Aquel Agosto lluvioso, cuando comenzamos a adentrarnos en la selva, difícilmente podríamos imaginarnos que nuestra expedición acabaría con un suicidio. Ahora me cuesta recordar porqué me apunté a aquella aventura descabellada; por qué me animé a una expedición de diez días en pleno monzón precisamente por la ruta Ho Chi Minh 14 de la que no había reporte de haber sido transitada desde la guerra del Vietnam, hacía más de veinticinco años.
Llegamos desde Phnom Penh a Ratanakiri en una avioneta dudosa, con un piloto de ropas polvorientas y pasos nada firmes. Taburetes de plástico colocados en el pasillo permitían acomodar al pasaje de overbooking. Tras lidiar con severas turbulencias en un cielo encapotado aterrizamos esforzadamente en la pista de Banlung. Allí nos recibió Sopheap con su inglés entrecortado. Era nuestro guía jemer, un hombre bajo y atlético que siempre vestía de negro. Nos adelantó algunos detalles sobre la logística en nuestra ruta. A pesar de la sonrisa que nunca se ensombrecía, sus ojos parecían intranquilos. En un todoterreno, tardamos casi un día entero en llegar al distrito de Andoung Meas. El monzón había horadado tanto el camino que Sopheap y el chófer se tenían que apear de vez en cuando y atravesar el camino con tablones improvisando pequeños puentes para salvar los orificios.
Andoung Meas era apenas un pueblo, solo una fila de casas o tendejones de madera alrededor del barro del camino en la última frontera de Camboya, cerca de los ríos de oro del Vietnam. Había una tienda en la que no parecían vender nada y un puesto de comidas donde una mujer vestida con harapos revolvía somnolienta una sopa negra de bambú. Allí se nos unirían los tres guías indígenas, de los que nunca llegué a saber a qué tribu en concreto pertenecían, si hablaban el mismo idioma o apenas se entendían entre ellos. Hablaron poco durante toda la expedición. Solo respondían a órdenes muy concisas de Sopheap en jemer. Quizás fuera ese ostracismo el que les permitió fumar tabaco verde empedernidamente mientras caminaban ágilmente grandes distancias.
Tras descolgarnos por el precipicio en el que abandonamos el Land Rover y cruzar las motocicletas sobre canoas por el río Se San, comenzamos el primer día de expedición en la jungla. Ese día, cuando los guías comenzaron a ofrecer sacrificios para conjurar los espíritus del tigre a nuestro paso, ya empecé a cuestionarme a dónde nos conducíamos y porqué me había unido a aquel viaje con gente tan extraña.
Yo había llegado a Camboya pocos meses atrás para investigar en la universidad nacional sobre la psicología budista. Era un propósito completamente ateo el de rescatar las partes de una religión que le podrían servir a la ciencia. Y sin embargo estaba en aquel camino en el que me untaban la hamaca con especias para que los fantasmas de alguna religión tribal me dejaran dormir de noche.
No entiendo porqué me adentré a la selva con Antonio, que era un compañero de trabajo pusilánime y carente de espontaneidad. Siempre asistía a los eventos culturales y amonestaba a quien levantaba la voz entre el público. Era una persona que jamás parecía haberse apasionado por nada. Cuando los guías desbrozaban la maleza a nuestro paso con largos machetes, Antonio se esforzaba escrupulosamente en cubrirse la cara temeroso de que las sanguijuelas desangraran sus mejillas. Y eso que probablemente serían los primeros besos que recibía en bastante tiempo.
No entiendo porque me sumergí en ese mundo de humedad asfixiante donde es tan difícil atisbar el cielo con mi compañera de piso, Adela, que al contrario que Antonio, era espontánea, muy atractiva y divertida. Y sin embargo tenía tanto carisma que a veces se volvía caprichosa, abusiva. Quería mudarme hacía meses pero su arrolladora simpatía me impedía reconocérmelo.
El japonés que dirigía la expedición estaba enamorado de ella. Quizás por eso nos invitó a todos a acompañarle. Tras haber presentado en la facultad de antropología de Camboya una colección de fotografías de las historias gráficas talladas en calabazas por las mujeres Tompoun, la cooperación alemana le financió esta nueva expedición. Aunque nunca fue claro con nosotros sobre el motivo del viaje nos adentramos convencidos de que haría algún estudio sobre el arte indígena. Y eso que la cartografía sólo mostraba una infinidad de árboles que exudaban pesadamente su savia entre telas de araña. Los mapas no mostraban poblado alguno en nuestra ruta, sólo un lugar tan ignoto que únicamente había sido transitado para huir de la guerra.
