajena que de la propia.
Juana tenía un temperamento demasiado indómito para las ternuras del amor. Era esquiva, por lo que sus amantes esporádicos o bien salían huyendo prematuramente en cuanto descubrían su autosuficiencia o eran abandonados por ella si se sentía lo suficientemente vulnerable para ser lastimada. Además, cuando se planteaba la posibilidad de un compromiso matrimonial le resultaba difícil abstraerse de la sensación de que su vida en Tegucigalpa era provisional. Como si su abuelo Elio le hubiera dejado un encargo y no pudiera comprometerse antes de cumplirlo. La vaga sensación de que su destino estaba pendiente le dejaba un reconcome que la obligaba a nunca estar satisfecha.

3.-
Las mujeres Esquivel tenían la mala vida de las mujeres humildes y solas en un país bravo. Sus familiares cercanos no escatimaban en llamarlas malas madres de cuando en cuando y en una ocasión fueron falsamente acusadas de haber robado en la casa de un diputado del condominio. La pobreza les impedía ir al médico tantas veces como sus padecimientos consideraban necesarios. El restaurante no era próspero, porque los clientes eran pobres y siempre que hacían buena caja recibían algún asalto. Pero con las remesas que enviaba Xiomara le pagaron a Inés un buen colegio y arreglaron la casita del guarda de la rica colonia de Tegucigalpa. La convirtieron en una casa familiar, con cortinas de colores en las ventanas y luces encendidas en Navidad. Apenas contaban con una habitación, en la que dormía la abuela Amanda con Inés, para la que tuvieron que idear una extensión para la cama cuando Inés creció tanto que se salía. Juana siempre se quedaba a dormir en el sofá de la sala.
La cocina, con una estufa de leña que abastecían en la pulpería vecina aún cocinaba de cuando en cuando golosinas de Occidente, atol chuco de maíz, mostaza cocida y flores de loroco con queso. Las recetas amargas eran su último vínculo con aquella tierra aislada. Nunca volvieron por allá y del tío Isabel no volvieron a saber nada. Juana estaba convencida de que fue devorado por jaguares en la montaña. Por el contrario, Amanda soñaba con que había conseguido llegar hasta el mar Caribe, donde tenía una esposa que cocinaba pan de coco e hijos de mirada luminosa.
Del enfermero Jorge no tuvieron noticias hasta que algunos años después, tras el horrible huracán Mitch, les llegó a manera de herencia la caja de los remedios que más tarde les serviría para aliviarle las pasiones a Juana.

4.
Inés creció en una ciudad donde era desaconsejado pasear por la cantidad de baches de las aceras, el humo tóxico que exhalaban los carros y, sobre todo, por la posibilidad de ser asaltada con arma de fuego. Los taxis, antiguos turismos blancos con puertas desarticuladas y agujeros en el chasis, atravesaban la ciudad zigzagueando con canciones de ritos religiosos a gran volumen. En aquellos años Tegucigalpa se convirtió en una ciudad laberíntica. Aumentó desproporcionadamente entre cerros verdes, desaconsejados como hábitat humano. Una gran mayoría de las construcciones parecían estar cayendo por derrumbo o porque estaban colgando entre las exuberantes plataneras de las lomas. En cada esquina se encontraba la uralita de un tejado a punto de precipitarse o el vidrio roto de un local apuntando al cuello de los viandantes. Tanto las casas como los habitantes aparentaban estar envueltos en una pátina de polución, pero en realidad era una mezcla de pobreza y miasmo. Aparcados, a veces, se veían coches sin ruedas.
Y sin embargo, a unos quince minutos a las afueras de la ciudad la suciedad se mezclaba con una exuberante belleza. Acacias rojas con sus enormes ramas se arqueaban y construían túneles de flores sensuales y turgentes vainas por encima del asfalto y de los mugrientos puestos de los vendedores ambulantes. Fuera de la ciudad, al otro lado de los cerros, había cascadas lechosas que descendían por las montañas. En los bosques las nubes se enroscaban entre los árboles. Los pueblos estaban construidos en laderas con paseos de piedra y casitas de tejas rojas. Sus espaciosos porches parecían el bostezo de una boca abierta lista para la siesta. Bajo sus vigas, hamacas de colores colgaban rítmicamente. Desde las copas de los árboles más altos se escuchaba el canto del quetzal con su melodía de vieja caja de música china. Con su canto más metálico que orgánico, pero más humano que animal. Totalmente desconcertante.

5.
Amanda, que al principio pensó que la altura de Inés era una señal de esperanza, se asustó al ver a Inés crecer de una manera tan desmesurada. En aquella familia donde el genio y la figura les había llevado a la muerte la vergüenza o la ruina, deseaba que al menos la más pequeña lograra pasar desapercibida. Durante años no dejó de alimentarle la esperanza de emigrar a una patria nueva, la de su madre. En los Estados Unidos donde según contaba Xiomara no había peligrosidad, persecución o hambre. Amanda se imaginaba que su nieta podría ser la primera mujer Esquivel que se graduara en la Universidad.
En las cartas que Xiomara escribía no contaba que se casó con alguien al que no amaba para obtener el permiso de residencia, cometiendo fraude al país extranjero y a su marido. Tampoco que se sintió más humillada de lo que se había sentido en Tegucigalpa y que la soledad la había convertido en una mujer amargada. Llegaba una vez al año oliendo a perfumes neoyorquinos y cargada de regalos. Parecía más femenina y sofisticada que ninguna de las mujeres que conocían. Amanda siempre le preguntaba cuándo podrían ir con ella ante el enojo de Juana.
-Después de lo que nos han robado los gringos no vamos a ir allá a limpiarles los váteres- decía con la cara encarnada. Consideraba la emigración de su hermana una traición.
-Ya no vivimos en lucha, no podemos sacrificar más la felicidad de la familia -le respondía secamente Amanda. Debemos darle a Inés la oportunidad de empezar de cero.
Al fin y al cabo aquel restaurante apenas les permitía sobrevivir. El pago del alquiler se llevaba la mayor parte de las ganancias y sus clientes eran tan humildes que a menudo tenían que perdonarles los pagos. Pero Juana tenía pasiones testarudas, se empecinaba. Y no solo con su orgullo. La mayor muestra del empecinamiento que había en su sangre la protagonizó cuando Álvaro Buenso, convertido en teniente sanguinario del ejército fue al restaurante a cenar y a poco se desmaya.

6.-
Centroamérica es una región hecha de grandes sobresaltos, donde acontecimientos bruscos o insólitos pueden cambiar la política, la orografía del terreno o la vida de cualquiera en pocos segundos. Por eso, sus gentes nunca dan nada por sentado y a veces ni siquiera planean a muy largo plazo.
Al final de los años noventa otro gran sobresalto dejó obsoletos los mapas: la violencia del huracán Mitch. Fue tal su fuerza que el nombre de Mitch quedó vetado en la denominación climatológica. En el restaurante de “comidas” la lluvia torrencial les hizo dormir sobre las mesas del comedor por dos días, con miedo a salir a la calle.
Aquella descomunal tormenta provocó que los ríos crecieran como el gran diluvio y todas las carreteras se rompieran. Buceaban palmeras, casas y vacas. Miles de personas murieron. Una de ellas fue el enfermero Jorge, que paseaba junto a la vera de un río buscando una rara planta que le habían dicho los lugareños que aliviaba el chagas.
Muchos años antes, el día en que mataron a Elio, Jorge había introducido el nombre de su hija en su caja de plantas medicinales como una suerte de conjuro para mantenerla protegida de más males. La caja contaba con remedios para cien enfermedades, unos antiguos y otros inventados. Quienes gestionaron el legado del sanitario, al leer el nombre de Amanda, le enviaron las semillas y las plantas pensando que quizás fuera la propietaria.
Amanda estuvo días husmeando en la caja, buscando especias y condimentos. El olor de aquella caja era como una explosión cada vez que la abría. Llenaba el restaurante de fragancias e irritaba las pituitarias. Leyó aquella vieja frase, la ira es la emoción más liberadora y también la más peligrosa. Encontró una planta que parecía una especia y sacó unas pizquitas. El huracán había destruido prácticamente todas las cosechas y la cocinera tuvo que aprender a multiplicar panes y peces, hacer crecer la harina de elote, inventar la mayonesa sin huevo y el cocimiento que más engordaba el arroz. Aquellas pizquitas de yerba disimularon el sabor rancio de la carne. Sin embargo, algo que no sabía Amanda cuando las espolvoreó en la sartén del restaurante, provocaban como efecto psicotrópico el descuido. Al día siguiente algunos comensales se olvidaron de pagar y otros olvidaron sus carteras. Incluso dos de sus clientes olvidaron su pudor y comenzaron a bailar danzas garífunas entre las mesas.
A final de la semana, en una tarde ventosa de noviembre, dos agentes de policía y dos militares entraban en el local haciendo preguntas. Pertenecían a dos cuerpos de seguridad contra el narcotráfico. Afuera todos los pájaros de la ciudad se refugiaban en el ramaje de los árboles de la avenida. Piaban con un ruido ensordecedor que se unía al bullicio de los autobuses amarillos, antiguos autobuses escolares que los estadounidenses revendían cuando ya estaban vencidos. La gente que transitaba tenía la mirada perdida aún por la fuerza del desastre del huracán. Parecía que no fueran a ninguna parte.
Los policías exigieron comida. Eran altivos, con los labios finos y blancos, quién sabe si de tanto apretarlos conteniendo alguna clase de ira. Juana, que fue a servirles el pollo frito que encargaron, casi tira la bandeja cuando reconoció a Álvaro Buenso como el más serio y apuesto de la comandancia. Y Álvaro también pareció asustarse al verla.

