miércoles, 27 de agosto de 2014

Bullying: Todo el mundo le quitaba importancia, ni siquiera ella se dio cuenta bien de que le hicieron bullying, hasta que no vio las profundas secuelas que le quedaron

Nunca me he considerado víctima de bullying en el colegio. Vale que desde bien pequeña – preescolar – en clase se burlaban de mi por mi nombre (poco común entre la gente de mi edad), mi frente, que es más amplia de lo normal, y que no aprendí a pronunciar la “s” correctamente hasta los 7 años. A ninguno de los adultos a los que le hablaba de estas cosas parecía importarle, siempre me decían “si no les hacen caso se cansarán” y pasaba del tema, así que asumí que si para los adultos era normal que me insultaran, entonces es que era realmente normal.

Crecí como una niña introvertida a la que le gustaba mucho estudiar, hacía ballet y era la favorita de los profesores. Eso no me ayudó demasiado a hacer amigos. Ya no se metía nadie conmigo, pero era la empollona, y eso a aquella edad era un señor estigma. Como siempre que le hablaba a mi madre de que todos los niños eran raros me decía “todos los niños no pueden ser raros, la rara eres tú”, me adapté al papel de rarita lo mejor que pude, y ahí podía haber quedado la cosa.

Pero en quinto de EGB llegaron a clase un grupo de alumnos de otro colegio. Uno de ellos había sido el chico más listo de todo su curso, cosa que no tardó mucho en pregonar a los cuatro vientos. Nos caímos bastante bien, él no tenía ningún prejuicio contra mi porque no me conocía de antes, así que trabamos amistad. Y fue muy buen amigo mío. Hasta que nos dieron los resultados del primer examen que hicieron junto con nosotros.
Yo había sacado más nota que él. Y de hecho, lo volví a hacer varias veces más en el futuro.

A partir de ese momento – y cada vez que le superaba en algo, la cosa iba a peor – ese chico invirtió toda su energía en hacer que todos los alumnos del colegio me despreciaran. Yo ya era la rarita que no terminaba de caer bien a nadie, así que el chico no tuvo que currárselo mucho: Para el final de ese curso incluso la “marginada” de clase se burlaba de mi delante de mis compañeros de clase, y ellos le reían la gracia. Nadie pareció pararse a pensar que los insultos habían empezado porque un niño me tenía envidia; simplemente era gracioso reírse de la empollona, así que lo hacía todo el mundo. Y también volvieron los insultos que recibía cuando era más pequeña.

Cuando cumplimos doce años mis amigas se empezaron a interesar por los chicos, pero yo no compartía ese interés. Entonces las burlas pasaron a cosas como “no sabe lo que es un pico, menuda idiota” o “no vas a conseguir novio en tu vida, nadie te va a querer nunca”. Y no solo en clase. Cada vez que me cruzaba con algún chico del colegio, me soltaban alguna.

Como mis padres querían que tuviese amigos y saliera, pues salía con el grupo de chicas de clase que mejor me trataba, intentaba integrarme. Porque era lo que me decían todos los adultos, que debía quejarme menos e intentar no ser tan rarita. Pero para mi cada interacción social era un calvario. No sé cómo, pero había corrido la voz y no había un solo niño en el barrio – que vale, tampoco era tan grande – que no me conociera de oídas. No todos me insultaban, pero todos me trataban como la “acoplada”; no terminé de cuajar en ninguna pandilla, y cuanto más dada de lado me sentía, menos me juntaba con ellos, lo que hacía que me diesen más de lado aún. Empecé a quedarme en casa leyendo siempre que mi madre no me obligaba a salir, y creo que aunque siempre he sido un poco brusca hablando, comencé a usar la agresividad verbal cuando notaba que se reían de mi más o menos por esa época.

Recuerdo sexto de EGB como un calvario. Todos los días tener que ir a clase y aguantar las burlas era demasiado. Solo quería que se acabasen las clases para irme a casa y estudiar o leer. Mis profesores sabían que lo estaba pasando mal. También mis padres. No recuerdo que ninguno me apoyase en ningún momento. Sé de buena tinta que mi madre nunca creyó nada de lo que le conté de esa época.

En séptimo y octavo – que fueron 1º y 2º de ESO, de hecho – dejé de relacionarme con la gente de mi edad. Interactuaba lo imprescindible con ellos, salía con “el grupo” cuando no me quedaba otra, incluso invitaba a gente a celebrar mi cumpleaños. Porque los adultos me decían que eso era lo que debía hacer, que la rara era yo, que tenía que adaptarme y ser una niña normal. Aunque el curso anterior había comenzado a pedirle a mi madre que me cambiara de colegio y  no había conseguido convencerla, el que cambiaran el plan de estudios hizo lo que mis ruegos no habían logrado, y solo tuve que aguantar dos años más de aquello, porque para 1º de BUP (3º de la ESO) me trasladaron a un instituto de la zona que aún no había cambiado de plan de estudios. Realmente no puedo pensar en esos dos años restantes como de “acoso escolar” tanto como de “ir a clase, pasar de los insultos, volver de clase”. Para mi se volvió normal que todos los días alguien se burlara de mi por cualquier cosa, era así como el mundo estaba hecho, y también se convirtió en algo normal el responder con agresividad verbal cuando me sentía herida. Hasta el punto de empezar a usarla incluso cuando nadie me insultaba. Y a la pila de motivos para reírse de mi se añadió el de “la borde”.

Gracias a dios en el instituto al que me cambió mi madre, por algún tipo de mágica casualidad, los populares eran los que sacaban mejores notas, y a nadie le importaba que fueses rara porque todos eran un poco raritos. Pero yo ya era una borde asocial, y aunque me incorporé a un grupo de gente para salir, y salía con ellos los fines de semana, nunca llegué a “ser del grupo”. Y tampoco quería serlo.

Y sigo sin querer ahora. Nunca he hecho amigas íntimas. Nunca he tenido grupo “fijo” para salir. Siempre he preferido quedarme en casa con un libro a quedar con gente. Y soy borde. Mucho. Demasiado. Ataco verbalmente a la gente – no importa a quien, al que esté cerca en ese momento – cuando me siento atacada, agobiada, preocupada, triste o asustada. Me he cargado amistades por ello. He perdido trabajos por ello.

El psiquiatra dijo que solo era un problema de nervios. Mi madre sostiene que mis problemas vienen de no creer en Dios. Yo creo que no lo estoy haciendo del todo mal para cómo podría haber acabado.


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