No entiendo porque inicie una expedición con Angreac, que no dejaba que los guías llenaran de ungüentos su hamaca convencido de que eran prácticas demoníacas. Antes del amanecer, cada mañana, ante el jolgorio de los insectos gigantes que alborotan la selva, Angreac se levantaba para rezar maitines. Era un hombre salido de otra época, que no sabía muy bien como había llegado a nuestro grupo de amigos, como soportaba cuando bebíamos ginebra en el River Side de Phnom Penh donde prostitutas adolescentes se paseaban provocativamente. Quizás estaba imbuido por un espíritu religioso tan profundo que era capaz de transigir con cualquier escándalo. En cualquier caso pasaba más tiempo con su otro grupo de amigos, el de los misioneros ultraortodoxos que aún intentaban convencer al pueblo camboyano de ingresar al catolicismo.
Nunca entendí qué hacía en aquel viaje Sam, el estadounidense, quién lo había invitado. Hasta entonces ninguno parecía conocerle. Era sin duda un hombre de naturaleza intrépida y mostraba profundo interés en los viejos mapas de batalla que nos guiaban. Por su manera de caminar, autosuficiente, y sus aires de seductor, supuse que era una persona con cierto descaro. Por la cantidad de preguntas que hacía a Sopheap y al japonés, imaginé que había en el propósito de su viaje algo más que la mera aventura. El primer día de ruta ya mi intuición disparó una casi imperceptible señal de alerta.
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El segundo día de viaje descubrí a Sam mirando los árboles y haciendo pequeñas anotaciones en un cuaderno. También recogió algunas muestras de tierra durante el camino. Hizo algún vago comentario sobre un amigo geólogo. Pero me parecía alguien demasiado vividor para tener contactos en el mundo académico. Esa tierra roja que recogía le teñía las uñas, las yemas de los dedos. Era la misma tierra roja que se impregnaba indeleble en nuestro cuerpo, en nuestra ropa, en las mochilas; el barro rojo que ensuciaba la selva, que teñía los arroyos de naranja, oscurecía el color clorofila de la yerba y hacía las colinas vertiginosamente resbaladizas.
Ese día, a media tarde una tormenta nos cercó entre la maleza. Fue tras varias horas de lento viaje en moto, al ritmo del machete que nos abría el paso. Nuestros cuerpos y nuestras ropas estaban empapados por el sudor. El camino Ho Chi Minh 14, marcado por las rodadas de viejos camiones de guerra, había quedado escondido entre matojos, lianas y troncos. Era difícil redescubrirlo. Buscando ese trayecto de guerra en la más profunda soledad de la selva nos estremecieron los rayos que iluminaban el cielo como en las antiguas escenas bíblicas, los truenos que retumbaban como temblores de tierra. Los guías comenzaron a murmurar melodías mientras la electricidad se descargaba a pocos metros de distancia. Con nuestra cabeza al raso entonaban canciones que sonaban como mantras, lamentos viscerales que me hicieron temblar de miedo. Solo Angreac se mantenía sereno y se acercó a mí para confortarme. Una vez me había dicho que para él cada minuto de vida era una prueba de fe. La existencia a su juicio era algo de tremenda importancia. Sentí esa solemnidad de nuevo aquel día cuando trataba de apaciguar mi pánico contándome parábolas cristianas. Su seguridad en que alguna suerte de dios todopoderoso estaba protegiéndonos, a mí, una agnóstica en la jungla, consiguió tranquilizarme.