7.-
A pesar de lo mezquino de su oficio, extrañamente, Álvaro seguía siendo muy atractivo. Sus ojos seguían teniendo un brillo travieso. Aunque la obediencia a su comandante le había segado todo rastro de inocencia, en algún lugar profundo de su espíritu debía de bucear intranquila la culpa.
Los militares pertenecían a una red de fuerzas de seguridad que manipulaba tres cárteles del narcotráfico. Poco les importaba que el país estuviera arrasado por el clima. Malversaron la ayuda internacional para incrementar su logística y en el restaurante de Juana buscaban los restos de un alijo que habían extraviado. Al fin y al cabo, en la colonia en la que residían las tres Esquivel vivía un diputado que pertenecía a un cártel enemigo.
Estaban tan acostumbrados a la trata de almas, que creían que podían comprar a cualquiera. Le dieron cien lempiras al camarero que sustituyó a Iván a cambio de mantenerles informados “si la veían hacer algo raro”.
Atravesaron las calles desdibujadas de Comayagüela, al otro franco del río, donde los cerros se habían hundido con la tormenta y la fuerza brava del río Choluteca. Algunos de los cadáveres de la capital se encontrarían más tarde nadando en el océano pacífico, a cientos de millas de distancia.
Ese día Juana estuvo a punto de desmayarse. Se sorprendió cuando su corazón empezó a latir tan fuerte ante Álvaro. Retomó la costumbre de alterarse cuando lo veía. Poco pudo hacer con ese condicionamiento fisiológico instalado en la pubertad, que hizo que cada plato que le llevó a la mesa vibrara sobre sus manos temblorosas. Derramó parte del vino sobre la chaqueta de otro comensal y tuvo dos tentativas de desmayo que atajó tomando café cada vez que pasaba junto a la olla con una pajilla que llevaba escondida en el bolso del delantal.
Amanda, que siempre imaginó la involucración de aquel hombre en los chismes que corrían por el pueblo cuando su hija era adolescente, estuvo a punto de echarlo. Como si los desprecios continuos de un primer amor no correspondido no hubieran sido suficientes para vencer sus pasiones testarudas, allí estaba Juana, trémula como una hoja frente a un militar fascista y desconocido. Amanda, a pesar de los esforzados disimulos de su hija, se dio cuenta. Temió que el nerviosismo de su hija las hiciera parecer culpables. No se le ocurrió otra cosa que sacar de la caja de los remedios una yerba que estaba etiquetada contra las obsesiones. Introdujo aquella planta medicinal disimulada en el café y eso permitió a Juana soportar la presencia de Álvaro y tranquilizar su ánimo. Mientras, Amanda convenció al comandante de que nada tenían que ver ellas con la delincuencia organizada.
Ante el asombro de Amanda, Juana no se enojó aquella noche cuando ella e Inés soñaban despiertas con emigrar mientras molían maíz para el día siguiente. De hecho, cuando ellas comentaron que Xiomara tendría algún amigo poderoso en Norteamérica que podría beneficiarlas, Juana no se alteró ni protestó por ello. Por lo que Amanda comenzó a camuflar el remedio en el café todas las mañanas y las Esquivel comenzaron a planificar su estancia en el Norte. Cuando la vida no estaba asegurada, la dignidad había que dejarla aparte.

8.-
Cuando Álvaro era aún muy niño, en medio de una guerra civil cruenta e interminable los padres le sacaron de San Salvador y lo llevaron con sus abuelos a un pueblo costero. Vivían cerca de un volcán que a veces echaba humo como un dragón medio dormido. Los atardeceres en aquel paraje eran ardientes con el sol incandescente deslizándose sobre el pacífico, más allá de la sabana de jícaros. La piel del muchacho estaba curtida por el sol persistente y la picadura de los zancudos. Siempre sabía a mar. A menudo jugaba con su amigo Luis que tenía como mascota una iguana y la arrastraba de un lado a otro atada con un cordel. El abuelo de Álvaro les hacía desfilar militarmente a los tres por la playa: los dos muchachos y la iguana. Era un viejo capitán de pesquero al que le faltaban varios dientes y una oreja. Siempre decía que se la había cortado en un naufragio para dar de comer a su tripulación antes de que se amotinara. Tenía un humor extraño y se reía de los muchachos cuando comenzaban a desfilar con la barbilla en alto junto a la oscura orilla.
-Sois más dignos que nuestro ejército de ladrones.- Rezongaba el anciano.- En este país que nadie tiene más coraje que para matarse unos a otros…- Enseñaba los huecos de su boca cuando daba sonoras carcajadas.
Un día llegaron los padres de Álvaro de San Salvador en un carro nuevo con la baca repleta y se lo llevaron con ellos a Honduras, donde la situación económica era más halagüeña, con sus otros abuelos.
-Los hondureños y ese cuento de que son pacifistas…-, murmuró el anciano y le dio una curiosa recomendación a su nieto antes de despedirlo. - Cuando se haga mayor, haga algo más en el mundo que matar personas, por lo que más quiera.-
La guerra era tan fiera en aquel tiempo que parecía que los centroamericanos habían sido inventados para aniquilarse y el ingenio para matar era la única inteligencia útil. Y es que fuera de aquella playa a veces la violencia parecía la única manera de obtener un espacio.
Álvaro llegó a las montañas de occidente ofuscado. Al sol le costaba asomar entre las nubes y las personas eran frías y reservadas. Sus abuelos hondureños, personas tremendamente religiosas, le hacían ir a misa católica todos los días. Ya en casa y antes de acostarse tenía que rezar vísperas y cada mañana maitines.
-En San Salvador no podíamos tenerlo mucho tiempo con nosotros porque Alejandra tenía miedo que la guerrilla nos atacara.- Le explicó Virgilio Buenso a sus padres, también para justificar la cantidad de cicatrices en su cuerpo y su ausencia de modales.
Los Buenso no fueron una familia pudiente hasta que Virgilio comenzó a hacer negocios, lo que les llevó a ser propietarios de dos casas en San Salvador y una casa colonial en el centro del pueblo del occidente hondureño, con alerón de madera labrada en el tejado. La ferretería Buenso, que tardó un año en ser inaugurada se convirtió en un referente en la región, y mecánicos y agricultores de todo el departamento llegaban a comprar sus piezas.
Para el padre Buenso no solo era importante que el joven Álvaro desarrollara modales. Algo más. Porque los fines de semana le llevaba en su carro al río. Le enseñaba a cargar la escopeta y le hacía disparar a los perros mal nutridos que bajaban a la quebrada por basura en la que revolver. Al principio Álvaro se resistía pero el padre insistía apretándole el brazo, “te tienes que hacer fuerte”, “el mundo es de los fuertes”. No se atrevía ni a llorar ni a rehusar, ante la agresividad de su padre. Así que disparaba. Al principio con los ojos cerrados. Le enojaba tanto que un día disparó a cinco perros seguidos deseando que la especie se extinguiera para ahorrarle aquellos trabajos. De hecho, durante la adolescencia de Álvaro apenas merodearon perros callejeros en la ciudad.
Del proceder que observaba en su padre, Álvaro aprendió que la soberbia en público y la crueldad en privado eran las mejores formas de granjearse respeto. Esas reglas habían llevado a Virgilio Buenso a ser un triunfador en la vida, si por eso se entendía el conseguir dinero y aparentar que tenían un abolengo que se había inventado. Con los años, aquellas reglas llevaron a su hijo, a ser un profesional de la violencia. En el ejército se ganó muchos respetos y algunas medallas. Rezaba a diario y era una persona meticulosa en todas sus cosas. Tardaba más de una hora en prepararse cada noche para el día siguiente, doblando y mesando los pantalones en las perchas, limpiando concienzudamente el arma. Fue frío guerrero y despiadado en la manera en que acometía sus acciones militares y los negocios ilícitos en los que estaba implicado. Alguna vez sintió arrepentimiento o recordó que quizás había elegido como profesión el ejército para ser marinero como su abuelo. Sobre todo cuando se dormía y soñaba que navegaba con su amigo Luis cercando las playas de El Salvador. Durante toda la noche veía sus brazos pelear con las velas sobre ese mar embravecido, que se empeñaba en querer encallar su embarcación en la orilla. Alguna mañana se levantó con agujetas. Pero no era coherente con esas inquietudes. Tenía la cobardía de quererse ganar bien la vida. O quizás la mala costumbre de no recordar sus sueños cada mañana. En cualquier caso Luis ya no podría acompañarlo. Sus padres, pescadores arruinados por la guerra y la desesperanza, también decidieron sacarlo de la playa y llevárselo con ellos a un suburbio de Los Ángeles cuando era aún un niño. El abuelo ya había muerto por entonces, pero de nada le hubieran servido sus recomendaciones, porque se convirtió en pandillero salvatrucha en la época en la que Centroamérica llegó a exportar con cierto éxito su violencia. Con la cabeza rapada, todo el honor que consiguió en su vida fue tener una ficha policial en la que le hacían responsable de catorce homicidios. Entre sus decenas de tatuajes llevaba el de una iguana en el pecho, lugar al que le disparó una de sus exnovias cuando fue a matarlo.

domingo, 10 de octubre de 2010

CUENTO HONDUREÑO 2.- LA JUSTICIA

1.
La familia Esquivel huyó de occidente poco antes de firmarse los acuerdos de paz en la región. No les echó el hecho de que tomaran a Juana por una bruja y un párroco quisiera exorcizarla. Ni el aislamiento al que la contundencia ideológica del abuelo Elio los llevó en aquellos tiempos de guerra fría. Tampoco cuando se informó a escuadrones de la muerte que el tío Isabel apoyaba a guerrilleros a ingresar armas por la frontera, Jorge tuvo que desfigurarle la cara y huyó sin dejar rastro. Solo un espantoso acontecimiento hizo a la familia Esquivel abandonar la casa de occidente: el asesinato del abuelo de un tajo en la garganta.
Un día de sol inclemente el pueblo entero se convirtió en una multitud enfurecida que aclamaba linchamiento. Amanda, Xiomara y Juana vieron cómo el abuelo justiciero era ajusticiado en el parque central.
- El pueblo unido es capaz de las mayores grandezas y también de las peores mezquindades- , le dijo Jorge a Juana mientras escuchaban al pueblo bramar de furia contra Elio.
El calor era sofocante y las personas apenas reflejaban sombra. Era el cenit, cuando el sol está lo más perpendicular y más cercano a la tierra posible. Anunciaba el comienzo de la siembra y la temporada de lluvias. Cuando asesinaron al abuelo las campanas de las torres españolas repicaron a muerto y al día siguiente llovió con violencia. Amanda hizo las maletas, agarró a sus dos hijas y cerró de un portazo la casa de occidente para siempre. Antes se aseguró de echar sal sobre todas las plantas. No solo sobre las plantas que había cultivado sin cansancio durante tantos años de simulada paz, sino sobre las flores pintadas con tierra de colores en la fachada. Para que en aquella casa no volviera a crecer nada, ni siquiera los sueños.



2.
Elio fue un indio corpulento. De estatura media y sombrero calado, siempre llevaba la cadena del reloj sobresaliéndole de los bolsillos, el periódico bajo el brazo y unas gafas poco limpias enganchadas en alguna prenda.
Había sido reconocido como disidente, pero no sabían en su familia que también lo fuera como asesino. Había otros asesinos en el pueblo, secuaces de los terratenientes y vaqueros, que siempre andaban armados y que podían disparar solo por una mirada malentendida. Pero el día del cenit le asesinaron acusándolo de haber matado a un hombre hacía muchísimos años, casi tantos como los que llevaba el abuelo en el pueblo, desde que llegó con ambiciones de letrado capitalino y ánimo transformador a esa provincia de oligarcas cafetaleros, expertos en pintar falsas democracias basadas en corruptelas.
Honduras es el país en el que se acuñó la expresión de república bananera porque las compañías de frutas norteamericanas eran las dueñas de los principales partidos políticos. La política era solo una manera de institucionalizar los abusos al pueblo. Al principio Elio expresaba su malestar de manera abierta. Entendía que la política era un servicio a la gente y como tal debía estar ausente de conductas ilícitas. Por la contundencia de algunas de sus aseveraciones sobre el desarrollo del pueblo se ganó varias amenazas contra su vida. Así que con el tiempo, si bien no dejó de hablar, adoptó maneras más templadas que le permitieron mantener su puesto, aunque con un papel relegado, como mero burócrata. Esto le obligó a cambiar en cierta medida el contenido de sus sueños y sustituyó la sed de justicia por el apetito por la muchacha que venía a lavar a la pensión en la que vivía. Era la hija de un campesino viudo. Se llamada Laura. Era tan flaquita y menuda que todo su cuerpo parecía poder cobijarse bajo su larga cabellera negra. Sus ojos miraban abiertos con tierna curiosidad. Bajo ellos se arqueaban oscuras ojeras que ensombrecían su mirada.
Cuando fue a pedirle la mano el padre de la muchacha le dijo:
- Esta muchacha no sirve de nada, no malgaste su juventud, su única virtud es que sabe cuándo la tierra va a temblar, como los perros.
Se fue con ella a vivir a las afueras, lejos de la alcaldía y de la casa de su suegro. Le costó varios años concebir, lo que hizo a su padre recordarle a Elio con cruel satisfacción la advertencia que le había hecho antes de su boda.
– Ahora no puede devolvérmela.-