Mientras tanto Adela y Sam hacían bromas y se reían nerviosamente bajo el chubasco. Antonio se ajustaba el alerón de un diminuto sombrero y amonestaba a Sopheap por no haber previsto esta tormenta, y al menos montar las tiendas. El japonés llevaba un rato rebuscando en su mochila cuando sacó un ingenio que se extendió sobre nuestras cabezas y nos mantuvo a cubierto. Era como una especie de paraguas gigante, que doblado apenas ocupaba el espacio de un chubasquero. Mas tarde descubriríamos que llevaba multitud de artilugios como este, ingeniados para cada posible imprevisto: en cada uno de sus bolsillos, de sus mochilas, de los alerones de su sombrero. Era aficionado a toda tecnología. Cualquiera diría que consumía tanta creatividad por no confiar en la suya. Porque su manera de vestir era muy convencional, y su manera de comportarse, a veces, demasiado correcta. Adela me había contado que cuando había expuesto sus historias de vida en calabaza le habían acusado de taxonomista, no de antropólogo. Porque nunca llegó a teorizar, hipotetizar o concluir sobre nada en concreto. Incluso su padre, un industrial que hacía negocios de caucho con Camboya, había asimilado la carrera de su hijo a la de un coleccionista. Pero Adela se había quedado prendada de las historias de las calabazas. Ella era artista plástica, sólo buscaba belleza, no significados.
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Hasta el tercer día Adela parecía aún querer disfrutar del viaje, de la naturaleza y de la compañía masculina. Pero es difícil disfrutar una vegetación tan amenazante como la de una selva cerrada, en la que apenas se ven pájaros o estrellas. En aquel paisaje sin armonía los árboles lloraban pestes y las hojas estaban manchadas de barros y venenos. Cuando Sam y el japonés se enfrascaban con sus mapas, a Adela le faltaba la atención a la que estaba acostumbrada, por eso al final del tercer día comenzaba a aburrirse, a incomodarse, a enojarse. Aunque durante cinco minutos al día intentaba practicar algunos ejercicios de yoga que le había enseñado un gurú indio recién llegado a la capital, Adela tenía poca capacidad para la soledad, poca paciencia para la reflexión o valentía para enfrentarse a sí misma en la introspección. Por eso comenzó a molestar a Antonio. Al principio con sutiles comentarios. Luego con ataques más abiertos. Hacía sorna de sus camisetas con cuello, demasiado elegantes para la selva, o de sus escrúpulos al beber la bebida colectiva. Hizo el comentario de que quizás no debería beberla si respingaba la nariz tan asqueado.
Mientras, yo me obsesionaba. Quería saber hacia donde nos adentrábamos. En aquel lugar no había rastro de poblado alguno. Ni en los mapas que revisaba el japonés ni en los que se esforzaba en dibujar Sam. No aparecía un poblado indígena en kilómetros a la redonda. No entendía qué hallazgo antropológico buscábamos en un desierto de selva. Solo encontrábamos rastros de guerra, un camino desdibujado, algún agujero con piezas oxidadas de algunas armas. Cada vez que posaba el pie temía por los escorpiones negros, por las cien clases de serpientes sin antídoto. Cada vez que posaba el pie temía por las minas antipersona.
Aquel lugar no me gustaba, no me evocaba ninguna imagen buena, solo las de aquellas sórdidas películas de la guerra de Vietnam en que las personas se desangraban solitaria e irremediablemente. Me arrepentí de no haberme traído suficientes medicinas para la malaria, sobre todo cuando uno de los guías enfermó de fiebre y le tuvimos que dejar una moto y toda nuestra provisión de malarone. Quedó temblando en su hamaca, colgada entre dos árboles cualquiera del bosque. En cuanto se recuperara tendría que volver solo a Andoung Meas.
Me arrepentí de no haberme atrevido a preguntarle claramente al japonés a dónde nos llevaba.
Esa noche, mientras Antonio se mostraba aún más molesto de lo habitual, y esperábamos de nuevo arroz con bambú para cenar, Sopheap trataba de colgar mi hamaca demasiado cerca de la suya. Por eso me acerqué a Angreac. Él me hablaba de invenciones mitológicas, de futuros predestinados como el reino de dios en la tierra, un lugar de justicia social y ausencia de miedos. Estaba tan convencido de la existencia de sus propios fantasmas que no transigía con los fantasmas de los demás. Se reía de los malos augurios que insinuaban los guías por la noche, se ofendía con las oscuras premoniciones de Sopheap, con los temores del japonés, con las inquietudes de todos nosotros.
A veces no sabía si estaba ante un hombre de espíritu elevado o un obsesivo lunático. Era extraño un hombre que necesitaba creer de manera tan vehemente en un dios tan poderoso. No sabía si era un valiente o un completo cobarde. Y sin embargo en aquel viaje era la única persona que me transmitía entereza. El resto dudábamos demasiado y nos desvelábamos de noche cavilando miedos. Angreac tenía un aplomo atrayente y unos ojos especialmente seguros e intensos. Ese día me miró con especial ternura y por la noche se durmió acariciándome el pelo.