3.-
La hospedera de Elio, de la pensión en la que vivía desde su llegada, había contratado a Laura como lavandera por lástima. Estaba desnutrida y a veces se le veía la mirada perdida. La pila estaba en el patio, bajo el árbol “llama del bosque”, cerca de la ventana del cuarto en que entonces se hospedaba Elio. Mientras lavaba, Laura tarareaba canciones. Entre las enormes flores rojas del árbol, que tienen forma de mariposa en reposo, se escuchaban suaves melodías. De manera sensual, ella movía su cuerpo al ritmo de las canciones cuando se agachaba sobre la pila. En las mañanas de domingo Elio le pedía que tarareara sus tonadas preferidas mientras tomaba el sol asomado a la ventana. A la muchacha se le iluminaban los ojos cuando él le dedicaba un gesto cariñoso. Apenas hablaba. Era una mujer hecha de música y silencios, del mismo modo que Elio era un hombre de razón y palabras. Siempre comía callada y muy despacio a pesar del hambre. Dejaba la cuajada para el final y la deslizaba bajo la mesa imperceptiblemente para los gatos hambrientos. Por eso, cuando entraba en la casa, una manada de gatos la seguía maullando. Se frotaban contra sus piernas ronroneando cuando tendía la ropa a secar.
Elio comenzó a desearla como se desea conocer un secreto. Sus ropas se mojaban cuando lavaba y dejaban entrever su fino cuerpo. En su delgadez sobresalían pronunciadas nalgas. Elio soñaba por las noches con asirlas, acercarlas contra su pecho y abrazarlas. Y en su ausencia pasaba junto al lavadero y respiraba profundo, intentando captar la huella de su presencia.
Un domingo en el que el sol salía tras varios días de lluvia, ella tarareaba una canción festiva y él desayunaba tajadas de plátano frito con mantequilla bajo la llama del bosque en el patio. Ese día los gatos que a menudo se enredaban entre las piernas de Laura, la habían dejado tranquila y se movía casi danzando. Elio la miraba furtivamente y ella se enrojecía cuando le descubría. Las miradas parecían como ráfagas por el rápido movimiento y las sensaciones de su cuerpo. Hasta que de pronto, Laura le miró con ojos de espanto.
-Tenemos que salir -le dijo con voz entrecortada-, la tierra va a temblar.
Se acercó a él corriendo, lo tomó de la mano y lo arrancó de la silla. Corrió al molino de maíz y agarró con la otra mano a la hospedera, que se resistió zarandeándola. Con una fuerza insospechada, los sacó a los dos de la casa, los tiró sobre el empedrado de la calle y se tumbó junto a Elio, que estaba completamente atónito. La hospedera se levantaba del piso enojada cuando escuchó rugir la tierra por dentro. Un temblor, que le batió el pecho como un licuado, abrió la calle y tiró parte de la fachada central de la fonda. Elio abrazó a Laura en el suelo. Tocó sus dedos delgados y suaves, su antebrazo doblado sobre su cabeza para protegerse, deslizó su mano hasta su axila y se aferró a su pecho como a tierra firme. La tierra no dejó de batir durante varios minutos seguidos, a los que siguieron diversas réplicas. En esos minutos, Elio conoció la cintura de Laura, midió por fin el tamaño de sus nalgas y supo sin ninguna duda que quería casarse con ella.
La noche de bodas, en la oscuridad del cuarto, Elio temblaría como un terremoto antes de acercarse a ese cuerpo que yacía en sombras sobre la cama. Aquella mujer se instaló en él con la misma pasión con que había defendido meses atrás la justicia y cuando más se acercaba a ella, más sentía que su pecho podía estallar. El olor de su cuerpo, a agua, a jabón, y a yerba, se hacía crecientemente intenso. La besó creyendo que podría comerla, perder el control y devorarla. La penetró con el placer de descubrir por fin el motivo de sus ansiedades. Sintió cómo ella se deshacía en agua como un torrente. Su cara y su sexo estaban empapados de fluidos que no logró reconocer, porque el éxtasis ralentizó durante un rato su curiosidad y sus reflejos.
Cuando Laura se quedó embarazada, Elio la hizo pasear delante de la casa del padre con una enorme barriga, que parecía que podía tumbar su cuerpo flaco por el peso.
Laura dio a luz a dos mellizos. Ana, la partera, y su hijo Jorge hicieron todo lo que pudieron para salvarla. Sin embargo la vida se le fue con la rapidez vertiginosa con la que fluyó la sangre entre sus piernas. Varios gatos, blancos, negros y dorados, se arremolinaron con un maullar que parecía plañir a los pies de la cama.
Elio se deprimió por varias semanas y Ana le dejó a Jorge y a la chela sarca como nodriza para hacerse cargo de los bebés y de la casa. Cuando le preguntaron a Elio por un nombre para los mellizos no quiso contrariar a su esposa.
-Tenía elegido dos nombres por si era niña pero no eligió ninguno para un niño.-
Así que llamo al varón Isabel y a la muchacha Amanda.
Ana le dijo a Elio que Laura nunca hubiera podido sobrevivir al parto. Sus órganos reproductores estaban muy dañados.
-Diría -explicó la partera en un susurro-, que sus genitales estaban mutilados.
Elio pasó semanas encerrado en el segundo piso de la casa de barro, tras el balcón de madera, en un cuarto donde solo había una hamaca y un candil. Bebía aguardiente guaro de caña y fumaba puros empedernidamente. Una soleada mañana de marzo se despertó empapado en sudor. La luz entraba radiante por el balcón, molesta. Se levantó de un salto y se encerró con la nodriza en un cuarto.
Laura fue la única mujer hasta aquel entonces en la vida de Elio. Nunca pudo saber si su cuerpo era diferente. Así que desnudó a la nodriza y comenzó a examinarla. La chela sarca, primeriza de diecisiete años, lloraba mientras aquel hombre con temperamento desencajado la palpaba con ojos febriles. Cada parte de aquel cuerpo sano acongojaba el corazón del joven viudo. Empezó a relacionar los suspiros de Laura cada noche. Recordó lo que parecían quejas ahogadas disimuladas entre suaves besos, la cara empapada de lágrimas que buscaba su hombro como quien busca consuelo y su sexo que siempre olía a sangre.
Se acordó del padre de Laura recordándole cuando lo encontraba en la plaza, - Ya verá cómo no sirve - , y un escalofrío le recorrió todo el cuerpo con la velocidad de un disparo, cuando recordó que, un día que pasó junto a la tasca, su suegro borracho le gritó - Esa perra esta gastada-.
Jorge esperó fuera del cuarto durante unos quince minutos mientras solo oía a la nodriza llorar y suplicarle a Elio que no le hiciera daño. El muchacho, con su cara redonda surcada por el sudor y sus ojos achinados más abiertos que nunca, golpeaba la puerta con los nudillos rogándole a Elio que saliera.
Pasados cinco minutos, Elio abrió la puerta, miró a Jorge y a grandes zancadas cruzó el umbral. Agarró su sombrero y su machete, salió de la casa y cerró de un portazo. La nodriza no paraba de llorar nerviosa. Estaba semidesnuda tras la exploración de Elio. Se abrazó a Jorge y ambos temblaron cuando la joven le susurró entre suspiros:
-Presiento que ese hombre ha salido para matar a alguien.