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El cuarto día la vegetación se hizo tan densa y el camino tan irregular que tuvimos que abandonar las motos y seguir andando. Adela estaba realmente enfadada. También Sam, al que ya no le cuadraban los mapas. Vengaban su malestar con Antonio, que aunque al principio se había molestado enormemente con sus zarpazos, finalmente parecían no importarle. Incluso dejó de quejarse tanto y pareció adaptarse. Caminaba tras Sopheap, concentrado en el camino. Ahora, mientras Adela y Sam estaban exhaustos, Antonio apenas sudaba. Su expresión, que antes era irritada, ahora mostraba suficiencia. Se diría que conocía algo que el resto desconocía.
El japonés no hablaba y mantenía la mirada fija en el camino. Esta vez Sopheap si estaba realmente preocupado. Nos enfrentábamos a la soledad más rotunda, que es probablemente la que se evidencia cuando se teme a la muerte, la que te hace inequívoco el hecho de que la vida es algo prestado. Hasta nuestra mente nos empezaba a resultar un ente ajeno. Porque sentíamos cosas que nunca habíamos sentido y pensábamos de ciertas maneras que nos asustaban. Comenzábamos a estar perdidos.
Caminamos con pesada dificultad por la ardiente humedad que pegaba las ropas a nuestro cuerpo. Y por las ramas y hojas hirientes que se tendían hacia el camino. Estaban plagadas de espinos y nos desgarraban el cuello, los brazos, a cada paso. Sam tenía tantas yagas en los pies que le hacían cojear, y el japonés, aunque cargaba un botiquín con remedios para cualquier tipo de peligro, tenía una herida en un brazo que no conseguía cerrarse. Yo estaba tan cansada que a veces sentía que mi corazón se iba a parar, detenerse en el camino mientras los demás continuaban andando.
Esa noche Sopheap volvió a colocar mi hamaca muy cerca de la suya y a tratarme con cierto favoritismo, porque me deslizó en el plato el último pedazo de carne que teníamos en despensa. Pensé que quizás yo había sido demasiado amable con él y no estaba acostumbrado a la atención de una extranjera. Creí que me había malentendido. Descolgué mi hamaca y la coloqué en un árbol junto a la de Angreac. Esa noche me aferré a él con tanta fuerza como él se aferraba a su fe. Fue lo más cerca que estuve de ser creyente.
El japonés se había metido en sí mismo hacia días, quizás cuando se dio cuenta de que estábamos casi totalmente perdidos y toda la expedición le culpaba. Sin embargo, a la mañana siguiente nos juntó a todos alrededor de un mapa. Parecía no haber dormido en toda la noche, con un foco encendido bajo su mosquitera. Nos enseñó otro viejo mapa, otro mapa de la guerra, y nos señaló un punto. Uno de los guías lo miró con atención y asintió con la cabeza. - Quizás sea un pueblo indígena,- tradujo Sopheap - quién sabe de qué tribu.-
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El quinto día Antonio parecía un asceta. Caminaba ágil, al contrario que Adela que arrastraba los pies y seguía enojada. Sam también. Se volvieron contra el japonés por conducirnos a aquella encerrona. No se creían que hubiera pueblo alguno a varias horas de camino. Dijeron que si no encontraban huella humana en el camino, se darían media vuelta por la tarde. Era un plan descabellado. A pesar de que nuestros guías habían desbrozado el camino serían al menos tres días de viaje de vuelta a Andoung Meas. Y con el desayuno se nos había acabado toda nuestra provisión de comida.