4.
El bisabuelo abusaba de Laura, su hija, en sus noches ebrias. Llegaba dando tumbos a la casa pero una inesperada fuerza resurgía en sus brazos y en sus piernas cuando se aferraba a la adolescente. Sus agresiones le destrozaron tanto el cuerpo que murió al dar a luz a Isabel y a Amanda. El abuelo Elio, que nació con una rabia insólita ante la injusticia, enfermó de violencia cuando lo supo y mató a su suegro con nueve machetazos a la salida de una cantina. Lo dejó tirado en el suelo, vengando así su viudedad y su desconsuelo.
Cuando cuarenta años más tarde un sobrino quiso reclamarle a Elio las tierras que había heredado, en pocos días y como por encanto, el pueblo pareció recordar aquel delito y lo denunció. Pero como el delito había prescrito el alcalde dejó que un tribunal popular pudiera juzgarlo. Al ser sentenciado a muerte pública Elio dijo:
-No me arrepiento de lo que hice, es solo una prueba de mi fe en que la verdadera ley tiene que nacer en este país. Porque, mientras tanto, solo matándonos entre nosotros podremos hacer prevalecer la justicia.
Mucho tiempo antes, la noche en que llegó a casa manchado de sangre hasta el sombrero miró a sus hijos recién nacidos con pánico. Los gemelos yacían mansamente en una cuna de cedro pero Elio tuvo el absoluto convencimiento de que la rabia y la agresividad estaban inquebrantablemente ligadas a la estirpe de su familia. Tardó algunos años en comprobarlo. Años en los que la chela sarca y Jorge se quedaron con Elio, ayudando a que los gemelos crecieran, a que la casa de barro no se cayera con la contundente fuerza de la soledad y la desidia, convencidos de que a Elio un día lo vendrían a prender y los mellizos se quedarían huérfanos.
Para Ana, la madre de Jorge, que su hijo se quedara con Elio fue un desahogo. En aquellos tiempos en que las ricas comenzaban a pagarse hospitales y médicos particulares, sus clientes a menudo eran los más míseros del pueblo y sus jornales por alumbrar criaturas no eran lo suficientemente holgados para alimentar a la suya.
Para la nodriza, a su vez, la casa de Elio se convirtió en un refugio. Y trajo allí a su recién nacido, Cálix, que creció comiendo lo que comían Amanda e Isabel, a la sombra del balcón de la casa de barro, ocultando su carencia de apellido. A la nodriza la llamaban la chela sarca porque coloquialmente significaba que tenía la rareza de tener la piel clara y los ojos verdes. La popularidad de su apodo hizo que todos se desacostumbraran de su nombre, incluso ella, que se sorprendía por lo ajeno que le resultaba al leerlo en su cédula de identidad.
La chela sarca había tenido a su hijo Cálix como resultado de su primer encuentro sexual en la milpa de sus tíos. Quizás alguien de la familia o algún amigo que ayudaba en la recogida. Había nacido con los ojos y la tez demasiado clara para no dejar de ser una tentación en los caminos. Si hubiera pertenecido a una familia pudiente sería una casadera envidiable. Pero huérfana de padre desde pequeña, desprotegida, siempre había visto a los hombres mirarla con lascivia y sentido las manos que se colaban bajo sus faldas. Los curas del pueblo le dijeron que en su cuerpo habitaba el pecado. Por eso cuando aquel hombre se acercó a ella, los tíos no se extrañaron de oír gemidos entre el maíz, ni ella que aquel hombre se fuera sin decir su nombre. De aquel encuentro nació Cálix con enormes ojos verdes y una mirada tranquila como un bálsamo.
Tras el incidente ocurrido en casa de Elio, en el que este examinó su cuerpo sin sentir lascivia, sin violentarlo, la chela sarca supo que estaría mejor en aquella casa. Trajo a su hijo y lo acomodó en el cuarto del servicio, sin pedirle permiso a Elio, que todo lo que hizo al descubrir su presencia fue preguntarle si estaba vacunado.
Los tres niños crecieron compartiendo teta, vacunas y las plantas medicinales que enviaba la partera con Jorge.
La familia de Elio le escribió varias veces desde Tegucigalpa para que regresara con sus hijos. El abuelo recordaba la capital como un universo de luz, donde el sol brillaba con entusiasmo ya a las cinco de la mañana. El occidente era frío y encapotado, pero se quedó allí. No pudo dejar sola la tumba de Laura. Ni siquiera se fueron muchos de los gatos que siempre habían seguido a Laura ronroneando. Sino que se quedaron cazando los ratones de la finca y durmiendo en ovillos en el zaguán. Sus frecuentes celos desvelaban a los bebés, que lloraban estrepitosamente, como si tuvieran algo roto por dentro.
Siempre había algún vecino pendiente de los partos de las gatas que se encargaba de meter a los gatitos en sacos y golpearlos contra pareces de pintura oscura o introducirlos en el río. Así la población de gatos nunca aumentó desproporcionadamente en la casa, sino que, al contrario, fue descendiendo cuando los vecinos también empezaron a echar mano de veneno para los ratones. Al fin y al cabo, una vez inventado el veneno para los ratones, tampoco se necesitaban gatos.
Aquella casa encalada más cerca del monte que de la ciudad parecía un refugio de náufragos que llegaron allí por algún motivo y nunca quisieron irse. Y es que como el abuelo no era un gran conocedor de la naturaleza humana, de sus limitaciones, llenó la casa de occidente de sueños que alimentaron la imaginación de sus habitantes. Aunque nunca se cumplieron.
A su hijo Isabel, cuando creció, le enseñó que se necesitaban pocos hombres, pero con verdadero coraje, para cambiar el destino de un pueblo. A Amanda le enseñó que la política se hacía tanto con balas como con palabras y que la fuerza de los argumentos a veces era la única arma.
A la chela sarca le dijo que su cuerpo era propiedad suya y de ningún otro. Que no era de ser extranjera el haber nacido con ojos claros ni por eso sus vecinos tenían más licencia para abusarla. Porque se percató temprano de que a la chela sarca la seguían hombres cuando salía a comprar y le decían cosas importunándola. Por eso hizo que Jorge la acompañara siempre a los mandados y a los quince años quiso enseñar al muchacho a utilizar un revólver. Pero Jorge no tenía carácter para la violencia, sino para el cuidado, y no fue capaz siquiera de cargarlo. Al fin y al cabo el muchacho creció a la par de Elio, protegiéndolo de sus arrebatos de ira, de la culpa por haber desangrado al suegro y de la nostalgia de Laura. Cada mañana lo ayudaba a vestirse para ir a la municipalidad. Conseguía para los mellizos remedios en la farmacia y en el bosque, o los suplementos alimenticios que enviaban las misiones evangélicas de los Estados Unidos, además de los que se encontraban a precio de consumo en la abarrotería central. Plantaba la huerta, reparaba el tejado, alimentaba a los gatos y a las gallinas. Algunos días dejaba la casa para ir a ayudar a su madre porque la partera enfermó de artritis en sus manos y a veces era incapaz de maniobrar para sacar un bebé que viniera de espaldas.
El abuelo Elio le enseñó a Jorge que la medicina le pertenecía al pueblo. Por eso, el niño comenzó a crear, a muy temprana edad, una caja de remedios naturales para cualquier enfermedad. Cuando se hizo enfermero siempre educó a sus pacientes en preparar sus propios remedios con yerbas y a recordar y mantener sus viejas curanderías. Porque en Honduras la gente no tenía dinero para pagar ni a farmacéuticos ni a doctores.
-Si encontraras el remedio para la codicia, habrás sanado a todo un pueblo – le desafiaba Elio.
El enfermero Jorge machacaba los pétalos naranjas de flor de nance en un mortero de caoba, los mezclaba con vino de marañón y se los daba a probar. Elio rehusaba.
-Necesito mi ración de codicia para pagarles la educación a mis hijos.
También se refería a Cálix, que se educó como otro de los hijos Esquivel. Elio, igual que le pagó los estudios de agricultura de Isabel, también le pagó los estudios a él, en la escuela de derecho de San Pedro Sula. Amanda les esperó en la casa de barro, mientras la chela sarca le enseñaba a pintar flores, a moler el maíz y a cocinar los amargos brotes de pacaya de tal manera que supieran dulces. Siempre esperó que su padre la animara a estudiar también. Pero él, por miedo a dejarla ir sola, nunca lo hizo. Eran tan frecuentes los asaltos a las mujeres. Y temía la perversión que, según él, traían consigo las nuevas modas en la capital. Su egoísmo al dejarse llevar por esos temores, hizo a su hija intuir que a partir de entonces su destino sería sacrificarse por otros.














4.
Que la rabia fuera una enfermedad instalada en la familia fue una sospecha de Elio, de su alma turbia de viudo, que se vio confirmada el día de niebla en que la chela sarca le llevó el almuerzo en un hatillo a Isabel, mientras trabajaba en los campos. Jorge estaba ya ejerciendo como enfermero así que no pudo acompañarla.
Isabel había vuelto hacía unos años de la universidad, dispuesto a concienciar y arengar a los campesinos para que se rebelaran contra Dios, el patrón y cualquiera que supusiera dominarlos. Corrían vientos de revolución y los campesinos de toda América se habían cansado del feudalismo colonial al que a pesar de decenas de guerras e independencias, aún servían como esclavos agradecidos. Hasta los curas y las monjas, adoctrinados en poner la otra mejilla, educaban a los campesinos de los bananales para que se liberaran del feudo. Internacionalistas de todo el mundo llegaban a los campos de Honduras para apoyarles. Isabel pasaba su tiempo en reuniones entre los sembrados de piñas y tabaco, organizaba huelgas y piquetes, y dirigía los grupos de jornaleros más decididos e incendiarios.
La chela sarca cruzó la quebrada del pueblo, donde se acumulaban los zopilotes que devoraban el ganado muerto. Ni la edad ni los trabajos le habían borrado la nítida tez suave y los ojos claros, ni se libró nunca del empeño de los hombres en acosarla. Le dejó a Isabel un tamal de chancho y torrijas para comer. Se acercaba la Navidad. Aquel día la densa niebla no permitía ver las torres españolas desde la misma plaza. De vuelta a la ciudad dos campesinos liberados la cercaron junto al río. Ella, al ver la suciedad cubriéndoles hasta la cara, se arremangó la falda y antes de reclinarse, se colocó una de las servilletas que traía en la cesta sobre la blusa. Pero esta vez aquellos hombres no llegaron solo a saciar su sexo, también su ira. Y la abandonaron con un hilo de sangre que recorría sus piernas.

Isabel supo bien cuáles de los hombres del grupo la dejaron desangrada, porque volvieron tras el medio día con el pantalón manchado de tierra y la bragueta bajada. Contrató al mismo sicario que contrataban los terratenientes del pueblo. Lo conocía porque una vez le tuvo que comprar su vida para que no le dejara seco. Aquella vez pagó miles de lempiras. Esta vez, le pagó sesenta balazos por la pareja de jornaleros. El número de balas, por tradición popular, siempre se equiparaba a la gravedad de la afrenta y la chela sarca era lo más parecido a una madre que el mellizo había conocido.
Los acontecimientos de aquel día dejaron a Elio apesadumbrado por ver confirmada su profecía, la ira asesina en sus genes. E Isabel, a partir de entonces, decidió desplazarse solo en su bravo caballo para poder huir con facilidad en caso de nuevas venganzas. Aunque mandar a matar a los campesinos le granjeó un cierto respeto por parte del pueblo que hasta ahora ninguno en la familia Esquivel había disfrutado. E incluso los latifundistas, que lo odiaban por sus trabajos de movilización campesina y lucha por la reforma agraria, lo tomaron como temible adversario y procuraron no involucrarlo en sus denuncias.
Ese día Jorge escribió en la caja donde guardaba las tisanas y los remedios tradicionales que templaban el ánimo, que la ira era la emoción más liberadora de todas y también la más peligrosa.
Amanda, que siempre consideró a Cálix el único hombre de la familia con templanza, se entristeció al verlo perder la serenidad que había en sus ojos cuando quedó huérfano. Le quedó una mirada de alma desvalida, la misma que había tenido siempre su madre y tardó muchos años en volver a recuperar su mirada templada. Se había casado con él hacía ya un tiempo y aunque nunca supieron distinguir si se querían como amantes o como hermanos, de su unión surgieron las dos niñas, Xiomara y Juana.
Xiomara nació con la tez clarita y el espíritu tranquilo mientras Juana creció revoltosa y muy morena. En consonancia con sus temperamentos, Xiomara recibió una educación para ser señorita, comportarse durante las visitas y ser gentil en la parroquia. Juana, al poco de cumplir los cinco, ya daba de comer al caballo de su tío Isabel, rocín tan salvaje que muchos en el pueblo temían acercársele.
Quién sabe si Isabel tuvo algún hijo pero lo que es seguro es que nunca se casó. Su padre le dijo un día que su agresividad era tan fuerte que haría infeliz a cualquier mujer con la que estuviera. “Prefiero que vayas a desahogarte con putas que tener otra mujer Esquivel en la casa sufriendo.”

lunes, 4 de octubre de 2010

CUENTO HONDUREÑO 1.- LA PASIÓN

1.
Cuando Juana conoció a Álvaro tuvo el presentimiento de que aquel hombre en algún momento del futuro irrumpiría en su casa y en su vida para leer su sentencia de muerte. Era tan solo una niña de doce años.
El hecho sucedió en una región entre dos océanos, un tanto alejada de todos los mundos a la que habían puesto el nombre de Centroamérica. El país en concreto era Honduras. Eso poco debería importar, porque dicen que las fronteras coloniales no son más que inventos extranjeros y en el istmo centroamericano el pueblo es todo el mismo.
En verdad los centroamericanos conocen las mismas cosas. Intuyen que el pájaro quetzal es el dios del aire y Jesucristo es la inspiración de los pueblos contra los imperios. Tienen parecidas enfermedades que se solucionan con similares remedios. Un empacho por brujería precisa un sobador en muchos lugares y una dolencia por aire se soluciona habitualmente con ventosas en la espalda. Todos los centroamericanos comen maíz de las incontables formas, en tamales, ticucos, montucas, tortillas, pupusas, elotes, atoles, posoles, chichas o sopas. Y comen frijoles rojos guisados solo de una forma y en todas las comidas, desayuno, almuerzo y cena, como un estribillo obligado sin el que sus estómagos no pudieran seguir el ritmo.
Sin embargo, en este caso sí importa que aquel país fuera Honduras, y no Nicaragua, Guatemala o el Salvador, sus tres países limítrofes, porque cuando Juana aún contaba con doce años eran los años ochenta y, mientras los otros países libraban sendas guerras civiles, en Honduras había paz. Aunque tenía ese aire enrarecido que tiene la paz cuando nadie se la cree. Cuando ante tanta injusticia la paz es indigna porque solo significa que no hay enemigo al que culpar por los muertos. Pero siguen matando de hambre a los campesinos, matando a palos a las mujeres en sus casas y ajusticiando a los disidentes del gobierno. La paz en esos casos es solo una guerra más silenciosa, que nunca se declara y para la que nunca se firman armisticios.
Mientras Juana conocía a Álvaro y tenía el primer y único presentimiento en su vida, el que anunciaba su muerte, se armaban en Honduras las bases estadounidenses para atacar al pueblo insurgente en los otros países. Paralelamente, los insurgentes heridos de los países vecinos cruzaban por puntos ciegos las fronteras de Honduras y se refugiaban en campamentos de las Naciones Unidas o en las casas de los amigos o familiares. Cruzaban descalzos montañas de pinos y liquidámbar o las selvas de ceibas y palmas que son territorio de tarántulas y serpientes de veneno tan fatal como la barba amarilla. Cruzaban nadando ríos que son universos de mosquitos envenenados de malaria, piscinas naturales para los caimanes y los cocodrilos.
La casa de Juana en el occidente de Honduras estaba cerca de las fronteras de Guatemala y El Salvador, a las afueras de una pequeña ciudad colonial fundada por los españoles. Su abuelo Elio había llegado desde Tegucigalpa hacía años para ejercer la abogacía. Allí se había casado y comenzado su linaje. Su casa era de dos pisos de barro con un balcón de madera. Estaba adornada con enredaderas de buganvillas y cercada de plantas de izote, cuyas blancas flores de ramo de novia la hija de Elio, Amanda, cocinaba deliciosamente.
En los años ochenta, además, la casa de barro era también un refugio de guerrilleros extranjeros desangrándose. Llegaban auspiciados por el abuelo Elio, que nunca entendió el derecho como una ciencia humana sino natural, esto es, una cuestión de justicia. Le ayudaba el tío Isabel, al que quién sabe si la necesidad de contrarrestar que le bautizaran con nombre de mujer le hizo un hombre extraordinariamente vehemente y temerario.
Isabel era demasiado alto para ser indio. Sin duda el más alto de su familia. Siempre calzaba un sombrero de vaquero y montaba un caballo más bravo que él, al que nunca supo ponerle nombre y que dejaba atado en una vara de izote a las afueras de la casa. El rocín se revolvía toda la noche agitando una crin negra y espesa.
Desde bien niña Juana escuchaba por las noches cómo su tío Isabel se reunía con exiliados en la sala, alrededor del anafre encendido, y discutían estrategias y tácticas, ataques y retiradas, sabotajes y atentados. No se decidía si quería permanecer siendo niña, acunando muñecas de trapo, o crecer para ser guerrera y cambiar el mundo en salas de reuniones llenas de humo, consolar a hombres heridos que sollozaban tendidos sobre el suelo en las noches y vivir aventuras en las montañas con compañeros valientes y puros. No lo supo hasta aquel domingo de verano en que paseaba con su familia por las aguas termales, como tantas otras familias de la región en su día festivo, y le llegó la adolescencia de repente, como un sofoco.
Las aguas termales eran ríos calientes de aliento sulfúrico junto a la ciudad. Surgían entre los pinares, de dentro de la tierra centroamericana, cuyo magma nunca descansa. Sus baños tenían extraordinarias propiedades curativas entre los hipertensos pero provocaban desmayos malignos entre los de sangre más débil. Juana tenía la tensión demasiado baja, por lo que se mantuvo alejada, entre los árboles de la ladera. Mientras, sus padres y su hermana Xiomara, que creció con sangre más enérgica, se deslizaban en las pozas humeantes.
Sentada en la loma, a la sombra de una ceiba, vio llegar a Álvaro entre un grupo de muchachos de más o menos quince años. Era nuevo en el lugar. Un muchacho esbelto con alguna que otra peca sobre la tez morena que resultaba exótica.
Esa tarde la muchacha jugueteaba inconscientemente con un escorpión amarillo, tocaba su cola con los dedos y los retiraba sobresaltada cuando la sabandija parecía que iba a morderla. Su piel era muy oscura y su cabello negro brillaba en dos trenzas azabache. Tenía algo de febril en los ojos y sus pupilas siempre estaban inquietas.
Álvaro se quitó la camiseta. Se sumergió en las aguas humeantes. El vello de su cuerpo aún infantil se llenó de gotitas de agua. También sus pestañas. Miró a Juana sentada en la yerba y esbozó una sonrisa.
La sonrisa de Álvaro le reveló a Juana instantáneamente dos cosas: que muchos años después ese hombre vendría a su casa con orden de asesinarla y que en aquel instante estaba enamorada de él.