Sam y Adela también la emprendieron con Angreac, sugirieron que no estaba demasiado cuerdo. Y es verdad que la religiosidad de Angreac había llegado casi al delirio, no hacía más que hablar de Jesucristo o citar la Biblia. Yo sin embargo le seguía de cerca y le consideraba la única persona fiable, la que en caso de necesidad no me escatimaría el agua, me mentiría en la ruta o atacaría mis debilidades. Deseaba que me hablara con la dulzura con la que se dirigía al mundo. Aunque a él le costaba tocarme, y su represión religiosa a veces atenazaba sus abrazos, yo esperaba siempre que se acercara, especialmente cuando después de aquel ruido seco entre los árboles, los guías se inquietaron. - ¿Es algún felino? - le pregunté a Sopheap. Él me dijo muy serio - Algo nos sigue desde hace días. Por eso quiero que duermas junto a mí, porque los indígenas me han dicho que te sigue a ti.-
No quise asegurarme si era una suerte de broma de humor negro camboyano. Aceleré mi paso y no volví a dirigirle la palabra. Al atardecer di gracias a no se qué dios cuando atisbamos las primeras casas de madera y palma de alguna tribu.
Al llegar al centro del pueblo, construido en redondo alrededor de la casa comunal, del pozo del agua, dejamos nuestras mochilas y nos tumbamos sobre la yerba. Era la primera vez en días que podíamos sentarnos sin temer a las alimañas. Las personas del pueblo tardaron varios minutos en salir de las casas, y cuando lo hicieron caminaron despacio hacia nosotros. Algún guía murmuró algo, Sopheap se dirigió a ellos en jemer y Sam nos sorprendió farfullando vietnamita. Sin embargo nadie parecería entendernos. Nos rodearon con miradas curiosas. Vestían con tiras de telas de colores, como tradicionalmente había vestido el pueblo Jerai, antes de que el libre mercado llenara sus poblados de ropa china. Sin embargo no parecían responder a lenguaje tribal alguno. Casi todas eran mujeres, con algunos niños colgados de sus pechos, de sus brazos. Supuse que los hombres estarían trabajando en las granjas. El japonés señaló el pozo de agua y un cesto de arroz recién lavabo que estaba junto a las altas vigas de una de las chozas. Hizo el gesto de intercambiarlo por parte de su botiquín, pero los indígenas lo rechazaron. Nos dieron de comer y de beber gratis. Nos albergaron en la casa comunal, donde los niños se arremolinaban, nos tocaban, nos acariciaban, nos examinaban.
Bebí al menos un litro de té. Habíamos pasado los últimos días bebiendo fango hervido, que era como Adela llamaba a aquel café con agua tan turbia que elicitaba las nauseas.
Al final de la comida nos ofrecieron vino de arroz en una gigantesca tina. Mientras sorbíamos el vino reconfortados, vi al japonés revolver en sus mochilas. Supuse que querría sorprender a los indígenas con un nuevo artilugio. Y sin embargo solo extrajo viejos dibujos. Algunos estaban codificados por detrás con nombres de batallón. Pensé que serían croquis militares. Y de hecho en uno de ellos aparecía el retrato de un soldado americano. En todos, sin embargo, estaba dibujado un curioso animal peludo que caminaba erguido. Era algo mayor que el tamaño medio del ser humano.
Esta vez fui yo la que me empecé a reír, la que hice burlas. Ese japonés estaba enseñando dibujos del yeti a los indígenas. Alborozada, busqué la complicidad de Adela, pero no parecía encontrarlo tan descabellado. Tampoco Sam, que se mostraba incluso entusiasmado por formar parte de una búsqueda tan desafiante. Antonio me amonestó. Me dijo que no debíamos llegar a la selva con nuestros esquemas tradicionales. Solo Angreac pareció darme la razón, entender que si era este el objetivo de nuestra aventura habíamos arriesgado nuestra vida de la manera más ridícula. Mencionó que el viaje era una aventura maldita. Estaba seguro que habíamos seguido la ruta que las ánimas les habían sugerido a nuestros guías, y que esas animas eran malvadas. Porque aunque por el día los guías obedecían sus indicaciones, durante la noche se protegían de ellas con fetiches y amuletos. Su fanatismo esta vez comenzó a asustarme. Y no sé si fue por mi expresión de alerta por lo que me rechazó esa noche. Tan sólo me dijo que estábamos pecando, que debería alejarme. A mí, que el pecado me parecía una palabra sugerente e incitadora.
Tendí mi hamaca en el otro extremo de la casa comunal. Esta vez fui yo la que me acerqué a la hamaca de Sopheap. Sin lugar a dudas no hay más terrible soledad que la compañía forzada. Me sentía rabiosamente sola, porque dependía de toda esta gente rara, del afecto de un hombre que me consideraba demoníaca, de Sopheap, que me amenazaba con sus creencias escalofriantes, de Sam y Adela que exhibían una prepotencia agresiva, de Antonio que se había vuelto soberbio en su recién adquirida fortaleza, del japonés que jefeaba la misión, y sin embargo parecía tan deprimido, tan ensimismado. El nipón solo pareció alumbrar un soplo de ilusión cuando los locales, tras mostrarles más de una centena de imágenes del animal peludo, pintadas por los desquiciados soldados americanos de la guerra del Vietnam, parecieron reconocer una de ellas.
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A la mañana siguiente, antes de que Angreac se revolviera en su hamaca para sus rezos matinales, el japonés y Antonio habían desaparecido. Sopheap estuvo buscándolos en el pueblo pero nadie supo por qué o quién exactamente preguntaba. No llegaron hasta el mediodía cuando ya vaticinábamos que algún fantasma los había secuestrado. Y no nos dijeron qué habían hecho hasta por la noche, cuando ya nos habíamos aprovisionado para volver a Andoung Meas al día siguiente.
Yo me había convencido de que aquel viaje no era antropológico, ni científico, sino una suerte de desvarío de un hombre carente de imaginación que infantilmente pensaba hacer realidad alguna vieja leyenda mediática para sorprender a la mujer que le gustaba. Que por cierto se había enrollado con el otro organizador del viaje, el que venía buscando riquezas escondidas para poder vender su información a alguna multinacional extranjera. Quién sabe si también Andreac vendería los mapas a su orden religiosa y acabarían roturando cien kilómetros la selva hasta llegar a aquel mísero pueblo de apenas sesenta personas, sólo para convencerles de que llevaban una eternidad adorando a un dios falso.
A la hora de la cena, los indígenas, presas de la generosidad de quien no ha visto a un blanco aún y no sabe de su propensión a expoliar riquezas ajenas; nos ofrecieron un banquete. Incluso carne de búfalo. Los blancos lo comimos como un obsequio especial, aunque supiéramos que habitualmente esa carne la reservaban para los entierros. Sopheap y los otros guías se abstuvieron y le aseguraron al japonés que si sacrificaban comida de funeral ahora era como si estuvieran prediciendo alguna muerte. El japonés se rió. Esa noche estaba exultante y brindaba con los indígenas, que no conocían tal costumbre. Entendí el motivo de su alborozo cuando nos enseñó las imágenes que había rodado aquella mañana. Antonio y él habían sido acompañados por dos jóvenes indígenas a las afueras del pueblo y subidos a un pertrecho que había en la cima de un árbol. Tuvieron que esperar varias horas hasta que consiguieron grabar las imágenes que nos enseñaban. Me quedé impávida al ver la figura de lo que parecía un hombre inmenso, con el cuerpo desproporcionado y el ceño fruncido. Estaba desnudo y cubierto de pelo. Un niño pequeño caminaba a su lado. Cuando pasaron por debajo del árbol, el japonés grabó entre las ramas la cola de ambos, enroscada como la de un cerdo.
En aquel momento, tras haberme enamorado de un fundamentalista cristiano, vivir atemorizada por los espíritus de la selva y contemplar la grabación de un yeti y su hijo; desconfiaba completamente de mi juicio. Desconfiaba de lo que siempre había creído como verdad y como mentira, de mi criterio al distinguir los argumentos razonables de los descabellados. Anhelaba tanto volver a la civilización y retomar mi antigua Noelia.
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El octavo día salimos de allí dejando en el poblado a Sopheap con el japonés y su herida ulcerada que ya no parecía importarle. Estaba eufórico con su descubrimiento y apenas ponía atención en ninguna otra cosa. Quería grabar más imágenes del yeti. De regreso, tardamos solo tres días en regresar a Andoung Meas por el mismo camino, porque ahora ya estaba despejado. Apenas hablamos, yo deseaba desarrollar la misma suerte de estado meditativo que había conseguido Antonio para no desesperarme. Pero estaba tan alterada que por la noche, entre los altísimos árboles, sentía cómo la selva respiraba agitadamente, como un animal al acecho. Colgaba mi hamaca cercana a la de los guías, que me contaminaban los sueños con sus amargos tabacos. Sam y Adela estaban más relajados. Incluso tenían fuerzas para la generosidad y agasajaron a los guías con algunos regalos.