2.
Álvaro acababa de llegar de El Salvador y se había instalado en la ciudad con sus padres, comerciantes que venían huyendo de la crisis económica y la inestabilidad creada por la guerra civil en el país vecino. Montaron la primera ferretería del pueblo. El muchacho ayudaba diariamente en las tareas de construcción de la tienda, en el parque central del pueblo, frente a la iglesia de torres españolas.
Juana pasaba por el parque todas las tardes para comprar cuajadas, huevos y una lista de comestibles de la granja de Doña Elena. (Además de otros encargos que le hacia el tío Isabel con la orden de nunca anotarlos en papel alguno).
Cada tarde Juana se paraba durante una hora contenida junto al árbol amate del parque, el que ha de plantarse a la par de cada iglesia para que a su sombra se guarden los malos espíritus. Observaba a Álvaro. Sus labios prominentes e inquisitivos escondían la dulce sonrisa del primer día. Sus ojos se guiñaban al sol con cierta malicia. Cada tarde, todos en el pueblo y el mismo Álvaro, observaban con bochorno a la niña Juana mirar al recién llegado con ojos embelesados.
Juana era descendiente de una ralea de víctimas y verdugos. Su sangre ladina contenía la mezquina historia de conquistas y estupros del océano Atlántico. En su adolescencia vivía en una casa peligrosa, en la que hombres heridos llegaban de la batalla para planear el contraataque. A su abuelo Elio le arrinconaban en el pueblo y no le dejaban ejercer la abogacía en la municipalidad acusado de comunista. El tío Isabel se hacía acompañar de dos camaradas que le vigilaban las espaldas y años después se tuvo que cambiar el nombre y la cara para desaparecer antes de que la CIA llegara a buscarlo. Fue probablemente esa cercanía con la muerte lo que provocó que en el corazón de la niña Juana no hubiera contradicción alguna entre los suspiros nocturnos que daba por Álvaro y la certeza de que él querría matarla.
Tampoco tener una premonición le resultó extraño a la niña, ni fue síntoma de estar desarrollando ninguna enfermedad mental. Honduras es un país donde nada se planifica porque es la coincidencia y no la causalidad la que muestra los caminos marcados. Las premoniciones, augurios y pálpitos pertenecen al quehacer cotidiano. Y para la mayoría la explicación mágica del destino es la única que tiene lógica. De hecho, cuando veintitantos años después a Juana le quitaron la venda con la que siete policías le taparon los ojos para arrastrarla a la sala de tortura de la comisaría del core 7 en Tegucigalpa y vio a Álvaro, de pie frente a ella y con una pistola apuntándola, no pudo temerle a la muerte, sino terminar por darle más sentido a su vida.







3.
Aquella ciudad occidental era un caserío venido a más en los remotos tiempos de colonia por el capricho de una noble española que decidió pasar allí los sofocados veranos tropicales. Era el punto más alto y frío de Honduras. Tenía un permanente aroma a azufre proveniente de las aguas termales. Sobre todo en las calles que zigzagueaban su empedrado tras la iglesia, donde las casas señoriales de balcones y arcadas de madera se mezclaban con las de barro, bambú y bahareque.
Como toda ciudad de provincia aquella también era ufana de sus costumbres y censuradora de las conductas exóticas. Por eso, el hecho de que Juana a tan tierna edad mostrara su fascinación por Álvaro de manera tan patente en el parque central, le generó en la ciudad fama de excéntrica. Y esta fama no entró en absoluto en contradicción con muchos de los rasgos de su carácter que empezaron a dibujarse en su pubertad.
Tenía una tendencia al desmayo (por la baja presión que ni años más tarde se corregiría) que la alejaba de las multitudes. Por miedo a quedar en evidencia o a no recibir auxilio siempre buscaba la compañía familiar. Apenas tenía amigas de juego. Sin embargo, combinaba ese carácter retraído con una pasión desatada por la política, probablemente heredada de su tío Isabel y la centena de noches escuchando tras la puerta los conciliábulos de los guerrilleros huidos. Se dejaba arrastrar como por una marea incontenible por las causas justas y grandilocuentes, lo que le hizo involucrarse a la zaga de su tío en el apoyo al frente guerrillero de El Salvador y a las luchas indígenas guatemaltecas. La prematura muerte de su padre le impidió su sueño loco de ingresar en el frente armado salvadoreño a los catorce. Amanda la requirió como hija menor para hacerle compañía en el duelo. Esto, sin embargo, no fue en menoscabo de que Juana pasara su adolescencia maquinando guerras propias y ajenas como escudera de su tío Isabel.
Con la manera apasionada con que se entregó a las actividades clandestinas de izquierdas, es fácil imaginar cómo le dedicó su amor a Álvaro. Lo contempló con asiduidad junto a las ramas tortuosas del amate del parque. Y cuando la ferretería fue abierta, con un letrero de madera sobre el dintel de la puerta que regía Abarrotería Buenso, acudió a menudo a comprar herramientas, muchas de ellas relacionadas con las peculiares actividades que desarrollaba junto a su tío. Era curiosa una muchacha aún púber que entraba en la tienda para comprar “unos… siete machetes”, o “varias mechas ignífugas”. El hecho de que fuera una niña todavía, menuda, con su cabello trenzado, y la fama que ya se empezaba a extender en la ciudad de que no estaba muy equilibrada, hacía que el abastecimiento de los guerrilleros ocultos en su casa no levantara sospechas.
Muchos en el lugar sabían que en la casa a veces albergaban personas forasteras y que el abuelo Elio y el tío Isabel eran progresistas. Pero ninguno de los conservadores e informantes de la ciudad llegaron a enterarse durante años de la dimensión de las actividades que se desarrollaban desde esa casa y algunas de las aledañas. Para ello Amanda se cuidó de plantar buganvillas rosas, rojas y amarillas por toda la verja y en la llegada del camino, e hizo crecer con insistente riego los palos de izote, los árboles de mango y los aguacateros; para que en vez de casa se viera mero follaje desde los alrededores.
Cuando Álvaro veía entrar en la tienda a Juana, con pasadores brillantes recogiendo sus coletas y una gran sonrisa de amante ilusionada, se sobresaltaba. Y fueron mayores sus sobresaltos cuando, a partir de los catorce años, por cada compra Juana le dejaba un sobre con una carta de amor encendida, expresándose con soflama literaria, como había leído en las novelas en las que los hombres enamorados cortejaban a las damas (porque a la inversa no tenían casos registrados en la mermada biblioteca de la escuela local).
La primera carta que le escribió provocó hilaridad en el muchacho; la segunda, le dejó atónito. Con la llegada de la tercera un extraño impulso le hizo colgarlas todas en la pared de la escuela, para mofa de los estudiantes.