Cuando al décimo día llegamos a Andoung Meas no tuvimos que preguntar por el guía que enfermó de malaria. Estaba esperándonos en el comedor devorando una sopa negra atiborrada de chile, completamente recuperado. No había consumido el antimalárico que le procuramos sino sus propios remedios y nos devolvió todo el malarone. Lo empezamos a tomar inmediatamente, esperando que tuviera efectos retroactivos si es que ya estábamos contagiados. En el camino a la pista de Banlung apenas miré a mis compañeros. Tampoco en el avión, que de nuevo oscilaba horizontalmente de una manera poco convencional, decididamente poco aerodinámica. Yo sólo deseaba llegar a la ciudad para volver a estar sola. Poder volver a escoger la compañía que deseara. Poder volver a elegir entre encender la luz o no cuando se hiciera de noche. No entiendo quién afirmó que en la selva se es más libre, porque para mí, estar diez días en la jungla fue una terrible cárcel.
Apenas me despedí de los chicos y a la semana me cambié de casa, dejando a Adela con Sam, que ya hacía llamadas a diestro y siniestro planeando algún negocio. A Antonio apenas lo vi, porque tras regresar de Ratanakiri se tuvo que ir a Bangkok a un congreso. A su vuelta me informó que al japonés le habían tenido que cortar el brazo izquierdo. Al regresar de la selva, la gangrena le había hurgado hasta atravesarle los tendones y el hueso. Fuimos juntos a verlo al hospital. Yo no sabía que Antonio llevaba un libro de zoología, no hasta que lo abrió en la habitación del hospital y se lo enseñó al japonés. Hasta ese momento el japonés estaba contento, había grabado varias películas en el poblado. A pesar del brazo perdido creo que en el fondo se sentía satisfecho, pensaría quizás presentarse en la facultad de antropología convertido en un héroe.
El japonés miró el libro con curiosidad. Antonio lo había comprado en una librería de Bangkok. Era un manual de la fauna del sudeste asiático. En él aparecía una foto de una nueva especie de gibón clasificada cerca de las cuatro mil islas del río Mekong. Al ver su tamaño descomunal, su figura desproporcionada, el japonés se quedó paralizado. La cola de ese animal de los bosques del sur de Laos era enroscada, como la de un cerdo.
Antonio, con cierta soberbia de sabelotodo, me contó a la salida del hospital que los jemeres rojos habían matado a todos los zoólogos, y por eso no era de extrañar que no hubiera referencia alguna sobre los animales que había en Camboya y se confundieran con mitos.
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A las pocas semanas me fui de Camboya, cuando el gobierno de Myanmar abrió sus fronteras para el estudio de las propiedades psicoterapéuticas de la meditación budista. No volví al país hasta diez años más tarde, cuando decidí tomarme un año sabático y recorrer todo Asia con mi mochila. Para pasar a Vietnam, escogí el camino del noroeste, porque desde Pnhom Penh se llegaba en tan sólo un día y medio a Andoung Meas en coche. La antigua compañía aérea, tras estrellar todos los aviones que hacían esa ruta, había desaparecido. Por el contrario, los vietnamitas habían trazado una moderna carretera desde Banlung a la frontera. Por ella exportaban el oro que mancha la tierra más allá del río Se San. Y transportaban la madera de teca, la más cara del mundo, talada gracias a la ingeniería de una maderera de Cleveland.
En Andoung Meas me encontré a la misma mujer con harapos que le daba vueltas a la sopa negra de bambú junto a la carretera. Ahora, entre los mismos tendejones desvencijados de hacía diez años habían construido un iglesia. En frente, en una pequeña plazuela junto a la carretera, había una pequeña placa en memoria del hombre que había conservado el arte Tompoun, la vieja tradición de registrar las historias de vida en las calabazas, que ahora se consideraba perdida. El nombre era japonés por lo que me acerqué a la iglesia para preguntar en inglés por su suerte. Un misionero filipino me contó que aquel hombre se había suicidado hacía diez años, nada más llegar a Japón procedente de Camboya y con un brazo de menos. Un escalofrío me recorrió el cuerpo con tal virulencia que me derrumbé en uno de los bancos de la iglesia. Esa trágica noticia, o la extraña sensación que tenía al llegar a aquel pueblo, esa mala sensación de nuevo de que alguien me seguía; me hicieron juntar las manos y ponerme a rezar por primera vez en la vida.