La primera carta decía así:
Álvaro, Don Álvaro, Álvaro con todos los dones,
eres el muchacho más hermoso de la ciudad,
un lucero de esta región apagada,
una excusa de mi alma ahogada para sobrevivir respirando por branquias.
La segunda carta decía tan solo esto:
No puedo irme a la guerra y dejarte aquí, en el aburrimiento de tu vida de ferretero.
La tercera carta se extendía:
Lindo Álvaro. No sé por qué un día desearás verme muerta. Dice mi abuelo, que es experto en justicia, que por esa extraña certeza mía no deberías gustarme. Pero me gusta cuando te enfadas, así que ese día te abriré la puerta y aprovecharé para darte un beso. Te he visto discutiendo con tu mamá en la tienda y se te encienden chispas en la mirada. Podrías ser guerrillero si quisieras. Tienes rabia suficiente. Resistirías varias noches sin comer en el monte. Me dice mi abuelo que vosotros sois del otro bando, de la derecha salvadoreña. Yo podría explicarte porqué hay que apoyar al pueblo si algún domingo quisieras invitarme a pasear.
La mañana en que vio sus escritos expuestos en la escuela, Juana sintió un vahído, se convulsionó aparatosamente y se desmayó en el patio.
Algunos de sus compañeros corrieron asustados ante las convulsiones y fue su profesora la que la arrastró hasta la casa del enfermero Jorge. Cuando se despertó le comunicó a su familia su negativa a volver a clase.
Lejos de hacerla ayudar íntegramente a Amanda en la cocina, como se haría con cualquier otra muchacha que dejase la escuela a su edad, el tío Isabel y su abuelo se hicieron cargo de la parte de su educación que no fue culinaria. Y se apoyaron principalmente de la bibliografía marxista que atesoraban en una bodega escondida de la casa.
Juana, a pesar de no ir a la escuela, no dejó de ir a la ferretería y escribirle cartas de amor a Álvaro hasta que, años después, con los restos de la familia Esquivel que sobrevivieron a la guerra fría, abandonó para siempre el occidente de Honduras con
destino a Tegucigalpa.












4.
Álvaro tardó en llegar a sentir como propio aquel pueblo entre las montañas de Honduras. Añoraba los baños en el Pacífico salvadoreño. Las playas negras bajo el sol radiante. Cuando se bañaba en el mar oscuro salvadoreño tocaba con los pies los moluscos curiles escondidos entre el lodo de los manglares. Podía intuir el pálpito muscular dentro de sus conchas. Añoraba pasar el atardecer en la playa ayudando a su abuelo a remendar sus redes marineras, a la sombra de los cocoteros que se inclinaban sobre la orilla.
En el occidente hondureño la humedad y el olor a hierro se apoderaron de su nariz. También una cierta pesadez en el espíritu tras la minuciosa tarea cotidiana de ordenar cada tornillo entre los cientos de cajitas distintas para cientos de tornillos de cien tamaños diferentes. Y la lluvia monótona cayendo tras las ventanas de la ferretería. Y Juana. Esa loca niña que lo perseguía, le abochornaba frente a todo ese pueblo de extraños.
Trató de frenar a su pretendienta colocando sus escritos en la escuela para escarnio público. Y la niña dejó de ir a la escuela. Pero aquella testaruda muchacha siguió colando sobres perfumados por la rendija de la puerta de la tienda. Decidió vengarse de una manera más elaborada de la vergüenza que le hacía pasar. Un día, en el que ella llegó con su cabello repeinado a la tienda a comprar varios kilos de pólvora para petardos y un martillo (“ya no sabía qué disparatada cosa comprar para tener la excusa de acercársele”) le metió en el bolso una nota.
- Nos vemos a las siete en las aguas termales. Vete sola y sumérgete.
Tuyo, Álvaro.-
Juana estaba sumergida en el agua, en la poza más profunda, con el vestido más traslucido que consiguió encontrar en su armario, cuando Álvaro llegó con su pandilla de amigos a la parte alta del río. Taparon con una gran piedra, sin que Juana se enterara, el brazo del río por el que caía el agua más fría. El resto de los brazos eran de agua ardiente. Esperaron tras la piedra aguantando la risa y al rato oyeron los gritos de la muchacha escaldándose. Pensaron que saltaría del agua enrojecida y malhumorada, pinchándose los pies descalzos con las púas de pino entre la yerba. Salieron de la piedra corriendo y gritando como jaguares para asustarla.
No vieron ni oyeron a la muchacha. Se rieron nerviosos antes de verla flotando boca abajo en la poza. Entraron corriendo a rescatarla aguantando el agua caliente que les quemaba las plantas de los pies y los muslos. Entraron todos salvo Álvaro. Que quedó petrificado en la orilla mirando el cabello largo y lacio de Juana moverse como un pulpo negro sobre las aguas.
Educado desde pequeño por su padre, un hombre de mente rígida, Álvaro desaprendió cosas que hubiera necesitado para forjar su carácter. Su padre le golpeaba cada vez que lloraba. Le repetía que no era conducta de hombres. Por eso dejó de reconocer como emoción la pena. Virgilio Buenso era un maltratador no sólo de hijos, también de las diferentes mujeres que frecuentó. Le enseñó a Álvaro que los hombres no se dejan controlar por las mujeres, que no hay que consentir sus peticiones de afecto. Sirvió como ejemplo la manera despótica con que siempre trató a la Señora Buenso. Álvaro, igual que desaprendió como llorar, desaprendió como amar, y en la adolescencia también empezó a tratar a su madre con desprecio. Aprendió a negar sus emociones tanto como en cierta medida deseaba negar las de los demás. Por eso y por congraciarse con su padre, no dudaba en usar la violencia, lo que explicaría parte del tremendo éxito que más tarde tuvo en el Ejército.
Aquel día en las aguas termales, petrificado frente al cuerpo curvo y oscuro de Juana, hundido en las aguas, Álvaro sintió por primera vez otra emoción a la que dudó en ponerle nombre. Le perseguiría después como un fantasma y en ocasiones le llevaría a beber más de la cuenta. Era cobardía.
Esa tarde se fue corriendo de las aguas termales mientras los muchachos rescataban a una Juana desmayada de ahogarse en las aguas. La llevaron de nuevo a la casa del enfermero Jorge, que le recetó como siempre aguardiente guaro con sabor a fruta de la pasión.
Al día siguiente ella llegó a la ferretería recuperada, más entusiasmada que nunca. Le dijo a Álvaro que sentía no haber permanecido en las aguas hasta que él llegara, que se accidentó pero ya estaba sana. Por entonces se había convertido en una bella adolescente de oscura mirada penetrante. Álvaro no pudo evitar sumergirse en aquellos ojos que eran profundos y misteriosos como una ciénaga. Le conducían a algún lugar inexplorado, un lugar donde no había seguridad de nada. Sintió miedo incluso cuando la muchacha le regaló la flor azul del pacífico que llevaba engarzada en la oreja. Sintió más vergüenza que nunca. Se dio la vuelta rojo de cólera, no volvió a dirigirle la palabra a Juana y siempre temió volver a mirarla.
Juana nunca supo que esa tarde estuvo en el río ni que huyó en vez de socorrerla. Tampoco se enteró que fue él quien la acusó de brujería y la razón por la que algunos en el pueblo empezaron a señalarla como culpable de la epidemia de dengue que mató a varios bebes de fiebre hemorrágica en el siguiente mayo. De hecho, cuando el muchacho ingresó en el ejército hondureño, comenzó a entrenarse con comandantes norteamericanos y Juana apenas si lo veía, no dejaba de dejarle notas con sus padres para convencerle de que abandonara el ejército fascista y vende-patria, porque era el pueblo centroamericano y no el gringo el que necesitaba su sangre y su coraje.